LA CARIÁTIDE 2
En cierta ocasión actuaban en la ciudad por primera vez un cuarteto suramericano de fama mundial y a mí siempre me ha encantado la música de esos países. El local donde se presentaban, ya desaparecido, era por entonces uno de los más famosos y caros de la ciudad. Le pregunté a mi futura suegra si le gustaría ver la actuación. Dijo que no, pero el marido y la hija la convencieron para que aceptara aquella invitación, porque tendría pocas ocasiones para ver una actuación de un grupo tan famoso. Al final accedió. Alfonso tenía que coger el autobús para llegar a la fábrica y me ofrecí a llevarlo puesto que me cogía de camino. Lo dejamos en la fábrica a las diez de la noche. La actuación empezaba a las once pero a las diez y media ya estábamos en el local.
Conocía al "maitre" y le pedí una mesa en el palco corrido encima de la pista. Nos sirvió una botella de champaña frío y mientras esperábamos que comenzaran la actuación, bailé al son de la orquesta un par de boleros con mi novia. Le metía los muslos entre los suyos a cada paso y me puse caliente en pocos segundos pensando en follármela aquella noche. Cuando regresamos a la mesa me vi en la obligación de invitar a bailar a la madre que se negó en redondo pese a que insistí varias veces. Tuvo que ser la hija quien la convenciera para que pudiera tenerla entre los brazos por primera vez.
Tenía un cuerpo espléndido; al fin y al cabo sólo tenía treinta seis años. Me costó trabajo que me dejará pegar mi cuerpo al suyo. Ponía la mano en mi pecho y me apartaba cada vez que deseaba meterle un muslo entre los suyos, pero finalmente conseguí aproximarla y noté sus firmes senos pegados a mi pecho, tenía unos muslos más rotundos que los de la hija, unas ancas poderosas de potranca joven y una cintura casi tan breve como la de mi novia. Me parecía increíble que aquella bellísima mujer fuera la madre de dos hijos. En uno de los giros metí uno de mis muslos entre los suyos y notó mi erección contra su vientre. Me miró seria pero no se apartó y le apreté más por la cintura bajando la mano hasta sus nalgas duras y macizas como el mármol. "Sube la mano, por favor" ´- comentó sería, y yo la obedecí. Aquella noche me di cuenta de que era bastante más guapa que la hija. En realidad Pepita era una mujer guapísima con un tipo francamente incitante.
Pero notaba mi erección contra su vientre y no se apartaba. No hablamos. No sabía que decirle y no me atrevía a decirle lo que pensaba. Acabó el bailable, nos sentamos, bebimos una copa y seguí bailando con mi novia. En toda la noche no quiso volver a bailar por más que se lo pedí. No me pareció enfadada, pero se negó en redondo a seguir bailando, ni siquiera cuando su hija insistió. Supuse que le había molestado mi desvergüenza al pegar mi erección contra su vientre. Al regresar a casa con ella sentada en el asiento trasero la miré a través del retrovisor, apartó su mirada rápidamente como si la hubiera cogido en falta. Durante el trayecto el hecho ocurrió varias veces y siempre apartaba su mirada con la misma rapidez, lo cual me demostraba que por alguna razón que no alcanzaba a comprender me miraba cuando yo no la miraba a ella.¿Por qué?. Misterio.
Nos acostamos tarde. Aquella noche fue la primera vez que Pepita le preparó un vaso de leche tibia a la hija y se lo hizo beber pese a la oposición de Pili. Tampoco aquello me extrañó, al fin y al cabo era su madre y encontraba lógico que se preocupara por la salud de la hija. Lo curioso del caso fue que mi novia se durmió casi de inmediato. Ni siquiera se despertó cuando la penetré al estilo perro mientras la madre estaba en el baño. Me hice el dormido cuando salió y se acostó como siempre con la cabeza a los pies de la cama y sus piernas extendidas a mi lado que yo notaba muchas veces pegadas a mi cuerpo.
Con el decurso del tiempo ya no dormíamos vestidos sobre las ropas. Yo lo hacía con slip y camiseta imperio, Pili con un camisoncito y con bragas que se quitaba en cuanto imaginaba que su madre dormía. Pepita se acostaba con un camisón largo casi hasta los tobillos. Fue también aquella noche que, después de eyacular en la niña dormida, disimulé mi verga en el slip para levantarme, irme al servicio y tirar de la cadena para que el agua se llevara el condón rápidamente.
