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La cariátide (1)

en Grandes Relatos

LA CARIÁTIDE. 1

Pepita y Pili, son, respectivamente, madre e hija. Los nombres son auténticos, como todo el relato. No esperen que les diga la ciudad en que ocurrieron los hechos ni los apellidos de ninguna de las personas que intervienen en el suceso. Yo me llamo Néstor y con eso les basta. Alfonso se llama el padre de Pili y Luis su hermanito de ocho años que por entonces se encontraba interno en un colegio. Esa fue toda la familia que yo conocí hace ya más de treinta años, cuando la moral pública era mucho más severa que la actual, menos permisiva y quizá más hipócrita; cuando la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años y cuando, en fin, era todo un excitante y escandaloso espectáculo ver a una mujer con una Mary Quant enseñando los muslos un palmo por encima de las rodillas.

Me gustó Pili en cuanto la vi sentada con su familia en la terraza del bar una noche tomando café después de cenar. Sus ojos, aunque un poco saltones, eran, sin embargo, muy bonitos; los labios, perfectamente dibujados y sin carmín, deliciosos en una boca pequeña y con una hilera de dientes perfectos, blancos como la nieve. Contaba entonces dieciocho años. Pero, además, tenía unas piernas esculturales de rodillas rellenitas que me hechizaron. Durante el verano y las vacaciones, fecha en que la conocí, nunca la vi con pantalones, lucía sus esculturales piernas que prometían unos muslos de morder.

Ella me miraba y yo la miraba a ella. Me di cuenta de que le gustaba como a mí me gustaba ella. No tardé mucho en entablar conversación sentándome a su lado siempre que podía. Quedamos en salir juntos y así lo hicimos durante dos o tres días, hasta que, finalmente, me dijo que no podría seguir saliendo conmigo si no hablaba con sus padres, si es que yo deseaba ser su novio formal. Me pareció muy puesto en razón y no tuve inconveniente alguno en presentarme con ella en su casa para conocer a sus padres y formalizar nuestras relaciones.

Alfonso, el padre, fue muy amable y no tuvo inconveniente en el noviazgo, era un problema exclusivo de su hija, si yo le gustaba... por él santo y bueno. Pero la madre, Pepita, en cuya belleza no reparé hasta pasado un tiempo, me dijo que la nena no sabía freír ni un huevo, ni pegar una puntada, ni llevar una casa y no porque ella no hubiera intentado enseñarla, sino porque no quería aprender. Me explicó que, en cierta ocasión, mientras ella salía a la compra, le había encargado poner al fuego en la olla una gallina que le habían traído del pueblo. La nena la puso, pero con plumas, pico, patas y tripas. Yo la oí en silencio y cuando acabó de "venderme" la mercancía, le dije que si la nena sabía o no sabía llevar una casa era asunto mío, que lo que yo iba a solicitar era el permiso de los padres para formalizar nuestras relaciones. No puso ninguna objeción más, pero sé que consintió a regañadientes.

Pili y yo salimos un domingo a tomar un vermú. No recuerdo exactamente cómo se inició la conversación, pero si recuerdo que encima de la mesa había dos botellines de Cinzano que nos estábamos bebiendo. Hablábamos, creo recordar, de tener hijos. Ella por lo visto era virgen y me preguntó si "lo mío" era tan gordo como el botellín. Le dije que algo más gordo y grande. Me hizo gracia la forma tímida en que lo preguntó y me reí complacido de su inocencia. Siempre he sido bastante ingenuo.

