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Incestos históricos (3)

en Textos educativos

INCESTOS HISTÓRICOS – 3 –

NERÓN Y AGRIPINA.

 

 

Acusado Domicio, a fines del reinado de Tiberio de un delito de lesa majestad, de gran número de adulterios y de incesto con su hermana Lépida, sólo el cambio de reinado le pudo librar del castigo. Murió de hidropesía en Pirgia, dejando de Agripina, hija de Germánico, un hijo, que fue Nerón.

Nació Nerón en Anzio, nueve meses después de la muerte de Tiberio, el 18 de las calendas de enero al salir el sol, cuyos rayos le tocaron antes que él tocase la tierra. Entre muchas señales terroríficas que presidieron el instante de su nacimiento, se consideró como presagio la contestación de su padre Domicio a las felicitaciones de sus amigos; éste dijo, en efecto, que de Agripina y él no podía nacer más que algo detestable y fatal para el mundo. El día que recibió su nombre, observase también un pronóstico igualmente fatal: estrechado C. César por su hermana para que diese a aquel niño el nombre que más le gustase, y viendo pasar a su tío Claudio, que más adelante adoptó a Nerón, contestó que le daba el de aquél, diciendo esto en chanza y para contrariar a Agripina que, en efecto, se opuso a ello, porque Claudio era entonces la vergüenza de la corte.

A los tres años perdió a su padre, y nombrado heredero de sus bienes por un tercio, ni siquiera se le asignó esta parte, pues Calígula, su coheredero, se apoderó de toda la herencia. Desterrada a poco su madre, quedó reducido poco menos que a la indigencia y fue educado en casa de su tía Lépida, siendo sus maestros un barbero y un bailarín. Bajo el reinado de Claudio recuperó, no obstante, la fortuna de su padre, y hasta enriqueció más con el caudal de su suegro Crispo Pasieno.

La influencia de su madre, llamada del destierro, le hizo elevar tanto, que corrió incluso el rumor de que Mesalina, esposa de Claudio, había intentado hacerle estrangular dormido, como a peligroso rival de Británico. Añádese que los asesinos huyeron espantados al contemplar una serpiente que salía de su lecho. Motivó esta fábula el haberse encontrado un día cerca de su almohada restos de una piel de serpiente, que su madre le hizo llevar algún tiempo en un brazalete de oro sujeto al brazo derecho. Más adelante dejó este brazalete, que le traía a la memoria recuerdos importunos, y cuando lo pidió en sus últimos momentos no se pudo encontrar.

Tenía diecisiete años cuando murió Claudio. Nerón salió en busca de los guardias apenas se difundió la noticia, entre la sexta y séptima hora, único momento de aquel día nefasto en el que se podían tomar auspicios. Fue saludado emperador en las gradas del palacio, y marchó en litera al campamento; congrego apresuradamente a los soldados, llevándole éstos al Senado, de donde no salió hasta la tarde; no rehusó ninguno de los excesivos honores que se le prodigaron, en los que sólo faltó el título de Padre de la Patria, que no podían darle por razón de su edad.

Empezó su gobierno con demostraciones de piedad filial: hizo magníficos funerales a Claudio, pronunció su oración fúnebre y le situó al lado de los dioses; tributó grandes honores a su padre Domicio y confirió a su madre una autoridad ilimitada a cambio de concederle los favores de su amor incestuoso.

El primer día dio por contraseña al tribuno de guardia: Optima madre, y en los días siguientes se le vio a menudo en público con ella en la misma litera; Favio Craso asegura que varios pretorianos de la guardia vieron como con la mano bajo el vestido de su progenitora le acariciaba el sexo. Estableció una colonia en Anzio, compuesta de veteranos pretorianos y de los primipilarios más opulentos, a quienes hizo renunciar a su domicilio y construyó también allí un puerto magnifico.

