LA CARIÁTIDE 4
En el bar cercano a la casa de Pili donde la conocí nos reuníamos una pandilla de amigos casi todos viajantes. Aunque el bar ha desaparecido ya, no importa el nombre, el mundo es un pañuelo. El dueño, alto como un ciprés, delgado cual caña de pescar, casado, algunos años mayor que yo, se llamaba Carlos. Vive ya en otra ciudad hace años, separado de la mujer y con una hija. Dejémoslo así.
Andrés Torres, moreno, fuerte como un toro, con una manos como jamones andorranos capaces de tumbar a un tío de una sólo puñetazo, era un buen amigo y viajante de una empresa ya desaparecida cuyo nombre no hace al caso. Desde que había muerto su madre vivía sólo en un piso donde el polvo, las telarañas, y las revistas de coches, motos y deportivas se acumulaba por cientos. Sabía de deportes todo lo que había que saber, como para ganar un concurso televisivo si se hubiera terciado.
Luis, inspector de seguros, seis años mayor que yo, soltero, ligeramente calvo, muy bien vestido siempre, bastante atractivo aunque de baja estatura y del que, según las confidencias de Pili, Pepita, su madre, estaba enamorada y deseaba que fuera su novio para meterlo en casa, por eso me había puesto tantas pegas cuando fui a formalizar nuestras relaciones, y no sólo ese día sino durante un tiempo más continuó haciendo todo lo posible para desanimarme. Como lo había vivido supe que aquella confidencia no era una de sus mentiras. También resultó cierta otra de sus confidencias: Que su madre no tenía ni un pelo en el sexo, cosa que averigüe tiempo más tarde con mis propias manos, como ya dejo relatado en un capítulo anterior. Así pues, Pepita no se depilaba.
Jorge, rubio, pelo rizado en ondas anchas, de mediana estatura, más o menos de mi edad, no era viajante, sino contable de varias empresas, o sea, un autónomo como si dijéramos. Tenía mucho predicamento entre las mujeres quizá debido a sus atractivos ojos azules. También tenía una novia, a la que ponía los cuernos con cuanta coima del Barrio Chino Perfumado se le ponía por delante. Antes de mi noviazgo, Jorge subía con frecuencia a casa de Pili para que ésta le hiciera la manicura, oficio que había aprendido, o medio aprendido, cuando sus padres consideraron que debía trabajar en algo. Le duró poco el empleo, por lo menos no lo tenía ya cuando se prometió conmigo.
Monterde, tampoco era viajante, sino camarero, pequeño, delgado, medio rubio y pecoso, pero muy simpático. También más o menos de mi edad, estaba enamorado de una zagala que lo traía por la calle de la amargura. La había conocido cuando ella había llegado del pueblo a la ciudad en busca de trabajo. Vivieron como matrimonio en un piso alquilado por él y, según me explicaba Torres, Monterde había hecho de aquella muchacha aldeana una señorita de muy buen ver que, al final, le ponía los cuernos muy decentemente sin que él se enterara, hasta que se enteró, tuvieron una pelotera y ella lo abandonó para dedicarse a ganar dinero tumbándose de espaldas separando los muslos. Un trabajo que, al parecer, le rendía muchos más dividendos de los que le proporcionaba Monterde. Él la llamaba su Pigmalión, confundiendo al personaje con su esposa Astarbe que acabó asesinándolo. Se le saltaban las lágrimas cada vez que recordaba lo mucho que había hecho por ella. La vida, decía, es una puta mierda.
Y así estaban las cosas cuando yo me enamoré de Pili antes de conocer el furor uterino del putón verbenero que me había echado por novia. Y así estaban antes de que su madre dejara de ponerme trabas en el camino y comenzara a transigir conmigo e incluso me mirara con mejores ojos que al principio. Cierto es que tampoco yo había reparado en lo muy hermosa que era, en lo muy cachonda que estaba y en el magnífico cuerpo que tenía. No sé si todo esto hizo que yo me enamorara de ella. Creo que no. Creo que me enamoré de ella el día que les propuse a todos irnos a comer a la montaña un domingo en que el sol lucía a más y mejor; un espléndido día de primavera.
