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Marisa (11)

en Confesiones

Saqué del bolsillo interior de la chaqueta el prospecto de la Agencia, se puso las gafas y lo leyó atentamente mientras los demás guardábamos silencio. Por el rabillo del ojo supe que Sharon me miraba de cuando en cuando, pero no quería mirarla, una sola vez que lo hice fugazmente se me formó un nudo en la garganta y no deseaba tragar saliva delante de ella. Era más lista y astuta que el hambre.

-- Bueno, aquí dice que el curso sencillo comienza el quince de Julio hasta el quince de Agosto y el más completo, hasta el quince de Septiembre ¿cuál harás? - me preguntó mientras guardaba de nuevo las gafas.

-- He pensado en hacer el que dura dos meses, creo que aprovecharé más los estudios y el tiempo - comenté, bebiendo un sorbo de vino mirando el fondo del vaso.

-- De acuerdo, hijo. De todas formas falta un mes. Cuando te vayas, nosotros estaremos en Mondariz como todos los años. Supongo que vendrás a decirnos adiós, porque tu emprendes los viajes sin avisar y sin despedirte - comentó irónico.

No había olvidado mi paso por Vigo sin saludarlo ni despedirme y su comentario me lo recordaba.

-- Si, es cierto, abuelo, a veces me olvido de lo más esencial, espero que me disculpes -- comenté pesaroso.

-- Bueno, bueno... Estoy contento, tus notas son excelentes. Te felicito.

-- Gracias, abuelo.

-- Y no te olvides de Sharon, Tomás - indicó la abuela.

--¡Ah, sí! Tu hermana ha sacado los dos cursos. Toda una hazaña - comentó orgulloso.

-- Menos el inglés, abuelo -- respondió ella con rapidez.

-- Porque no quisiste presentarte - indicó la abuela - Seguramente lo hubieras aprobado.

-- Pues te felicito, hermana, de todo corazón - y la miré intentando sonreír, sus fulgurantes ojos despedían furiosos rayos verdes

-- Gracias, muy amable, y ¿cuándo te casas, por fin? - preguntó con su mirada de fuego verde clavada en mis ojos como un puñal.

-- Hay tiempo todavía, quizá cuando tú lo hagas. Así celebraremos dos bodas al mismo tiempo. Nos saldrá más barato, creo - respondí con una sonrisa de circunstancias.

-- Pues va para largo - respondió la abuela, mientras pelaba una manzana.

-- ¿Y eso? - pregunté con indiferencia, mientras el corazón me saltaba desbocado - ¿No estaba tan enamorada de Andrés?

-- Ya le ha dado... - comenzó a responder la abuela.

Saltó como un rayo:

-- ¡Abuela! Aún no he dicho mi última palabra, y además, a Tomy no le interesa un asunto de tan poca monta.

--¡Niña! ¿Cómo no le va a interesar? Es tu hermano mayor. Igual que te interesas tú por su boda - intervino el abuelo, indicándole a Cousillas por señas que le sirviera más café.

¡Vaya! Aquella conversación me estaba interesando mucho, pero el abuelo la acabó de repente al preguntarme si quería ir con él al casino a jugar al billar. No podía negarme. Hubiera preferido seguir la conversación, pero le acompañé hasta el garaje y subí al Mercedes.

Los primeros quince días en casa fueron horribles para mí. Mi única solución era largarme en cuanto desayunaba y lo hacía muy temprano para no verla. Cuando podía me marchaba con el abuelo, o yo le pedía que nos fuéramos a pescar con más frecuencia de lo habitual. Pero también a ella, de pronto, se le despertó la afición por la pesca. Nos acompañó dos días y lo pasé peor que en casa. No volví a salir de pesca. Trastornado y afligido bebía más de la cuenta, llegando a casa a altas horas de la madrugada, intentado mitigar mí angustia con el alcohol. ¡Vano empeño!

Una noche, un poco más bebido de lo habitual, con los zapatos en la mano, caminando silenciosamente por el pasillo, me detuve al ver que la puerta de su habitación estaba entornada. Tuve intenciones de entrar pero no me atreví. Apoyado con una mano en la pared no muy seguro de mí estabilidad, me pareció ver una sombra escondiéndose tras la puerta, aunque no podría jurarlo. Seguí adelante, pensando que la había dejado abierta sin darse cuenta.