Las ciudades en que hay establecidos concursos de música acostumbraban mandarle coronas de todos los vencedores, y tanto le placía este homenaje, que los diputados que venían a presentárselas, no sólo eran los primeros a quienes recibía en sus audiencias, sino que los admitía incluso a sus comidas particulares; habiendole rogado cierto día alguno de ellos que cantase en la mesa y prodigado toda clase de elogios, dijo que sólo los griegos sabían escuchar y eran dignos de su voz. Partió, pues, sin detenerse y desembarcando en Casiope, cantó delante del altar de Júpiter Casio.

A partir de entonces se le vio tomar parte en todos los certámenes de los artistas, con cuyo objeto reunió en un mismo año los espectáculos ordinarios que se daban en largos intervalos; quiso que se repitiesen algunos y ordenó, contra la costumbre, abrir en Olimpia un concurso de música. Nada pudo apartarle ni distraerle de este género de placer, y habiéndole informado su liberto Helio que los asuntos de Roma requerían su presencia allí, contestó: En vano me escribes queriendo que regrese prontamente; mejor es que desees que vuelva digno de Nerón.

No estaba permitido cuando cantaba abandonar el teatro, ni siquiera por las más imperiosas necesidades; así, algunas mujeres dieron a luz en el espectáculo y muchos espectadores, cansados de oír y aplaudir, saltaron furtivamente por encima de las murallas de la ciudad, cuyas puertas estaban cerradas o se fingieron muertos para que los sacasen. Es imposible imaginar el terror y ansiedad que mostraba en los concursos su envidia a sus rivales y su temor a los jueces.

Observaba sin cesar a sus competidores, los espiaba y los desacreditaba en secreto como si fuesen de igual condición que él. A veces llegaba hasta a injuriarlos cuando los encontraba y si se presentaba alguno más hábil que él tomaba el partido de corromperle. Por lo que toca a los jueces antes de comenzar les dirigía una respetuosa y humilde alocución. Había hecho -decía- todo lo que estaba en su mano hacer; pero el éxito dependía de la Fortuna, y a ellos, hombres prudentes e instruidos, correspondía excluir todo lo fortuito. Cuando le exhortaban a tener confianza, se retiraba algo más tranquilo; mas no pudiendo desterrar toda su inquietud, atribuía a malevolencia y envidia el silencio que algunos de ellos guardaban por pudor, y decía que los tenía por sospechosos.

Durante el certamen se sometía hasta tal punto a todas las leyes del teatro, que no se atrevía ni a escupir ni siquiera a secarse con el brazo el sudor de la frente. Habiendo en una tragedia dejado caer el cetro, recogiólo en el acto con mano inquieta y temblorosa: tanto temía que por esta falta se le excluyese del concurso. Fue necesario para tranquilizarle que su mímico le asegurase que en medio del regocijo y los aplausos del pueblo nadie había advertido aquel gesto. El mismo se proclamaba vencedor, por cuya razón entraba en pugna en todas las ocasiones con el heraldo.

Quiso borrar para siempre toda traza y recuerdo de otras victorias que las suyas, para lo cual mandó derribar, arrastrar por las calles con ganchos y echar a las letrinas las estatuas y los bustos de todos los vencedores. Disputó también el premio de la carrera de carros, y en los juegos Olímpicos guió uno arrastrado por diez caballos, aunque en sus versos había criticado esta misma pretensión del rey Mitrídates. Fue despedido del carro, recogido y colocado dentro otra vez; no pudo resistir, al fin, y bajó de él antes de terminar la carrera; todo lo cual no impidió que fuese coronado. Antes de partir concedió la libertad a toda la provincia; dio a los jueces una importante cantidad y les concedió el derecho de ciudadanía romana. El mismo, puesto en el centro del estadio y el día de los juegos Istmicos, anunció al pueblo estos favores.

De regreso de Grecia entró en Nápoles, teatro de sus primeros triunfos artísticos, en un carro arrastrado por caballos blancos y por una brecha abierta en la muralla, privilegio concedido a los vencedores en los juegos sagrados. Entró del mismo modo en Anzio, Albana y Roma. En esta última verificó su entrada en el carro que sirvió para el triunfo de Augusto, con traje de púrpura, clámide sembrada de estrellas de oro, la corona olímpica en la cabeza y en la mano derecha la de los juegos Píticos. Delante de él eran llevadas con toda pompa las inscripciones en que se decía donde las había ganado, contra quién, en qué obras y en qué canciones. Detrás del carro se agrupaban los encargados de aplaudir y asalariados, exclamando, como en las ovaciones, que eran los compañeros de su gloria y los soldados de su triunfo.

