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Memorias de un orate (9)

en Confesiones

MEMORIAS DE UN ORATE 9

Tenía unas buenas tetas y un cuerpo macizo y bien formado. De repente tuvo arcadas y ganas de vomitar y corrió a trompicones hasta el inodoro. No se aguantaba derecha y la sostuve por los hombros mientras vomitaba inclinada sobre la taza.

Tenía un cabreo encima que para rebajarlo me bajé los pantalones y se la metí al estilo perro hasta las bolas y mientras las arcadas la sacudían la embestía por detrás con fuertes arremetidas hundiéndole la verga hasta el útero. Esperaba que aquello ayudara a serenarla.

Sujetándola por las caderas, mientras vomitaba los últimos restos de alcohol, la estuve bombeando con fuerza hasta que la inundé con más abundancia de lo que yo esperaba, quizá porque denuda estaba bastante mejor de lo que había imaginado. Cuando se sintió inundada, sin cambiar de postura comentó:

-- Menuda corrida hasta tenido, ¿Eh, cabrito? ¿Y yo qué?

-- Tu a la ducha, a ver si te serenas de una vez.

Se dejó llevar y berreó cuando el agua fría le cayó encima poniéndome a mí como una sopa por lo que no me quedó más remedio que desnudarme completamente.

Me echó los brazos al cuello rodeándome las caderas con los muslos y en esa posición sucedió lo que imaginan. Me prometió que si le hacía el amor de cuando en cuando no volvería a beber. Por lo visto Nicanor tenía un instrumento bastante parecido a un bolígrafo, aunque no tan tieso. Se lo prometí y, al final, me vestí con las ropas pingando y me fui a mi habitación a cambiarme mientras ella se arreglaba. Davinia me preguntó que me había pasado:

-- Resbalé y me caí en la piscina – se me ocurrió decirle.

Comenzó a reír mientras me desnudaba y, como mi futura en bragas y sostén está para mojar pan en su cuerpo de ánfora, me encalabrinó e intenté hacerle el amor.

-- Ni hablar, hasta que estemos casados, nada de nada. No soy una de tus pelanduscas, soy una mujer muy decente ¿Te enteras?

-- Ya lo sé, mujer, no te enfades, vale, lo dejaremos para esta noche.

-- Estás tu listo si crees que me vas a convencer. Hasta que nos casemos nada de nada – y seguidamente preguntó -- ¿Qué has hecho con Javier?

-- Lo he puesto en el congelador. Mañana hablaré con el jefe de patología de la Universidad; quizá necesite un cadáver y me lo compre.

-- ¡Canalla! Serás capaz de venderlo, pobre Javier mío ¡Como te tienes que ver!

Aquello me enfadó mucho. Encima de haberme gastado una fortuna por culpa del esmirriado, aún tenía que aguantar insultos de mi futura. De modo que, hirviendo de ira, le grité:

-- ¡A que te meto dos hostias que te arranco las muelas!

-- ¡Atrévete! - se engalló desafiante.

La levanté en vilo sentándola en mi regazo y le arree en la cachas sin hacer caso de sus gritos y pataleos; se las puse como tomates maduros y siguió llorando como una Magdalena.

Cuando las mujeres lloran es cuando más cachondo me pongo, así que le arranqué las bragas, y como aún no me había puesto el pantalón, se la metí hasta el fondo sin contemplaciones bombeándola hasta que los lloros se convirtieron en gemidos cada vez más intensos y acabó besándome con tanta ansia como si quisiera tragarme entero. Tuvo un orgasmo descomunal mucho antes que yo.

Temblaba estremecida por el placer y creí que me pediría que me detuviera pero no lo hizo y continué bombeándola conteniéndome en espera de verla nuevamente pedirme ansiosa la culminación del clímax que la arrebataba y que llegó desbordado al sentirse inundada a borbotones. Respirábamos boca contra boca en los estertores del placer hasta calmarnos por completo. Me separé para decirle:

-- Que sea la última vez te lamentas del mierda del difunto y ni se te ocurra desafiarme nunca más porque te estrangulo ¿Te enteras? ¡Vamos, contesta, joder!

-- Sí, Miguel, me he enterado.

-- Venga, pues acabada de vestirte y vámonos a comer.

Como dice la Sura IV del Corán a la mujeres hay que pegarles cuando se lo merecen o cuando se rebelan y no quieren obedecer. Da resultado. Nunca la había sentido disfrutar tan salvajemente y quizá influyó la marcha que le di en las nalgas. Hay mujeres así, disfrutan el doble cuando se las maltrata, aunque digan lo contrario.