Fue el primer día que los abuelos se fueron al balneario de Mondariz para tomar las aguas y nos quedamos solos en casa, pues hasta Cousillas y Elvira habían tomado el día de fiesta. Me largué de casa nada más salir el sol. Como además era víspera de mi cumpleaños, me fui de juerga con un par de amigos para celebrarlo.

Empecé a beber como un cosaco y a las tres de la mañana estaba ya tan borracho que a poco más me lío con una pelandusca del barrio chino. Afortunadamente me quedaba el suficiente raciocinio para eludir sus amabilidades. Pero a partir de ahí ya no recuerdo más que abrir la puerta del chalet y volver a cerrarla.

 

Creo que todo su unió para despertarme, pese a lo muy tarde que me había acostado después de una noche de farra para celebrar mi vigésimo cumpleaños: el sol entrando a raudales por el balcón abierto; el carillón del Ayuntamiento lazando al aire el desabrido y metálico sonar de las siete campanadas y la tremenda erección que las ganas de orinar me habían provocado.

No se pueden beber veinte cuba-libres impunemente.

Menos mal que recordé, aliviado, que los abuelos estaban de vacaciones en el balneario de Mondariz a tomar las aguas, como todos los años en el mes de Julio.

Me pesaban los párpados como el plomo y no me atreví a abrir los ojos porque mi cabeza giraba como un tiovivo. Me senté en la cama con los pies en el suelo, agarrándome al larguero por temor a caerme de cabeza contra la moqueta.

Intenté ponerme de pie y sólo conseguí tropezar con la mesita de noche y, de rebote, pegarme con el tarro contra el colchón de la cama gemela de mi habitación; si llego adarme contra el larguero de hierro me parto el cráneo. Entonces oí la voz, lejana, como si viniera de planeta Marte, pero inconfundible y burlona:

--¡Vaya merluza! ¿No te da vergüenza? Te va a matar de tanto beber.

El delirium tremens - pensé asustado-- bebo demasiado. Arrodillado en el suelo, con las manos sobre el colchón, parpadeé repetidas veces para centrar la visión. Cuando lo logré, no podía creerme lo que estaba viendo. Me mantuve inmóvil como la estatua de la Libertad, por temor a que la maravillosa visión desapareciera. Hacía dos semanas que aquella visión me traía por la calle de la amargura. Me provocaba y me encandilaba en mis sueños de borracho, y creí por un momento que aquella era una nueva visión, porque nunca, hasta entonces, se me habían presentado de forma tan lasciva y provocadora.

Mi visión estaba acostada sobre el lado derecho, mirándome directamente a los ojos. Esto no me hubiera asombrado lo más mínimo, lo que sí me asombró es que estaba tan desnuda como cuando nació, tenía una mano entre sus despampanantes muslos tapándose su preciosa y pequeña Arca de la Alianza y no apartaba de los míos sus verdes ojazos de gata.

Sus pechos, de rosadas areolas y pezones diminutos, se destacaban firmes y erguidos como hermosos y duros pomelos. La estrecha cinturita marcaba más profundamente la rotundidad de sus caderas y la maravilla de unos espléndidos y tornados muslos; muslos que me volvían tarumba cada vez que los miraba; y no digamos nada de la conjunción de esos muslos con su precioso Delta de Venus: esa visión me dejaba sin resuello.

Me quedé con la boca abierta mirando atónito la escultural perfección de su cuerpo de seda. No podía verle el sexo porque su mano, entre los macizos muslos, lo tapaba por completo. Ante mi silencio, preguntó:

--¿Ya me has mirado bien?

Tragué saliva y carraspeé, sin atreverme a cerrar los ojos por temor a que la fabulosa visión se desvaneciera, temía que todo aquello fuera producto del delirium tremens. De momento pensé que no era ella, que no podía ser mi torturadora, mi deslumbrante hermanita. Después de casi medio año sin verla, se había transformado en el más apetecible bombón desnudo que hombre alguno pudiera soñar, un bombón de piel de nácar y raso, capaz de resucitar a la mismísima momia de Tutankamon y a su hijo. Y nunca, en aquellos quince días, visión alguna me había provocado de manera tan lasciva.

Cuando logré coordinar dos ideas seguidas comprendí que no podía ser otra, porque sus grandes y rasgados ojos verdes, sus ojos de gata, tenían la perversa mirada que tanto conocía; la mirada del felino que juega con su víctima antes de matarla. Con voz estropajosa, voz de bisagra oxidada, pregunté como un imbécil:

--¿Por qué no estás en tu cama?

