LA TIMIDEZ
Yo he sufrido mucho por culpa de mi timidez; hasta tal punto era tímido que si mi mujer no llega a decir por mí: "Si, Quiere", aún estaría soltero. El cura que nos casaba me advirtió que debía decírselo yo y no me quedó más remedio que acercarme a él y decirle al oído:
-- Por favor, Don Cipriano, hágale caso o nos dan las uvas.
-- Pero, usted ¿quiere o no quiere? me susurró entre dientes.
-- Supongo que sí susurré yo también.
-- ¿Qué pasa? preguntó mi futura levantando la voz ¿Es que estás
confesándote ahora?
Don Cipriano tuvo un sobresalto, se le cayó el breviario, intentamos recogerlo al mismo tiempo y fue tal el golpe que nos dimos en el tarro que ya no recuerdo nada más hasta que le oí decir con voz de sufrimiento:
-- Si hay alguien entre los presentes que conozca algún
motivo por el cual este matrimonio no deba celebrarse que hable ahora, o si no
que calle para siempre.
Había más de una docena de invitados que hubieran podido echarme un cable. Nadie
habló. Seguro que pensaron: "¿Cómo, y vamos a perdernos el convite? Ni hablar,
que hable el alcalde que está acostumbrado a los discursos"
Supongo que, después de tan sincera declaración, no pondrán en duda mi timidez,
sobre todo con las mujeres. Y si esto me ocurría pasados los treinta, imagínense
a mis dieciséis o diecisiete años, fecha en la que descubrí hasta que punto son
capaces de mentir las mujeres. Ocurrió así:
Mi primer amor se llamaba Chiruca y teníamos casi la misma edad; diecisiete
años. Era una preciosidad, no podía apartar mis ojos de su rostro ovalado en
forma de huevo, ni de sus ojos negros como el chapapote, su voz era tan suave y
cálida como el humo del agua hirviendo.
Paseábamos cogidos de la mano a la luz de las farolas, o por
el paseo marítimo, o por el malecón observando el balanceo de las barcas de los
pescadores e incluso bajo un paraguas si llovía, fenómeno atmosférico que en mi
tierra ocurre siete días a la semana.
Yo le componía poesías magníficas que le recitaba con voz
transida de amor mirando la Luna cuando no había nubes. Ella me correspondía con
el mismo platónico amor pues había visto unos zapatos en la calle Real que eran
una "ricura". En fin, que estábamos enamorados. Enamorados con ese primer amor
platónico que todos ustedes conocen. Pues bien, llevábamos así quince o veinte
días cuando transitando por una calle particularmente oscura me dice con voz
angustiada:
-- ¡¡Uy, amor mío, que desgracia!!
-- ¿Que te pasa, cariño? pregunté más angustiado que ella, creyendo me
abandonaría para embarcarse hacia Filipinas.
-- Se me ha caído una media... entremos en ese portal susurró avergonzada.
Si la calle ya era oscura no les digo nada el portal...la boca de un lobo, vamos.
-- Toni, cariño ¿quieres subirme la media? preguntó
temerosa de la oscuridad.
-- Claro, mi amor murmuré agachándome solícito.
Abarqué con la manos el tobillo; para mi sorpresa toqué la caña de una bota. Claro, sólo miraba su cara. La oí murmurar cálidamente:
-- Más arriba, Toni.
Recorrí la caña hasta tocar la carne desnuda y encontré el elástico de una media calcetín que estiré con fuerza. De nuevo susurró:
-- La vas a romper y es más arriba.
Aunque la calidez del muslo me impresionó no me extrañó que, al ser una media, estuviera partida... continué la ascensión. No encontré rastro de media alguna pero si un felpudo. Se me alteró la sístole. Y también la diástole. La tensión arterial me subió hasta las orejas.
De momento, entretenido con el felpudo, no me di cuenta del
par de gordas mentiras que me había contado hasta que me dejó por otro que ya
había hecho la mili. Para entonces ya habían pasado otros veinte días. Este
suceso me hizo aún más tímido y desconfiado y tardé muchos años en acercarme a
una mujer.
Me transformé en un solitario y un buen día me dice un amigo de quien no puedo
sospechar me tenga inquina:
-- Tú lo que necesitas es una mujer.
-- Me han recomendado baños de mar respondí nostálgico.
No me hizo caso y continuó:
-- Te lo digo yo, lo que necesitas es una mujer, créeme, lo
que te sucede no es más que hastío. Tu vida es tan aburrida como la de un
anacoreta; trabajas demasiado y encima te preocupas de naderías...Estás enfermo
de soledad. Las féminas, amigo mío, son un regalo del cielo.
Suspiré con resignación, un enfermo es persona resignada. Con voz plañidera pregunté:
-- Entonces... ¿crees que tendré que casarme?
-- ¡¡Mal pocado!! exclamó, como si dijera ¡pobrecito! -- Estás peor de lo que
creía... hoy ya nadie se casa, hombre.
-- ¡¡Sopla!! exclamé asombrado -- ¿Qué me aconsejas, pues?
-- Una compañera... ¿entiendes?. Debes procurarte una buena amiguita... Puedes
llevarla contigo a la playa y de esa forma practicas dos curas a la vez.
Ten por seguro de que eso solventará tu hastío y te curaras definitivamente.