Días más tarde le propuse hacer el amor. Ella tenía miedo a quedarse embarazada. Le aseguré que tampoco yo quería tener hijos antes de casarnos. Hacer el amor en el coche no me agradaba y no deseaba tampoco llevarla a las afueras de la ciudad y tirármela sobre la hierba como a una vulgar ramera. Estaba enamorado y deseaba casarme como mandaba la Santa Madre Iglesia aunque eso no me privaba del deseo de disfrutarla y ella tampoco se mostraba remisa a que hiciéramos el amor. Deseábamos gozarnos, pero yo no quería hacerlo de cualquier modo. Si era la primera vez deseaba que guardara un grato recuerdo de su desfloramiento. Me parecía que ese recuerdo le duraría toda la vida y si tenía que ser mi esposa deseaba que ese momento lo recordara como uno de los más agradables e importantes de su vida. A veces, la ingenuidad y la estupidez, van tan unidas que parecen hermanas

Pocos días después por mediación de un amigo supe de una casa que alquilaba habitaciones de tapadillo. No podía llevarla a un motel pues por entonces, como ya he dicho, la mayoría de edad no se alcanzaba hasta los veintiún años y ella tenía dieciocho. Lo de la habitación de tapadillo me venía muy bien. Se lo propuse una tarde al salir de paseo. Aceptó. Recuerdo que subió las escaleras delante de mí y sentí deseos de tocarle el sexo bajo la falda, pero no lo hice. Mi cerebro, aunque de momento no tomó nota debido a la excitación, si quedó grabado en mi subconsciente la facilidad y el desparpajo con que aquella virgencita subía hacia el piso por unas escaleras cochambrosas, mal iluminadas y malolientes.

Nos pasaron a la habitación, bastante más cara que la de un motel, y no tardamos mucho en estar desnudos sobre la cama. Tenía un cuerpo espléndido, sedoso, de curvas bien definidas y una cintura de avispa; unos muslos magníficos; un delta de Venus diminuto y unos pechos preciosos ni grandes ni pequeños. Encima de ella, acogiéndome entre sus muslos, intenté desflorarla, pero se movía de tal manera que no podía penetrarla. Supuse que tenía miedo e intenté calmarla. Ahora me pregunto como fue posible que no le acariciara el sexo ni una sola vez. Le besé los pezones que se pusieron duros de inmediato al sorberlos acariciándolos con la lengua. Pero no hubo manera, seguía moviéndose como el rabo de una lagartija recién cortado cada vez que intentaba penetrarla. Al cabo de media hora, disimulando mi mal humor, decidí dar por finalizado el experimento.

Ya en la calle me pidió que no me enfadara. Respondí que no lo estaba y que comprendía que siendo la primera vez tuviera miedo al dolor, quizá yo más era más grande de lo que ella había imaginado. Y así, con una erección de caballo, llegamos ya oscurecido a su casa. Los padres me invitaron a cenar, cosa que hice con tanto apetito como si me hubiera cepillado a Pili cinco veces seguidas. Jugamos al parchís después de cenar. Recuerdo que Alfonso, el padre, al cabo de una hora o algo menos, se despidió porque tenía que trabajar en el turno de noche en una fábrica de hilaturas de la que era el encargado. Seguimos jugando los tres y cuando quise darme cuenta eran ya los dos de la madrugada.

Aunque yo vivía por entonces en una pensión comprendí que era hora de retirarme. Me sorprendió que Pili le pidiera a la madre que aquella noche debía quedarme a dormir porque ya era muy tarde. La madre estuvo de acuerdo, no puso objeción alguna. Supuse que tendrían una habitación libre, pero no era ese el caso. Se trataba de una habitación de matrimonio cuyos muebles me parecieron recién comprados. Aunque parezca increíble, los tres nos acostamos vestidos sobre las ropas y yo entre las dos, aunque la madre se acostó capiculada, con sus magníficas piernas, enfundadas en medias de seda negras con costura que restallaban bajo la carne prieta, a la altura de mis hombros.

Sus pies casi me rozaban la cara. Francamente, aún hoy no soy capaz de comprender como pudieron desarrollarse así los acontecimientos sin que me extrañara en absoluto. Estuvimos hablando durante mucho rato. Una de mis manos, al girarme, se posó en una pierna de mi futura suegra y la dejé en donde estaba si que ella hiciera movimiento alguno para apartarse. Tenía unas piernas perfectas, todo hay que decirlo. En este plan pasaron varios días y, finalmente, como siempre que estaba en la ciudad me invitaban a comer acabé dejando la pensión, alquilando una habitación particular porque me resultaba mucho más económico; estaba decidido a casarme en cuanto tuviéramos dinero suficiente para un piso, aunque ella aseguraba que en su casa, de momento, podíamos instalarnos sin problema alguno. Por mi parte prefería darle la mitad de lo que ganaba para que fuera ahorrando y tener nuestra propia casa cuando se presentara el momento.