-- Porque estoy en esta. Llegaste tan borracho que andabas a gatas y tuve que acostarte.

--¿Tú me desnudaste? - pregunté, al verme sin slips; nunca me los quitaba para dormir; debió disfrutar de lo lindo dejándome en pelota picada.

--¿Quién si no? - respondió, alzando una ceja.

--¿Y Elvira? - pregunté preocupado - ¿No estaba?

-- Afortunadamente para ti la chacha se fue a su casa después de cenar, vendrá a hacer la limpieza y la comida. Cousillas también se ha largado a Mondariz.

--¿Y por qué estás desnuda?

-- Me vomitaste todo el camisón

¿Sería cierto o era una fábula más de mi torturadora? No lo sabía porque no me acordaba de nada a partir del cuba-libre decimoctavo. Miré la sábana con la que hubiera podido taparse, estaba arrugada a los pies de la cama.

-- Hace mucho calor - comentó burlona - ¿Piensas estar ahí arrodillado todo el día?

Miré insistentemente su deliciosa entrepierna y adivinó lo que pensaba; sus ojos de gata tenían una expresión sardónica que me molestó; le hubiera dado un sopapo. Deseché la idea inmediatamente, porque, conociendo su carácter, no hubiera conseguido más que unos cuantos arañazos en la cara, así que decidí tener paciencia y esperar a que ella indicara lo que deseaba hacer. Entendió muy bien lo que mi mirada quería decirle, pero no se movió, me enseñaba su desnudez con toda mala leche y aquella belleza adolescente tenía hectolitros cuando se lo proponía.

Aún exponiéndome a recibir una bofetada como respuesta, le separé lentamente la mano con que se cubría su Arca de la Alianza, pero, sin embargo, no opuso resistencia alguna y pude ver su prodigioso Delta de Venus y el inicio del hermoso canal venusino. Puso la mano sobre la cadera, tenía la otra bajo la mejilla y, en aquella posición, parecía una nueva y hermosísima Cayetana en espera de ser inmortalizada por el pintor de la Corte.

-- Estás que crujes, nenita - comenté, sorbiéndole el pezón y la areola de una teta sin que protestara. Seguía mirando con su burlona sonrisa mi tremenda erección.

--¿También se las chupas a tu pequeña putita santiaguesa? - preguntó, apartando la mirada de mi verga para posarla en mi cara.

-- Como tú al cabrón de Andrés - respondí, pasando la mano por su vientre de raso y bajándola despacio hasta sus rizos rubios.

Me soltó una patada en el pecho que me hizo caer despatarrado de culo dándome de cabeza contra el larguero de mi cama. Vi las estrellas y oí su risa y su voz burlona:

-- Estás para una foto, cariño. Es una lástima que tu putita no te vea así, se partiría de risa.

--¿Por qué me estás provocando si no quieres nada de mí? - pregunté enojado, sentándome en mi cama mientras la cabeza me daba más vueltas que una noria - ¿Es que ya no te interesa Andrés?

-- Nunca me interesó Andrés, y sí que quiero algo de ti, grandullón.

--¿Si? ¿Y qué quieres? - pregunté, mientras mi corazón tocaba una sinfonía de gloria.

-- Que me lleves a la playa. Hoy hará un día espléndido.

-- Claro, hermosa vestal, te llevaré a la de Punta de Louro en Carnota ¿Recuerdas?

-- ¿Por qué no? Pero no te hagas ilusiones.

--¿Ah, no? Pues primero... ya sabes.

-- No, no sé, dímelo tú, grandullón.

-- Primero hacemos el amor y luego seguimos en la Playa.

-- Ni hablar, cuando dejes a tu putita me tendrás a mí, mientras no.

--¡Pero si ya la he dejado! La prueba es que no me he casado con ella. También tú te vas a casar con Andrés y yo he tenido que... - no quería explicarle mi angustia de todos aquellos meses porque posiblemente se reiría de mí - Sabes muy bien que he intentado olvidarte, que he intentado acabar con nuestra relación, pero no puedo. Tú eres la única mujer a la que amo, es inútil que luche contra mi amor por ti.

