DESPACITO, CARIÑO, MUY DESPACITO 1
INTROITO
Univitelinos:
La diferencia entre mellizos y gemelos radica en que los primeros son engendrados al mismo tiempo por dos espermatozoides en dos óvulos diferentes; los segundos, por el contrario, son dos espermatozoides que se introducen al mismo tiempo en un mismo óvulo, normalmente después de que el hombre se haya corrido en la vagina de la mujer y ésta esté en periodo de ser fecundada.
Indudablemente, si el hombre y la mujer han disfrutado de un polvo magnifico y la abundancia de semen es oceánica, el óvulo puede escoger dos o más espermatozoides que le gusten por igual y metérselos dentro del núcleo sin mayores problemas pues, al fin y al cabo, lo mismo hacen las féminas cuando algunos machos la ponen en el disparadero; se los cepillan a todos pero, eso sí, uno después de otro: el óvulo, más inteligente que la mujer, no pierde el tiempo y se los introduce dentro del núcleo sin mayores problemas. El hombre y la mujer, que se han corrido muy a gusto, no han intervenido para nada en las decisiones que toman los espermatozoides masculinos y los óvulos femeninos.
Los mellizos pueden parecerse entre sí tanto como pueden parecerse los gemelos, o pueden ser tan diferentes como el día y la noche. Aún en el caso de que se parezcan tanto como los univitelinos, éstos tienen características que no tienen los primeros y una de esas características es precisamente que en la mayoría de los casos, (un 99,86%, lo que representa casi la totalidad) pueden comunicarse telepáticamente sin problemas e incluso sentir dolor y placer cuando el otro lo siente, sangrar cuando el otro sangra, y romperse un hueso cuando el otro se lo rompe aunque estén a miles de kilómetros de distancia; incluso tienen las mismas enfermedades al mismo tiempo y un sin fin de otras características que no hacen al caso. Los historiales clínicos de los hospitales y clínicas particulares están llenos de expedientes y dosieres sobre univitelinos verdaderamente asombrosos.
Pero yo no he venido aquí para dar clases de medicina sicosomática, si no para escribir la vida y milagros de Mégan y Robert cuyo dossier se conoce en psiquiatría como el caso de los gemelos Sleither. Vayamos pues al principio que es por donde debe empezar toda historia.
Capítulo primero.
La señora Sleither.
Megan y David inmediatamente después de acabar los estudios a los veintiuno de él y a los diecinueve de ella se casaron. Ella, mucho más inteligente que él, encontró empleo como secretaria de administración de ventas en la empresa de automóviles Chrysler de Detroit y él, David, en una empresa metalúrgica de laminación. Formaron la clásica familia norteamericana de la clase media, más bien baja, pero sin agobios económicos.
Decidieron que, de momento, ya estaba la familia completa. Los hijos podía esperar mientras ellos disfrutaban del sexo sin agobios, llantos ni compromisos. Compraron una casa amueblada con hipoteca, un Wolswagen de segunda mano en muy buen estado y decidieron, como ya se ha dicho, que, de momento, nada de hijos. En realidad quien lo decidió fue Megan Sleither, la esposa; David, el marido, mientras pudiera follarse a su bella y más que macanuda mujer dos veces diarias dijo que Amén. Como ella utilizaba diafragma él no necesitaba ponerse condón y follar a pelo le mantuvo fiel a la esposa hasta determinado momento que surgirá en la narración en la ocasión precisa.
Megan, mantuvo su espléndida figura a base de gimnasio y sudar copiosamente haciendo footing durante una hora por la mañana y otra al regresar del trabajo. Su tiroides siempre funcionó perfectamente y no necesitaba hacer dieta. Su vientre se mantenía liso, sus muslos y piernas seguían siendo perfectos y sus tetas se mantenían erguidas y desafiando la ley de la gravedad de la misma forma que antes de casarse.
Sentíase feliz y satisfecha observando el deseo en las miradas que le dirigían los compañeros de trabajo atraídos por sus puntiagudas tetas y más satisfecha aún cuando los hombres se giraban en la calle para mirarle lujuriosamente su estrecha cintura, sus respingonas y bien modeladas nalgas bailando de un lado al otro al compás de sus pasos.
Pero la rutina de los dos polvos diarios pasó antes del primer año y poco a poco.a tres polvos semanales, martes jueves y sábados y poco después se convirtió con el tiempo en una costumbre repetitiva que, para David, el marido, no tardó en rebajarse a dos y, finalmente, al polvo de sábado sabadete, polvo polvete. Y así pasaron otros dos años.
A los veinticuatro años y aunque ella no lo supiera, se convirtió en una mujer sexualmente insatisfecha. Lejos estaba de imaginar que no tardaría mucho tiempo en ponerle los cuernos al marido. De habérselo insinuado alguien, lo hubiera rechazado de plano y se hubiera enfadado seriamente. Ella estaba enamorada de su marido desde el mismo momento en que la desvirgó en el asiento trasero de un Chevi descapotable cuando estudiaban el último curso de Facultad en la que ella iba dos años por delante del marido pese a ser más joven.
El daño que le produjo lo que le pareció el pene más grande del mundo, estuvo compensado con creces por el placer que le causó la penetración en su virginal vagina poco después, mientras la verga entraba y salía en su lubricada vaina y, aunque aquella primera vez ella no culminó en un clímax arrollador como había supuesto, el placer recibido fue suficiente a compensarla del dolor sufrido.