Demolieron en seguida una arcada del Circo Máximo y por el Velabro y el Foro se dirigió al monte Palatino y al templo de Apolo. Por todas partes se inmolaban víctimas a su paso, cubrían las calles de polvo de azafrán y soltaban aves y lanzaban cintas y pastelillos. Colgó las coronas sagradas en sus alcobas, alrededor de sus lechos; llenó sus cámaras de estatuas en que estaba representado con traje de músico, e hizo acuñar una medalla representado con el mismo traje. Lejos de enfriarse en él con el tiempo el entusiasmo por su arte y abandonarlo, cuidó, para conservar la voz, de no dirigir proclamas a los soldados sino cuando estaba ausente, o por medio de otro; en cualquier asunto que emprendiese, grave o no, tenía constantemente junto a sí a su maestro de canto, que le advertía cuidase del pecho, para lo cual le hacía tener un lienzo delante de la boca, y muchas veces reguló, en fin, su amistad o su odio por las mayores o menores alabanzas que le tributaban.

Primero se entregó sólo por grados y en secreto al ardor de sus pasiones: petulancia, lujuria, avaricia y crueldad, que quisieron hacer pasar como errores de juventud, pero que al fin tuvieron que admitirse como vicios de su carácter. En cuanto obscurecía, cubríase la cabeza con un gorro de liberto o con un manto, recorriendo así las tabernas de la ciudad y vagando por todos los barrios y cometiendo fechorías; lanzábase sobre los transeúntes que regresaban de cenar, los hería cuando resistían y los precipitaba en las cloacas. Destrozaba y saqueaba las tiendas, y tenía establecido en su casa un despacho donde vendía, por lotes y en subasta, los objetos robados de esta manera, para disipar al punto su producto. En estas salidas estuvo muchas veces en peligro de perder los ojos y la vida. Un senador, a cuya esposa había insultado, estuvo a punto de matarle a golpes. A causa de ello, a partir de este lance, no salió ya a aquellas horas sin que le siguiesen a lo lejos y en la sombra los tribunos de su guardia. Durante el día se hacía llevar al teatro en silla gestatoria cerrada, y una vez allí, desde lo alto del proscenio, animaba con el gesto y con la voz los tumultos que promovían los mímicos; cuando, llegados a las manos, se lanzaban piedras y bancos rotos, también él los arrojaba al público, hiriendo una vez en la cabeza al pretor.

Pero fortaleciéndose muy pronto sus vicios, desdeñó los placeres secretos, no hizo ya nada para disimular y se atrevió a cosas más importantes. Prolongaba sus comidas desde el mediodía a medianoche, y de cuando en cuando tomaba baños calientes, o bien durante el verano baños refrescados con nieve. Cenaba algunas veces en un sitio público, que cerraban, como la naumaquia, el campo de Marte o el Circo Máximo, haciéndose servir allí por todas las prostitutas de la ciudad y bailarinas de Siria. Todas las veces que iba a Ostia por el Tíber, o que pasaba navegando cerca del pueblo de Baias, se establecía a lo largo de las riberas y las playas hostelerías y lugares de desorden, en los cuales mujeres distinguidas, imitando las maneras incitantes de las posaderas y cortesanas, le invitaban aquí y allá a abordar. Algunas veces se invitaba también a cenar en casa de sus familiares, y a uno de ellos costó más de cuatro millones de sestercios un manjar preparado con miel, y a otro aún más una bebida a base de rosas.