Yo conocía ya la belleza del paraje al que los llevaba. Alfonso, muy contento, se había provisto de máquina fotográfica; Pepita, muy airosa, preciosa con su vestido acampanado y Pili, por primera vez con pantalones desde que la conocía, también estaba muy contenta. Se pasó los cincuenta y pico de kilómetros cantando una canción tras otra, todas ellas de Marifé de Triana. Cierto es que tenía una voz preciosa y soltaba unos "jipios" como la mejor "cantaora" de flamenco al que nunca he sido aficionado, mejor dicho, al que siempre he detestado. Pero, claro, ella era diferente, ella era mi novia, una muchacha muy guapa con un cuerpo espléndido al que ya había catado en casi todas las posiciones del Kama Sutra.
Pepita se había esmerado en la comida, yo me había agenciado un vino del Priorato blanco del color del oro viejo que ellos mezclaron en un porrón con gaseosa, pero que yo me bebí puro y duro con sus diecisiete grados de alcohol regando la carne empanada con abundantes libaciones que, al final, mientras marido y mujer después de comer fueron a darse un paseo para conocer el resto del paraje, me dejó dormido como un tronco. Al regresar, Alfonso me hizo varias fotos mientras dormía con la boca abierta roncando como un diesel. Cuando las vi me quedé más cortado que el trapillo de un afilador. Fue todo un choteo.
Pero cuando me desperté, Pepita empezó a contarnos a Pili y a mi que había resbalado por la montaña arañándose un antebrazo con los rastrojos al intentar agarrarse y nos enseñó la marca, como una especie de quemadura en su satinada piel. Su forma de contarlo me produjo un malestar que me obligó a mirarla mientras ella reía a carcajadas con su perfecta dentadura, blanca como el armiño, mirándome sofocada, las mejillas arreboladas, los labios rojos, los ojos chispeantes que no dejaban de mirarme pícaros y tan hermosa que me di cuenta que, comparada con la hija, ésta resultaba un pato al lado de un cisne. ¿Entendió ella que me sentía molesto por la prolongada escapada que había realizado con su esposo? ¿Lo entendía yo? Pues no lo sé, lo que sí sé es que me pasé el camino de regreso mirándola a través del espejo retrovisor y apartando la mirada cada vez que ella me sorprendía. Y lo que también sé, es que a partir de ese día su comportamiento conmigo fue completamente diferente. Mucho más amable y hasta diría que afectuoso por no decir otra cosa.
Habían transcurrido solamente unos meses desde que por primera vez entré en su casa, y fue por entonces cuando ella se puso por primera vez el camisón largo sobre su cuerpo soberano para dormir entre las sábanas a los pies de la cama, una cama que, por cierto, era de metro cincuenta, mucho más ancha del metro treinta y cinco que por entonces se utilizaba.
¿Era normal aquella situación? Quizá hoy, cuando la permisividad de la sociedad es mayor y el concepto de la moral diferente, seguramente lo sería pero por entonces, desde luego, no lo era. Y, sin embargo, yo no le di importancia hasta mucho tiempo después. Quizá porque he ido siempre por delante de mi tiempo en cuestiones de moral. Una moral que hay que buscármela con lupa.