Con el tiempo y la práctica, David, ya convertido en su marido, aprendió a contenerse y a esperar la llegada de su orgasmo siempre más lento que el de su esposo. Estoy por asegurar que fue por entonces que Megan se depiló el sexo para que su marido se animara a comérselo antes de penetrarla para llevarla al orgasmo al mismo tiempo que él, pero aún así, David le fallaba más veces de lo que ella desearía. No protestaba, pero una vez dormido su esposo, acababa masturbándose pensando que de el mal, el menos.
Nunca sabremos si el despiste que sufrió Megan en la oficina cierto día al dirigirse al servicio para aliviarse la vejiga, fue consciente o producto de los mandatos del subconsciente. Lo cierto fue que, al equivocarse y abrir la puerta del servicio de caballeros, se llevó la sorpresa de su vida al ver a Charles Wilmer, el atractivo y joven tenedor de libros adjunto al departamento de Contabilidad de Ventas, sacudiéndose una verga del tamaño de un solomillo de ternera, mientras sacaba el culo delante de la taza del urinario para metérsela dentro del pantalón.
Él no se dio cuenta de su presencia y ella cerró inmediatamente la puerta sin hacer ruido. Sofocada y confusa se dirigió al de señoras pasando el cerrojo del departamento mientras se levantaba la minifalda para bajarse las finas braguitas de encaje y satén antes de sentarse en la taza del inodoro.
Mientras se aliviaba se preguntó cómo sería aquella verga tan descomunal una vez estuviera en erección. Imaginarlo le produjo cierta humedad en su hermosa góndola. En su mente germinó la idea de que ninguna mujer podría ser penetrada por aquella verga de garañón sin sufrir un desgarro vaginal, sin acordarse de que la vagina es tan elástica como un fuelle de fragua.
Por primera vez en su vida se entretuvo más de lo necesario en limpiarse el sexo con papel higiénico después de orinar, pasándose reiteradamente varios trozos de papel higiénico por el inflamado clítoris, tan inflamado como si hubiera recibido la caricia de la lengua de su marido.
Movió la cabeza como un perro al salir del agua para desechar la idea de masturbarse, sorprendiéndose de haber tenido tan descabellado pensamiento. Salió del servicio taconeando sobre la moqueta más erguida que de costumbre por haber sabido contenerse. Consideraba absurdos sus pensamientos y procuró desecharlos.
Sin embargo, al entrar en el departamento de Contabilidad para sentarse ante su escritorio, miró de reojo al joven y atractivo Charly y poco después, sentada detrás de él, se sorprendió de nuevo mirando su cuello de toro y sus anchas espaldas mientras la humedad de su entrepierna aumentaba. Era un chico de veintitrés años, un metro noventa, más alto y fornido que su marido y cuyos pectorales se marcaban duros y macizos bajo la camisa de verano.
La corta manga de la camisa dejaba ver unos bíceps como el de un culturista que seguramente era, en los que destacaban las venas fuertes y azules tan gruesas como su dedo meñique. Conocía muy bien el pene de su marido en erección y la vena bajo el duro miembro se marcaba bastante menos que las del brazo del joven Charly al menor movimiento del brazo, Imaginó como sería de gruesa la vena de su inflamado pene. Sacudió la cabeza de nuevo para apartar aquellos pensamientos, unos pensamientos que nunca antes había tenido. Lo consiguió enfrascándose en su trabajo.
Y atenta a su trabajo pasó la semana casi sin acordarse del enorme pene de Charly Wilmer; si esporádicamente lo hacía procuraba desecharlo interesándose más profundamente en lo que estaba realizando. Casi a finales de semana ni se acordaba ya de la fuerte impresión que aquel descomunal miembro le había producido. Pero el sábado, después del "garden party" habitual con sus vecinos en el jardín trasero de su casa, ella y su marido, al finalizar de recoger y lavar los platos, se prepararon para hacer el amor.
Fue poco después de ser penetrada, mientras David la bombeaba sin mucho convencimiento, cuando de nuevo se acordó del gigantesco pene de Charly, se mordió los labios suavemente imaginando aquella descomunal verga dentro de su vagina y por primera vez en muchos años ella se corrió antes que él.
El lunes por la mañana después de la hora de footing, se duchó y se maquilló con mayor esmero de lo acostumbrado sin tener conciencia clara de por qué lo hacía. El espejo le devolvió la imagen de un cuerpo con unas curvas tan exuberantes que verdaderamente se vio muy deseable y extraordinariamente guapa el mirarse vestida sólo con las braguitas y el sujetador. Se puso una blusita de seda transparente enfundándose en un traje chaqueta celeste que resaltaba su lisa y larga cabellera rubia.
Chispeaban alegres sus rasgados ojos azules haciendo juego con el traje chaqueta de minifalda a tablas que escasamente le llegaba a medio muslo; unos muslos tan excitantes como el resto de su bien formada anatomía.
Al volver a mirarse por última vez tuvo la tentación de cambiarse de nuevo, pero se le hacía tarde y decidió que por una vez podía pasar con la disculpa de tener una visita de compromiso. Sentada al volante de su escarabajo alemán de color rojo, con la minifalda enseñando casi las braguitas de encaje, condujo hasta el aparcamiento de los empleados de administración de la sede central de la Chrysler. Tuvo que disimular la sonrisa que afloraba a sus labios ante la mirada lasciva y la boca abierta de Troy Marlow, el vigilante del parking. Estaba segura de que Troy se follaría aquella noche a su mujer pensando en ella.
Continuará