Uno de esos días llevé a Pili en el coche hasta una población cercana que estaba en fiestas. Por el camino de regreso, a la diez de la noche era obligatorio llevar a mi prometida a su casa, me paré en una arboleda y le pedí hacer el amor. Aceptó. Abrí la puerta trasera y se acostó en el asiento. No recuerdo haberle quitado las bragas. Quizá se las quitó ella o no las llevaba, pero cuando la monté y la penetré, entró con una facilidad pasmosa. Más de media hora la estuve bombeando sin que diera muestras de disfrutar de un solo orgasmo, pero cuando eyaculé sobre su vientre todo el semen del mío exclamó pesarosa:

-- ¡¡Ahora ya no me querrás!!.

-- Más que antes, te quiero, nena – respondí, pero en mi cerebro se encendió una luz roja.

Alrededor de la raíz de mi miembro tenía una rosquilla blanca y espesa que parecía de feria y no era de mi orgasmo sino de los suyos, pese a no haber exhalado ni un gemido, ni demostrar un signo de placer. Nada. La misma indiferencia que la cariátide de un monumento. Tuvimos que limpiarnos con mi pañuelo que fue a parar a la basura.

Si no hubiera hablado, si hubiera mantenido la boca cerrada y si no hubiera hecho todo el paripé de la primera vez cuando estuvo desnuda conmigo en la cama, seguramente yo, que soy incapaz de pensar mal de nadie hasta que intentan engañarme, no hubiera pensado lo que pensé: Que había tragado más miembro que hilo tiene un carrete. Me costó bastante trabajo hacerle confesar que la habían desflorado a los doce años y, según ella, un hombre mayor amigo de su padre. Pero yo la quería y el que fuera virgen o no, tenía para mí poca o ninguna importancia, lo que me molestaba era la mentira de la primera vez, la comedia que desarrolló, una comedia destinada a hacerme creer lo que no era.

Supongo que por mantener un mínimo de independencia continué pagando mi habitación particular porque casi todas las noches que estaba en la ciudad comía y dormía en su casa con las piernas de Pepita a un lado y la hija al otro. Imagino que esa era la manera que la madre tenia de vigilarnos. Fue por entonces que, disfrutando de la hija disimuladamente con el condón puesto, mientras la madre dormía, me di cuenta de lo muy hermosa que era mi futura suegra, dieciocho años mayor que su hija y diez más que yo. En verdad os aseguro que era una preciosidad de mujer y con un cuerpo capaz de resucitar a un difunto. Creo que fue entonces cuando comencé a fijarme en ella, y quizá a enamorarme aunque no lo supe hasta mucho más tarde. Ella se dio cuenta enseguida quizá debido a lo que ocurrió unos días después:

Me encontraba apoyado en la contraventana del comedor mirando el tráfico de la calle cuando oí cerrarse la puerta del piso y supuse que la madre habría salido a comprar. Mi novia me preguntó:

-- Nes, ¿verdad que soy más guapa que mi madre?

Y yo, con el pensamiento en otra parte, exclamé:

-- ¡¡ Qué más quisieras tú!!

Comprendí al momento que había medido la pata y me giré para rectificar y disculparme, pero me quedé alucinando y cortado como una mona. La madre, de pie en el vano de la puerta, me miraba con sus grandes y rasgados ojos brillando como luciérnagas y con una sonrisa tan enigmática como la de Mona Lisa. Salí del apuro como pude asegurándole a mi novia que también era muy guapa. No pude sostener la mirada de Pepita y aparte los ojos. Ella se dio la vuelta para regresar a la cocina.