-- Te explicas muy bien, pero no es verdad. Tú eres un picaflor; eres de la última que llega, te enamoras, las follas y cuando te cansas te vas. Pero esta vez te ha salido un grano en el culo, porque el abuelo no va a permitirte que la dejes así como así, y tú lo sabes.

-- El abuelo no puede obligarme a que me case contra mi voluntad.

-- Pues díselo de una vez y volveremos a ser felices.

-- Lo haré, cariño mío - respondí, sentándome a su lado e inclinándome para besarla - ¿y tú dejarás a Andrés?

-- ¡Andrés, Andrés! ¿Qué te importa a ti Andrés, mientras tengas a tu putita santiaguesa?

Sus duras tetas se clavaron en mi carne. La verga saltó de placer entre nuestros vientres al contacto con su sedoso y deslumbrante cuerpo desnudo. Pero, cuando más felices me las prometía me cogió por los testículos y apretó con fuerza. Tuve que detenerme. Hubiera sido capaz de retorcérmelos.

--¡Suéltame! Me estás haciendo daño, Sharon, por favor - exclamé dolorido.

-- Pues no me toques hasta que yo te lo permita. Yo ya he dejado a Andrés, ahora te toca a ti, maldito cabrón, dejar a tu putita - comentó mordiendo las palabras.

-- De acuerdo, de acuerdo, pero suéltame - gemí, pensando en soltarle un puñetazo y dejarla sin sentido.

--¿Me llevas a la playa o no? - preguntó apretando un poco más.

-- Si, te llevo a la playa... ¡Coño! ¡No aprietes! ¡Joder! No aprietes, y arréglate de una vez- respondí bufando, cuando me soltó.

Se levantó de un salto y se fue corriendo al baño e, inclinado por el dolor como un viejo de noventa años, me fui detrás de ella dispuesto a matarla. Cerró la puerta y oí el grifo de la bañera chorreando agua, pero supe que tenía ganas de guerra porque no pasó el cerrojo. Cuando abrí, estaba sentada en el inodoro, me miró con el ceño fruncido, pero no dijo nada. Sabía que ella se limpiaba el sexo siempre después de orinar con papel higiénico. Arranqué un buen trozo y le pregunté:

--¿Me dejas que te limpie el coñito?

-- Estás ardiendo, ¿verdad, grandullón? - preguntó, con toda mala leche al levantarse. Pasé el papel higiénico lentamente por su preciosa vulva, intentando hundir el dedo en la tierna carne húmeda.

-- Vale, ya está bien de magreo. Ahora vete, tengo que bañarme.

--¿Quieres que te enjabone? - pregunté, mientras vaciaba mi repleta vejiga.

-- Te vas a poner malito, querrás hacérmelo y nos enfadaremos. Además, límpiate los dientes, la boca te huele fatal de la cogorza de ayer.

-- No te preocupes, mujer, seré buen chico. Sólo te haré lo que me dejes hacer - babeé con la boca llena de pasta dentífrica. Me enjuagué con elixir e hice gárgaras con Oraldine oyendo su respuesta sardónica:

-- Tú no eres buen chico ni dormido, grandullón.

--¿Entonces por qué me quieres tanto, por qué no me olvidas?

-- Por la misma razón que tú me quieres a mí y no puedes olvidarme, por eso.

Se metió dentro de la bañera estirándose cuan larga era. Cuando el agua cubrió la escultura de su cuerpo, me pidió:

-- Por favor, Tomy, cierra el grifo.

-- Sin favor, nenita mía - e intenté besarla de nuevo. Apartó la cara rápidamente y mis labios besaron su mejilla.

-- No empieces o me enfado - comentó frunciendo el ceño.

--¿Te enjabono ya?- pregunté cariñosamente.

Sabiendo que había dejado al Andrés me encontraba tan eufórico como si me hubiese bebido media botella de Chivas.

Se encogió de hombros. Le puse gel y comencé a frotárselo por los pechos, duros como piedras. Me recreé en la caricia, primero en uno, luego en el otro. Los pezones se pusieron erguidos y seguí acariciándolos con los dedos llenos de espuma. Suspiró profundamente y comentó sin mirarme:

-- Ya vale, grandullón.

Le enjaboné el cuello, los brazos, las axilas, el vientre y los ricitos rubios de su encantador Delta de Venus.

-- Separa los muslos - le dije.

-- No, eso ya me lo haré yo - respondió con los ojos cerrados.