Al regresar, Pepita dormía sobre el lado izquierdo, igual que la hija. Me metí entre las ropas procurando no despertarlas. Pili, desde luego no despertó, pero Pepita abrió los ojos un momento y me miró como si estuviera medio dormida. Me giré sobre el lado derecho y en esa posición quedaba de espaldas a mi novia y de frente al cuerpo de la madre. No volvió a abrir los ojos y poco a poco me fui quedando dormido yo también.
No sé el tiempo que dormí, pero recuerdo que me desperté al notar que Pepita encogía una de sus piernas pasándola en sueños encima de la mía. Es una posición que yo mismo suelo adoptar muchas veces, una pierna estirada mientras la otra está encogida. De esa forma yo tenía uno de sus muslos sobre mi pierna estirada, a la vez que su pierna estirada soportaba la mía. Que yo recordara nunca había ocurrido, si bien es cierto que después de eyacular yo me dormía como un tronco. Lo que me despertó del todo fue notar su rotundo muslo completamente desnudo sobre mi carne porque el camisón se le había subido durante el sueño, aunque no sabía hasta donde.
Disimuladamente, y como al desgaire, mi mano se posó sobre su muslo, sedoso, tibio, rotundo, magnífico sin que diera muestras de despertarse. Con los ojos entrecerrados y gracias al resplandor de las farolas que entraba por la ventana la miré y parecía dormir profundamente. Mi mano subió un poco más sin lograr encontrar el camisón. La dejé resbalar de forma que conseguí poner los dedos entre los dos muslos y seguí subiendo intentado averiguar hasta donde se le había subido la tela. Mi verga se disparó como un muelle con una erección descomunal que saqué del slip de forma que rozaba su muslo desnudo palpitando de deseo. Seguí mirándola. Ni un movimiento en las pestañas, nada, en verdad daba la impresión de dormir apaciblemente; mi corazón palpitaba más rápido que mi verga y una especie de miedo inexplicable me atenazaba obligándome a proceder con suma cautela.
No sabía cuál sería su reacción si se despertaba y se encontraba con mi mano sobre su sexo del que no podía estar muy lejos. Temía las consecuencias y pensé en detenerme y abandonar aquella exploración. Poseía a la hija, tenía tanto sexo como podía desear mi temperamento ardiente, podía volver a follármela incluso, ¿por qué entonces exponerme a tener un disgusto, por qué tenía el deseo irrefrenable de aquella mujer que nunca me había dado motivos para suponer que deseara algo de mí? No lo sabía pero, sin embargo, el temor no fue suficiente a detener la fuerza de mi deseo.
Con la lentitud de un caracol mi mano siguió subiendo hacia su entrepierna. Deseaba con el ansia de un sediento sentir su sexo bajo mi mano. Alcancé la unión de los muslos y noté sobre el dorso de mi mano la tela del camisón arrugado casi sobre las caderas. Volví a mirarla entre las pestañas antes de seguir adelante. Respiraba sincopadamente tal como lo haría una persona dormida y alcancé por fin el principio de su herida y la suavidad de raso de los gordezuelos labios de su sexo. Mi mano se detuvo sorprendida al no encontrar pelo, ni un solo rizo. Nada, tan imberbe como una niña de seis años y supuse que se lo había depilado aunque no dejaba de extrañarme.
Con la yema de los dedos acaricié el principio de su vulva que, quizá por la posición de sus muslos, me pareció tan cerrada como la de una adolescente. Me retiré rápido al oír como inspiraba profundamente y, poco después, se giraba en la cama descansando en posición supina. Por entre las pestañas volví a mirarla. Tenía los labios ligeramente entreabiertos, pero no la oía respirar. Seguí mirándola en espera de un movimiento de sus pestañas o de un signo cualquiera que me demostrara que simulaba el sueño, pero no observé nada de eso, al contrario, mi impresión era que dormía plácidamente.
Lentamente mi mano volvió sobre su muslo. Ahora podía advertir las piernas más separadas. También los muslos estaban más separados que antes. Con una lentitud desesperante, mi mano fue subiendo. Fue una ascensión larguísima hasta su sexo, una ascensión enervante dada mi ansiedad por volver a sentir otra vez bajo mi mano su precioso sexo tan parecido al de una niña.