Todas la tardes, al salir de paseo, me follaba a Pili dos o tres veces. Ella siempre estaba dispuesta para mi, pero jamás le oí un suspiro ni una palabra de placer mientras hacíamos el amor. Decidí llevarla de nuevo a la habitación de tapadillo y ella accedió sin oponer la menor objeción. Desnudos en la cama la bombeé durante tanto tiempo sin notar un gemido ni un estremecimiento por su parte que, al sacársela, por curiosidad le miré el sexo. Aquella vez la rosquilla de sus orgasmos a la entrada de su vagina era casi del tamaño de un Donuts con el agujero en medio marcado por mi verga. Le pregunté cuantas veces había gozado; sonrió sin contestarme. Por mi parte, la había disfrutado dos veces, pero estaba tan bien hecha que con sólo mirarla me encabritaba como un semental ante una yegua en celo.

La puse encima y se la clavé hasta la raíz. De pronto comenzó a subir las nalgas y a sacársela y metérsela entera una y otra vez. Aunque no me lo dijo comprendí que aquella forma de hacer el amor era lo que le gustaba y la dejé hacer, pero al cabo de otra media hora, tenía el glande como si me lo hubieran despellejado y ella seguía metiéndola y sacándola entera sin darme punto de reposo. Tenía los rizos de mi pubis encharcados de sus orgasmos y decidí dejarme ir porque ya no podía aguantar más y, por primera vez, se lo dejé todo dentro eyaculando a borbotones contra la cérvix de su útero. Ni una señal de placer, ni un gemido, nada de nada y ni una protesta por haberla inundado de semen. Inmediatamente se levantó, se metió en el baño y oí como corría el agua del bidet.

Esos detalles pequeños, insignificantes, que parecen no tener importancia, que ocurren a cada momento durante el día o la noche, quedan sin embargo grabados en el subconsciente y aparecen cuando menos te lo esperas clarificándote situaciones y palabras en las que no habías reparado aunque, a veces, son tan evidentes que por fuerza tienes que darte cuenta al momento. Igual me ocurrió en aquella ocasión al sentir el agua del bidet. La jovencita sabía lo que no está en los manuales de la perfecta ramera.

Empecé a preguntarme cómo era posible que una muchacha tan guapa, con tan buen tipo no tuviera novio ni lo hubiera tenido nunca. Eso era por lo menos lo que tanto ella como su madre me aseguraban, que yo era su primer novio. Algo no me cuadraba en todo aquel jeroglífico, pero tenía la plena seguridad de que a mi novia, aunque no demostrara placer alguno cuando hacíamos el amor, le gustaba tanto o más que a mí.

Me gustaba disfrutarla en todas partes y ella nunca decía que no. Incluso le pedí que no se pusiera bragas para no perder tiempo y poder penetrarla rápido aunque no la disfrutara e hizo lo que le pedí sin oposición. Se la clavaba en el ascensor, aunque solo fueran un minuto; mientras se duchaba su madre; en las escaleras si subíamos a pie hasta el piso y hasta una vez, en una iglesia solitaria de los alrededores en donde estuvo a punto de descubrirnos el párroco ocultos tras un confesionario y tuve que permanecer inmóvil derramándome a borbotones dentro de su vagina mientras el cura desaparecía en la sacristía. Al salir, detrás de una tapia, se puso a orinar. No supe por qué lo hacía ni me lo quiso explicar, aunque supuse que imaginaba que al orinar se quitaba de encima los espermatozoides.

Pero con el tiempo, me encontré follándola mientras pensaba en Pepita, su madre. Aquello me descubrió que la presencia constante de la madre me había afectado más de lo que yo imaginaba. También a ella le afectó pese a que por entonces a mí me pareciera imposible porque estaba Alfonso, el marido, un buen hombre, pequeño, regordete, diez años mayor que su esposa, de pelo canoso, frondoso bigote entrecano, fumador de pipa, cachazudo y simpático al que respetaba y apreciaba, no me daba ocasión de pensar que la esposa no estuviera enamorada de él de quien había tenido dos hijos. No obstante, la verdad es que a mí en cuestión de mujeres, los maridos me tienen sin cuidado.

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