No me quedó más remedio que seguir acariciando el inicio de la pequeña hendidura que sus muslos cerrados me permitían tocar. Le enjaboné los muslos, las piernas y antes de enjabonarle los pies le chupe los dedos, lamiéndole el empeine y la planta del pie.

-- Me haces cosquillas, grandullón - rió, encogiendo la pierna - y ahora déjame, el resto me lo lavaré yo, así que lárgate.

-- Pero... - comencé a protestar.

-- No hay pero que valga - corto rápida - Vamos... ¡Vete!

Estoy convencido que los diamantes a las mujeres las vuelven dóciles como corderillos, porque aquella tarde y aquella noche...

Cerré el coche en el garaje, cerré la verja y puse la alarma antes de desnudarla... y desnuda, con una mano entre sus muslos de ensueño, rozando su coñito con mi brazo y con el otro brazo sosteniéndola por los hombros, la llevé hasta su habitación, porque su cama era de matrimonio y más ancha que las dos gemelas de la mía.

Me miró sin perder detalle mientras me desnudaba. Miró mi descomunal erección y me guiñó un ojo relamiéndose los labios. Me arrodillé en la moqueta separándole los muslos y colocando sus piernas abiertas sobre mis hombros. Su precioso coñito, tan cerrado como si no la hubiera desvirgado el año anterior, quedó ante mi vista.

-- Por favor, Tomy, así no.

--Si, Sharon, cariño, así, sí.

-- Pues, por favor, deja que me lave, por favor - insistió, levantándose sobre los codos.

-- Para mí estás más limpia que una patena.

-- No por favor, amor mío, deja que me lave.

La levanté de nuevo metiéndole el brazo entre los muslos y sosteniéndola por las nalgas y los hombros. Mi erección rozaba la rotundidez de sus nalgas mientras me besaba enfebrecida con los brazos rodeando mi cuello.

Se esparrancó en el bidé pero no me dejó que le lavara el sexo. Cuando acabó de secarse volví a llevarla a la cama, la deposité en ella suavemente besándole los labios, lamiéndole el rostro, chupándole la fina naricilla, las orejas, la barbilla, lamí su cuello, chupé sus tetas de alabastro y sus pezones rosados que se endurecieron al instante, le lamí el ombligo y su vientre de seda, sus muslos de ensueño hasta su coñito y las ingles, primero una y después la otra pasando suavemente la lengua por la cerrada vulva desde el principio hasta las nalgas. Lami y chupe el interior de sus muslos de piel tan suave y sedosa como plumón de ave, y por fin, colocando sus esculturales piernas sobre mis hombros abrí su pequeño y precioso sexo, de carne tibia fuertemente rosada y brillante. El olor de su vulva tenía un levísimo aroma marino; el de la playa en la bajamar cuando la marea deja al descubierto las algas sobre las rocas, un olor que me enloquecía de deseo. Con su vulva abierta por completo la sorbí entera con mi boca, hundiendo mi lengua profundamente en su estrecha vagina, aspirando su pequeño clítoris titilándolo con la lengua una y otra vez y la sentí gemir de gozo levantando su pelvis hacia mi boca. Seguí chupándole el clítoris, erecto, congestionado de sangre y comencé a oír su murmullo:

-- Que me hace, mi vida, que me haces, oh, Dios mío…

El sabor de su carne intima era casi dulzón y seguí lamiéndola mientras se revolcaba de placer. Sus piernas comenzaron a temblar sobre mis hombros, las dulces oleadas del orgasmo subieron por sus mulos, los sentí trémulos sobre mis mejillas, mientras sus gemidos eran cada vez más fuertes y prolongados, tembló su vientre y, en mi barbilla sentí el aleteo de sus mariposas al llegarle la primera oleada de un profundo e intenso orgasmo como nunca había experimentado. Gritaba de placer a todo pulmón, me tiraba del cabello oprimiendo mi cabeza contra su sexo rezumante y bajé de inmediato con la boca abierta hacia su vagina tiempo de recibir en la lengua el primer chorro de su espesa emisión, que paladeé ardiendo de deseo.

Se deshacía de gozo mientras mi boca aspiraba de su vagina todos sus jugos y ella gritaba estremecida y temblorosa como nunca la había sentido, cuando finalmente aspiré con fuerza los últimos restos de su orgasmo, la sentí gritar:

-- Me... mue... ro... de... placer..., mi... amor..., me... muero..., me... mu... ero, mi vida..., me... mue... roo...