No hablaré, nos dice Suetonio, de su comercio obsceno con hombres libres, ni de sus adulterios con mujeres casadas; diré sólo que violó a la vestal Rubria, y que poco faltó para que se casase legítimamente con la liberta Actea, con cuya idea sobornó a algunos consulares, que afirmaron bajo juramento que era de origen real. Hizo castrar a un joven llamado Sporo y hasta intentó cambiarlo en mujer; lo adornó un día con velo nupcial, le señaló una dote, y haciéndoselo llevar con toda la pompa del matrimonio y numeroso cortejo, le tomó como esposa; con esta ocasión se dijo él satíricamente que hubiese sido gran fortuna para el género humano que su padre Domicio se hubiese casado con una mujer como aquélla. Vistió a este Sporo con el traje de las emperatrices se hizo llevar con él en litera a las reuniones y mercados de Grecia y durante las fiestas sigilarias de Roma, besándole continuamente.

Se sabe también que durante meses gozó de su madre que llegó a ostentar casi el poder absoluto de Roma por la concesión de estos favores a la pasión incestuosa que el hijo sentía por ella. No se retraía ni siquiera en público, le acariciaba los pechos e incluso se los chupaba con fruición con demostraciones de glotonería, como si de ellos saliera algún liquido dulce como la ambrosía según nos explica el, por entonces periodista de la prensa amarilla, Suetonio. Le acariciaba el sexo cuando viajaban en litera e incluso se asegura aun que antes de este tiempo, siempre que paseaba en litera con su madre, satisfacía su pasión incestuosa, lo que demostraban las manchas de su ropa.

Tras haber prostituido todas las partes de su cuerpo, ideó como supremo placer cubrirse con una piel de fiera y lanzarse así desde un sitio alto sobre los órganos sexuales de hombres y mujeres atados a postes; una vez satisfechos todos sus deseos, se entregaba a su liberto Doríforo, a quien servía de mujer, del mismo modo que Sporo le servía a su vez a él, imitando en estos casos la voz y los gemidos de una doncella que sufre violencia. Sé por muchas personas que estaba convencido de que ningún hombre es absolutamente casto ni está exento de mancha corporal, sino que la mayor parte de ellos saben disimular el vicio y ocultarlo con cautela; por esta razón perdonaba todos los otros defectos a aquellos que confesaban francamente delante de él su obscenidad.

No consideraba que la posesión de riquezas pudiese servir para otra cosa que para dilapidar. Para ser avaro y sórdido a sus ojos bastaba contar los gastos; para ser espléndido y magnífico era necesario arruinarse. Lo que más celebraba y admiraba en su tío Calígula era el haber disipado en poco tiempo los inmensos tesoros reunidos por Tiberio. De modo que no podía coto a sus gastos y generosidades. Se hace difícil de creer que gastaba para Tirídates ochocientos mil sestercios cada día y que a su partida le dio más de un millón. Al músico Menécrato y al gladiador Spículo les regaló muchos patrimonios y casas pertenecientes a ciudadanos honrados.

Celebró funerales casi regios por el usurero Cercopiteco Paneroto, al que había enriquecido con espléndidas propiedades en el campo y en la ciudad. Jamás se puso dos veces el mismo traje. Jugaba a los dados a cuatrocientos sestercios dobles el punto. Pescaba con una red dorada, cuyas mallas eran de púrpura y escarlata. Se asegura que nunca viajaba con menos de mil carruajes, que sus mulas llevaban herraduras de plata, y que sus muleros vestían hermosa lana de Canusa, y que, en fin, sus conductores y corredores mazacos iban adornados con brazaletes y collares.

En nada gastó tanto, sin embargo, como en sus construcciones; extendió su casa desde el palacio hasta las Esquilias, llamando al edificio que los unía Casa de Paso; destruida ésta por un incendio, hizo construir otra que se llamó Casa de Oro, de cuya extensión y magnificencia bastará decir que en el vestíbulo se veía una estatua colosal de Nerón de ciento veinte pies de altura; que estaba rodeada de pórticos de tres hileras de columnas y de mil pasos de longitud; que en ella había un lago imitando el mar, rodeado de edificios que simulaban una gran ciudad; que se veían asimismo explanadas, campos de trigo, viñedos y bosques poblados de gran número de rebaños y de fieras.