Pepita comprendió muy pronto, como ya dejo dicho, que yo estaba enamorado de ella, que la deseaba. Cuando le hacía alguna carantoña al marido delante de mí, se me llevaban los diablos, las aletas de la nariz se me dilataban de furia y ella me miraba con sonrisa irónica como si se regodeara en hacerme la puñeta encabritándome el deseo que tenía de ella hasta hacérseme insoportable mirarla. En una de esas ocasiones en que se burlaba descaradamente de mí, me levanté, dije que tenía trabajo y me dirigí a la puerta. No tuve tiempo de abrirla que ya estaba ella llamándome para hacerme un encargo. Por lo visto se había olvidado comprar algo en el supermercado y ya que yo tenía que salir podía comprarle unos guantes de goma que necesitaba para fregar. Antes de cerrar la puerta me susurró: <<No te enfades, tonto>>
Para cuando regresé al cabo de hora y media y dos cubatas, me dio las gracias muy amable delante del marido y de la hija. ¿Qué quería decir aquello de que no me enfadara? ¿Cómo sabía que me había enfadado? ¿Tan claro tenía aquella preciosidad de mujer que yo estaba enamorado de ella hasta las cachas? Por mi parte tenía la cabeza como una olla de garbanzos hirviendo a toda presión con las ideas subiendo y bajando a causa de las burbujas de la ebullición. Aparte de la madre, la hija cada día me desengañaba más y lo que acabó de colmar el vaso ocurrió cuando quise cambiar mi utilitario por otro coche más grande. A Pili le había entregado varios miles de pesetas, unas cuantas cada mes, con la intención de ahorrar para la entrada de un piso. Como el coche que me vendían estaba casi nuevo, no tenía ni seis mil kilómetros, era un 1.500 bifaro de última generación que vendía una viuda sin hijos que al no saber necesitaba más el dinero que el coche. Le entregué paga y señal para que me diera tiempo a vender el mío, cosa que logré en pocos días y en bastante buen precio; con lo que tenía ahorrado me sobraba para pagar el 1.500.
Mi sorpresa surgió cuando al pedirle el dinero a Pili ésta me hace entrega de menos de la mitad de las que le había entregado. Al preguntarle por el resto me dijo con una carita muy inocente que se lo había gastado cuando yo estaba de viaje y ella y su madre se iban a merendar a cualquier cafetería y al cine, y algunas cositas más que se había comprado para el ajuar, cositas que nunca vi. Nada le recriminé, quizá porque si era cierto lo de la madre no quería que me tomara por un tacaño. Tuve que pedir comisiones adelantadas en la empresa y conseguí hacerme con el coche que resultó una verdadera virguería. Nunca más volví a darle un duro a Pili ni hacerle un regalo. En el banco estaban más seguros. Me consolé pensando que, al fin y al cabo, pagaba la comida aunque me resultara más cara que en un restaurante de cinco estrellas.
Cuando por primera vez me presenté con el nuevo coche, que incluso tenía todavía los plásticos en las puertas como cuando salen de fábrica, se quedaron viendo visiones lo mismo que los amigos de la pandilla. Pepita, y Alfonso sobre todo, me felicitaron por la compra porque el coche les parecía una maravilla. Vi a Pepita verdaderamente contenta. Era un coche cómodo, amplio, que olía a nuevo, donde los cuatro íbamos más que desahogados. Para bautizarlo Pepita sugirió que el domingo le gustaría visitar a una familia amiga que vivía en una población a 80 kilómetros de la ciudad. No se hable más, dije, el domingo nos vamos a visitarlos. Y allí nos fuimos.
Como ya había decidido no ahorrar dinero para el piso ni pensaba casarme con una ninfómana insaciable, los invité a comer por el camino en uno de los restaurantes que conocía de mis viajes donde, por cierto, se comía de fábula. También yo me comí a Pepita con los ojos durante el trayecto. No sé como no nos estrellamos en alguna de las curvas de tanto mirarla por el retrovisor. Pepita se mostraba muy contenta y sus miradas me parecieron incendiarias, quizá por efecto del Rioja Reserva que nos bebimos durante el almuerzo. La verdad sea dicha es que le brillaban de felicidad los ojos, o eso me pareció. Estaba preciosa y yo bebía los vientos por ella y descargaba en la vagina de la hija todo el semen que acumulaban mis dídimos por causa de la madre.