Quedó desmadejada sobre la colcha, con sus dedos todavía engarfiados en mis cabellos, su carne de seda trémula y palpitante en los últimos estertores del descomunal orgasmo que por primera vez en su vida experimentaba. Le di dos suaves lengüetazos sobre la vulva abierta, roja, brillante y viscosa de saliva y humores.

-- Basta... basta... no puedo más... amor mío - murmuró con voz ronca.

Me puse a su lado sin penetrada. El color de sus ojos era tan oscuro que casi no los reconocí, me miraba sin verme, murmurando una y otra vez… amor mío... amor mío... amor mío...

Sus párpados fueron cerrándose sobre los ojos espantosamente abiertos como nunca le había visto. No lo comprendía y tomé su pulso comprobando que pulsaba casi a ciento sesenta pulsaciones. Giró la cabeza hacia mí con los ojos cerrados y recostando su cabecita rubia sobre mi brazo se quedó dormida. Su pulso fue disminuyendo en su loco galopar al ir recobrándose de la intensísima excitación orgásmica que había experimentado.

La dejé dormir, pero estaba tan excitado que, al cabo de un tiempo, levanté unos de sus muslos y, lentamente, fui penetrándola. No protestó, ni siquiera se movió, me mantuve inmóvil dentro de ella, dejándola descansar un buen rato. Pero, aunque seguía durmiendo apaciblemente, al cabo de unos minutos su estrecha vagina comenzó a palpitar sobre mi verga y eyaculé con profundos y prolongados borbotones, mientras le amasaba suavemente un precioso pecho de pomelo, acariciando con la otra mano el duró botón de su clítoris. La sentí gozar de nuevo con su néctar bañando mi congestionado glande en lo profundo de su preciosa e infantil vagina.

Seguí acariciando su cuerpo sedoso con la yema de los dedos, recorriéndolo de arriba abajo tan suavemente como si pasara sobre él una pluma de cisne. La rotundidez de sus formas me volvía loco de pasión. Disfruté de ella otras dos veces durante una hora, antes de quedarme dormido yo también.

Me desperté a causa del frío que sentía, comprobando en el reloj de la mesita que eran cerca de las cinco de la madrugada. Sharon estaba helada, frío como el mármol todo su cuerpo y encendí la luz con un presentimiento horroroso. La giré hacia mí y su cabecita rubia giró como el de una muñequita de trapo y sus brazos quedaron en una posición tan antinatural que me levanté de un salto. Estaba pálida como un cadáver y no respiraba.

Le friccioné todo el cuerpo, le hice una y otra vez la respiración boca a boca, mientras oprimía su pecho cada cinco segundos intentado insuflar vida en su cuerpo exánime. La cogí en brazos, sobre mi regazo, intentado calentar su cuerpo con el mío, acunándola mientras lágrimas de dolor y desesperación caían sobre su cuerpo de seda.

¡Maldito, maldito seas, infame canalla, asesino! - me dije una y otra vez loco de dolor.

Pero estaba muerta y nada podía resucitarla, nadie podía devolverme a mi princesita. Cuando pude serenarme tomé una determinación. La peiné, limpié su rostro de niña llorando como un desesperado, lavé su vagina con ayuda del espéculo, nadie debía saber de su profanación, le puse un pijama y la acosté, tapándola como si durmiera, y eso era lo que parecía, una bellísima niña dormida plácidamente.

Tenía claro que la pastilla antibaby, combinada con una brutal hipertensión a causa del último y descomunal orgasmo, habían motivado su muerte. ¿A que otra cosa podía achacado? ¡La maldita pastilla que yo le había suministrado! Yo era el culpable, sólo yo era el asesino de mí adorada princesita.

Me vestí, saqué el coche del garaje y me lancé por la solitaria carretera en dirección a Mondariz a toda la velocidad que el motor del Celica daba de sí. En una de las curvas, cerca ya de Mondariz, vi la montaña de piedra elevándose cincuenta metros por encima de la carretera y mantuve fijo el volante, la vi acercarse velozmente y supe que, felizmente, iba a reunirme con mi adorada Sharon.

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El vaquero

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (2)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

Memorias de un orate (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Marisa (11-1)

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

El cipote de Archidona

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)