El interior era dorado por todas partes y estaba adornado con pedrerías, nácar y perlas. El techo de los comedores estaba formado de tablillas de marfil movibles, por algunas aberturas de los cuales brotaban flores y perfumes. De estas salas, la más hermosa era circular, y giraba noche y día, imitando el movimiento de rotación del mundo; los baños estaban alimentados con las aguas del mar y las de Albula. Terminado el palacio, el día de la dedicación, dijo: Al fin voy a habitar como hombre.

Había empezado, además, baños totalmente cubiertos, que iban desde Misena al lago Averno, que hubiesen estado rodeados de pórticos y a los que proyectaba hacer llegar todas las aguas termales de Baias. Quería, en fin, abrir desde el Averno hasta Ostia un canal, evitando de este modo la navegación por mar, canal de ciento sesenta millas de largo y tan ancho que pudieran cruzarse en él dos quinquerremes.

Para terminar estas obras mandó traer a Italia los presos de todas las partes del Imperio, y ordenó que las sentencias que se dictasen en lo sucesivo contra los criminales no impusiesen otra pena que la de estos trabajos. Impulsaba a esta furia de gastar, aparte la confianza en su poder, la esperanza, repentinamente concebida, de un enorme tesoro escondido, que cierto caballero romano aseguraba había de encontrarse en inmensas cavernas de Africa, por haberlo llevado allí en otro tiempo la reina Dido al huir de Tiro, y el cual podría extraerse, según él, sin gran trabajo.

También le llegó la hora de la muerte con la sublevación de Galba. Instábanle cuantos le acompañaban a que se substrajese sin tardanza a los ultrajes que le amenazaban. y pidió que abriesen un foso delante de él, a la medida de su cuerpo, que lo rodeasen con algunos pedazos de mármol, si se encontraban, y que llevasen agua y leña para tributar los últimos honores a su cadáver; a cada orden que daba se ponía a llorar, y repetía sin cesar: ¡Qué muerte para tan grande artista! En medio de estos preparativos, llegó un correo a entregarle una carta de Faón; la cogió y leyó en ella que el Senado le había declarado enemigo de la patria, y le hacía buscar para castigarle de acuerdo con las leves antiguas.

Preguntó en qué consistía este suplicio, y le contestaron que en desnudar al criminal, sujetarle el cuello en una horqueta y azotarlo con varas hasta hacerle morir. Aterrado, cogió entonces dos puñales que había llevado consigo, probó la punta y volvió a envainarlos, diciendo que no había llegado aún la hora fatal. Unas veces exhortaba a Sporo a lamentarse y llorar con él; otras pedía que alguno se matase, para, con su ejemplo, darle valor para morir.

También a veces se censuraba su cobardía, diciéndose: Arrastro una vida vergonzosa y miserable, y añadía en griego: Esto no es propio de Nerón; esto no le es propio; en tales momentos es necesario decidirse; vamos, despierta.

Acercábanse ya los jinetes que tenían orden de cogerle vivo, y cuando los oyó, recitó temblando este verso griego:

Oigo el paso veloz de animosos corceles.

y se clavó en seguida el hierro en la garganta, ayudado por su secretario Epafrodio. Respiraba aún cuando entró el centurión; quiso vendarle la herida, fingiendo que llegaba para socorrerle, y Nerón le dijo: Es tarde; y añadió: ¡cuánta fidelidad! Al pronunciar estas palabras expiró con los ojos abiertos y fijos, despertando espanto y horror en todos los que le contemplaban. Había recomendado con vivas instancias a sus compañeros de fuga que no abandonasen su cabeza a nadie, y que fuese como fuese, le quemasen entero. Icelo, liberto de Galba, que acababa de salir del encierro donde le arrojaron al comenzar la insurrección, concedió la autorización para hacerlo.

Murió a los treinta y dos años de edad, en el mismo día en que en otro tiempo había hecho perecer a Octavia. El regocijo público fue tal, que la mayoría de los hombres del pueblo corrían por toda Roma cubiertos con el gorro de los libertos.

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