La prueba es que Davinia se mostró más amable y sumida, parecía no importarle tanto el fiambre del congelador y, durante la comida me miraba ya con ojos cariñosos, mostrándose complacida de estar presidiendo la mesa, con las veinte muchachas rindiéndole pleitesía al enterarse que se casaría conmigo por la iglesia dentro de poco y porque ella era, entre todas, las más hermosa, las más encantadora y de una elegancia innata. Supo estar en su lugar comportándose con una distinción natural exenta de afectación que las demás muchachas, incluida la madre, estaban muy lejos de tener.

Desde luego, no la había heredado de su madre y aunque no sabía quien había sido su padre, cabía pensar era de él de quien había heredado aquellas naturales virtudes que la adornaban lo que me llevó a pensar que, de ser así, el marido de Eufrasia había sido ornamentado con unos cuernos de competición por algún señor de noble cuna diecinueve años antes, cuando la mujer estaba en el pleno apogeo de su belleza y juventud. Ocurre con frecuencia. La madre, que de tonta no tenía un pelo, nos miraba alternativamente intentando averiguar el cambio de actitud hacia mí operado en la hija sospechando que aquel cambio tan repentino provenía de mis acciones o de mis palabras. Si eso imaginaba, acertaba de lleno.

A Nicanor, por la tarde, le ordené llenar tres sacos de arena de la playa. Ni me preguntó para que los quería. Era muy reservado. Yo tampoco se lo dije. Por otra parte comprendí que tenía que deshacerme del occiso del congelador cuanto antes de modo que, al día siguiente, me personé en la Universidad para hablar con el jefe de Patología al que conocía desde bastantes años atrás, ya que fue él quien compró por mil duros el cadáver de Romualdo que, como dije en su momento, murió de un cólico miserere producido por una lata de fabada asturiana en mal estado.

Llegamos a un acuerdo aunque se mostró bastante tacaño y sólo me pagó dos mil duros porque tenía que enviar una ambulancia a recogerlo. Una madrugada cuando todo el mundo dormía o estaban ocupadas en su trabajo de la vida horizontal, lo sacamos del féretro. Estaba tieso como un palo y lo metimos en una bolsa de plástico con cremallera que traían los de Patología. Se lo llevaron cuando aún era noche cerrada. Luego, coloqué en el ataúd los sacos de arena de la playa y volví a cerrarlo.

El ataúd no pude venderlo pese a que lo ofrecí muy barato. Por desgracia, el occiso había dejado en el forro marcas de su paso y no tuve manera de arreglarlo para que no se notara que ya había sido estrenado. No me lo quiso comprar nadie. Consideré oportuno, para quedar como un señor delante de Davinia, hacerle un funeral a Javier antes de enviarlo al crematorio y así se lo propuse, estuvo de acuerdo y se mostró muy agradecida.

Quizá me excedí con los sacos de arena porque los del coche fúnebre se quejaron de que pesaba como el mercurio aquel difunto. Avisé al párroco de la ciudad que deseaba celebrar una misa de <corpore insepulto> a cuyo funeral asistimos todos acompañando al coche fúnebre cargado de coronas de flores. La misa fue muy elegante, incluso interpretaron al órgano la Lacrimosa del Réquiem de Mozart que conmovió a todo el mundo.

Antes de llevarlo al tanatorio, para meterlo en el horno decidí decir algunas palabras a favor del difunto. Recodando unas palabras que había leído en un libro muy gordo que hablaba de un caballero manchego que luchaba contra molinos de viento y otras majaderías por el estilo, dije así, aunque variando los nombres:

<Este cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ese es el cuerpo de Javier que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente primero en todo lo que es ser bueno, y, segundo en todo lo que fue ser desdichado por culpa de un camión mal conducido y peor frenado seguramente por un camionero borracho que algún día tendrá que rendir cuentas a Dios por su borrachera causante la muerte de este ser inocente, honra y prez de los agentes comerciales de toda la nación. Descanse en paz tan cumplido caballero.>

Las muchachas lloraban y hasta Nicanor se encontraba conmovido. Davinia, de riguroso luto, me abrazó y me besó llorando diciéndome al oído que aquella noche me iba a hacer muy feliz porque tenía un pico de oro y era todo un caballero. No me dije a que pico se refería.

La madre, Eufrasia, por no ser menos, también me beso llorando a lágrima viva, pero me comentó al oído:

-- Te has pasado, macho, te has pasado, era un gilipollas.