-- Pero, querido amigo, ¿Dónde la encuentro? ¿Cómo la
convenzo? Tendré que indagar, hacer gestiones y después... seguirla, suspirar,
escribirle cartas... Demasiado esfuerzo para mi... ¿Qué te parece un anuncio por
televisión?
-- No seas pazguato... ¿Es que no conoces a nadie?
Medité media hora.
--Conozco a Eufemia, la hija de la portera. Es muy servicial y se pasa el día
cantando.
-- ¿Es una como un tonel?
-- No tanto, pero sí...es robusta.
-- ¿Alta como un ciprés?
-- Más bajita, pero es fuerte, sí.
-- Esta visto que no harás nada de provecho. Esas mujeres mastodonte ya no se
llevan. Debe ser una muchachita riente, alegre como unas campanillas, inquieta,
que te saque de tu tristeza. Pero, ahora que lo pienso, yo conozco a una
personita... Nada, nada, mañana espérame en la cafetería Rialto. Te presentaré a
Sarita... Te gustará.
La famosa Sara era una figurita pequeña como un bastón y tan delgada como un
silbido. Cuando entramos en la cafetería tuvo que esperar a que cesase la
corriente de aire provocada por un ventilador giratorio. En un aparte me comentó
mi amigo:
-- Ya le he hablado de tu asunto y está completamente
decidida. Debes darle mil euros al mes...es una ganga.
-- Es una ganga repetí, más convencido de que era un saldo.
-- Fíjate, cuarenta kilos de belleza y una campanilla por corazón. Es una mujer
de las de hoy... "peso mosca"
-- ¡¡Jesús, María y José!! exclamé admirado.
Y pedimos una botella de cava.
El primer día compre billetes por la mañana para el tren decidido a darme largos
baños de mar. La verdad es que no estaba muy seguro de cómo debía actuar, me
faltaba práctica... mis años de soledad... en fin. Mientras esperábamos en la
estación tuve tiempo de leer cuatro veces El Periódico de cabo a rabo. De pronto
comentó:
-- Por supuesto, ya no me llamarás Sara.
-- Naturalmente respondí, convencido de tan imprescindible necesidad.
-- Entonces ¿qué nombre me pondrás?
-- ¿Sarita? pregunté, admirado de mi gran inventiva.
-- No, vamos a pensar....
Y estuvimos pensando hasta la hora de cenar. Al cabo, la excelente muchacha
resolvió.
-- Me llamarás... Minita comentó muy ufana Y yo a ti, Minito.
-- ¡¡Santo Dios!! exclamé asombrado - ¡¡Cómo no se me habrá ocurrido antes!!
A renglón seguido me explicó que tenía un tremenda facilidad para poner motes
exóticos. A cierto muchacho que llevaba en un zapato una suela de veinte
centímetros para disimular su cojera, le apodaba "El Pillín de Siete Suelas" y
me juró por su madre que "todo el mundo" se había muerto de risa. Luego descubrí
que la manía de aquella joven era matar de risa a todo bicho viviente.
De pronto vino a sentarse en mis rodilla y se empeñó que le hiciera un mimito.
¡¡Psch!! pensé aburrido hagámosle un mimito.
Y le hice un mimito.
De mi casa de la playa, situada en la montaña, lo que más le agradaba eran los
melocotones del huerto vecino. En el nuestro sólo probaba bellotitas de
eucalipto, hojas de laurel y capullitos de rosa. Quería entrar en todas las
fincas ajenas, quería teñir de color turquesa a un carnero y quería enjaular a
todos los pájaros que trinaban en la urbanización. Tenía una muletilla que
empezaba...
-- Me tienes que comprar....
Una noche sentí sobre mi brazo el leve peso de la cabeza femenina y pensé:
-- Es natural. Según las novelas los amantes acostumbran a
dormirse así.
Miré al techo para distraerme. Sara comenzó a decir:
-- Tienes que comprarme un...
Se hizo un silencio corto...
--- ... un ...
Se había dormido. En tal momento no la hubiera despertado yo ni por quinientos
euros. Pero no pasó mucho tiempo sin que, incomprensiblemente, la cabeza de Sara
aumentara en peso. Recuerdo que al principio había pensado: Con melena y todo no
llegará al kilo, lo que encontraba muy natural pues, como se sabe, la cabeza de
la mujer pesa menos que la del hombre. Pero al cabo de diez minutos cambié de
opinión.
-- Estará cerca de los cuatro kilos me dije.
Y diez minutos más tarde ya calculaba que no bajaría de una arroba. Me giré de
lado, pero el brazo aprisionado me dejó en la posición del zurdo que intenta
tirar una piedra. Cavilé profundamente llegando a la conclusión de que el cuerpo
humano ganaría en comodidad si sus extremidades pudieran desatornillarse. Me
distraje de mis cavilaciones al notar que la cabeza de Sara pesaba ya un par de
toneladas pero, de pronto, ¡Oh milagro! dejé de sentir aquel peso muerto. Ya no
tenía el brazo.
-- Se acabó me dije gozoso ya soy manco.
Otro día acabaré de explicarles como acabó mi convivencia con Sara que terminó
por convencerme de que es mejor olvidarse de que existen las mujeres. Hoy no
tengo tiempo, me está esperando una joven a la que he prometido enseñarla a
montar a caballo. Le gusta mucho el tacatá del trote largo.