-- Bueno, mujer, un día es un día.

En fin, que estuve muy bien y todas me felicitaron y me besaron muy conmovidas. Regresamos al motel y celebramos una comida funeraria en la que no faltó de nada, pues hice venir incluso un grupo flamenco que interpretó la marcha fúnebre de Bethoven por sevillanas que las chicas bailaron muy compungidas y llorosas porque, por entonces, las sevillanas estaban muy de moda.

Tuve que vigilar a Eufrasia que se sacudía cada lingotazo de cava en vaso de cubata que se tragaba media botella en cada envite, hasta que tuve que decirle en un aparte que si no paraba no haríamos más el amor. Fue mano de santo, porque, a partir de ese momento, sólo bebió coca cola.

Y es verdad que aquella noche Davinia me hizo muy feliz, tanto que aún me sentí más enamorado de ella. MI bella y dulce futura deseaba casarse por la iglesia cuanto antes de tanto como me quería. De modo, caro lector, que si todo esto que te explico te parece a ti que es el proceder de un esquizofrénico es que estás como una cabra, lo cual no sería nada extraño porque corre mucho loco suelto por el mundo adelante, como ese Sinmangas madrileño que declara que su único patrimonio es una play-station de su hijo que está estropeada cuando en realidad su patrimonio supera los doscientos millones de pesetas y tiene varios pisos en la capital y un chalet de no te menees en una de las mejores zonas residenciales; como éste los hay a millares y, sin embargo, no los encierran en el frenopático.

Así va el mundo, los locos andan sueltos y a los cuerdos nos encierran en el manicomio. Pero, en fin, mejor será olvidarse de la miserias humanas porque has de saber, caro amigo, que el punto de ebullición de un líquido depende de la presión y que el cero absoluto es la temperatura más baja posible ya que la radiactividad genera calor igual que las mujeres que incluso pueden calentarte hasta que te salga humo por la orejas, fenómeno este que no está bien estudiado porque los científicos se pasan la vida haciendo números y ecuaciones que no emiten calor alguno. Ya me dirás tú, que calor emite el cuatro, por ejemplo. Y una pregunta importante que espero me contestes con sinceridad: ¿Has quemado alguna vez un cuatro? Seguro que no, es imposible porque los números son incombustibles; te pongo un ejemplo: tú puedes quemar cuatro palitos. Filosóficamente hablando ¿Qué es lo que has quemado? Los palitos, el cuatro sigue sin quemarse.

¿Te das cuenta de que mi razonamiento es un axioma y, por lo tanto, no necesita demostración? Lo pregunto por si acaso crees que no existe la reencarnación. Si es así estás equivocado. Existe la reencarnación como existen los paraguas y los autistas aunque no es cierto que exista el día y la noche. Si existen estos dos fenómenos es porque no te mueves, estás quieto y eres un haragán y un vago.

Si echaras a correr detrás del sol nunca se te haría de noche, aunque claro, para poder seguir al sol tendrías que tener, como Jesucristo, la facultad de caminar, en este caso correr, sobre la aguas a no ser que fueras campeón universal de salto de longitud para saltar desde Lisboa hasta Florida sin mojarte los pies.

Podrás decirme que el primer salto lo darías hasta la Azores, pero yo te pregunto ¿Y luego, qué? Ya no hay más islas a donde saltar de modo que tendrías que entrenarte concienzudamente para saltos continentales y así nunca se te haría de noche. Desde que yo tengo memoria, o sea, desde que era Anaxágoras de Clezomene, que no es mi apellido sino el pueblo donde nací, atraído por la política cultural desarrollada por Pericles me instalé en Atenas.

En la capital del Ática fundé una escuela filosófica consiguiendo una espectacular fama pero el declive de Pericles motivó que me acusaran de impiedad. La razón de esta acusación es que mi filosofía ni reconocía el carácter divino del sol ni de la luna. Eran unos memos aquellos griegos. Para explicar los cambios en las cosas, introduje el concepto de lo infinitamente pequeño que mezclado en un principio de modo caótico, será regulado su orden por el intelecto.

Conseguí escapar de Atenas y refugiarme en la Jonia donde fallecí, que yo recuerde, por primera vez. Expliqué la existencia de unas partículas como las componentes de las cosas, organizadas gracias a una mente rectora después del caos inicial. Rechazaba el planteamiento de la desaparición tras la muerte. Los sofistas forman una importante escuela desde donde aportarán fundamentales dosis de crítica y relativismo a la ciencia, la historia, la ética o la religión.

Proponen impartir una formación general a los jóvenes para adaptarlos a la vida pública y así han salido los políticos españoles de ladrones, a través del conocimiento del arte de hablar o retórica, del arte de la prueba o dialéctica y de la educación cívica, por eso cuando uno muere, el espíritu se queda en el éter y cuando una pareja hace el amor y ella concibe porque el espermatozoide culebrea hasta el óvulo y lo fecunda, entonces las partículas del espíritu que flotan en el éter se introducen en ese nuevo ser pudiendo nacer tanto un degenerado y traidor socialista como alguno que todos conocemos, como un santo varón como yo. Claro que no estoy seguro si a ti, caro lector, te interesan las ciencias y si éstas tienen algo que ver con mis memorias; yo lo digo por si acaso y ahí se queda. Algo habrás aprendido, digo yo.

El caso es que, como te iba diciendo, Davinia quería casarse cuanto antes, lo que es muy lógico tratándose de una mujer, y yo, que estaba enamoradísimo, como regalo de bodas le regalé un Mercedes 320 descapotable casi nuevo que encontré en Barcelona abandonado y con el motor en marcha en una calle del barrio de Horta. Naturalmente, a la altura de Castellón le cambié las matrículas que encontré en un desguace porque no era lógico que mi esposa condujera un coche con matrícula de Barcelona viviendo en la Comunidad Valenciana.

No estaría bien visto y yo soy muy mirado para esas cosas. Se puso tan contenta ante la magnificencia de mi regalo que me cogió de la corbata y me llevó corriendo a nuestra habitación donde me demostró un par de veces lo mucho que me quería. Hasta Nicanor estuvo mirando el coche y al enterarse de que me había costado cien mil pesetas, comento con su habitual parquedad:

-- Barato.

-- Hombre, Nicanor, que uno tiene ya cierta experiencia en los negocios.

-- Claro – respondió escueto.

Aunque nunca he fumado, una semana después me compré un smoking, una pajarita, camisa de seda con chorreras, zapatos de charol y un reloj de oro con cadena del mismo metal de la mundialmente famosa marca italiana Tutti Fruti y una diadema de diamantes para Davinia que me vendió un negro subsahariano por dos mil duros ya que en Sudáfrica, que es la tierra donde más diamantes se cosechan, van muy baratos y que en España me hubiera costado más de un millón de pesetas o quizá más.

En compañía de mi futura compramos su traje de novia, el que más le gustó, un traje de seda salvaje con una cola tan larga como la del Corte Inglés el primer día de rebajas, zapatos blancos, bolso, ropa interior de la que personalmente escogí las braguitas, en fin, un ajuar de novia completo que daba gloria verlo.

El día de la boda, las chicas de la vida horizontal, ejercieron de damas de honor, nueve por cada lado, muy bien vestidas y peinadas, sostenían la larga cola del vestido de seda salvaje de la novia. Incluso el obispo, al que le había hecho una donación para los pobres de diez mil duros y prometido que le enviaría a confesarse dos veces por semana a Silvia, la encargada, una de las chicas más guapas y de mejor tipo de mi elenco.

El obispo estaba encaprichado en salvarla del infierno confesándola bien confesada dos noches por semana, lo que demostraba el gran concepto que el santo hombre de iglesia tenía de su cometido pastoral con la feligresas descarriadas, bendiciéndolas con su hisopo con gran satisfacción por su parte.

Era muy buena persona el obispo y aquel día, para que Silvia viera lo elegante que era, hasta se había comprado una mitra nueva y le había sacado brillo al báculo que relucía como un espejo.

Al entrar la novia en la catedral el órgano comenzó a tocar la marcha nupcial de Mendelsson. Medio embobado por la apariencia angelical de mi futura la recibí a los pies del altar. Davinia parecía un querubín con su gran ramo de azahar signo de pureza y virginidad, lo que estaba muy en consonancia en aquella ocasión ya que parecía la mismísima Virgen Maria pues, como nadie ignora, las mujeres son vírgenes antes, durante y después del parto, pero Davinia aún era más virgen porque no había parido que es cuando más vírgenes son la féminas y como era bastante estrecha de vagina aún parecía más virginal de lo que era, cosa que solo sabía yo y el difunto Javier, pero al estar más muerto que Totankamon ni se acordaba.

Entonces el obispo, abrió un libro de tapas negras que tenía unos papeles dentro, y me dijo:

-- Repite conmigo

Como no era cosa de desairarlo, dije:

-- Repito contigo.

Me miró por encima de las gafas y continuó:

-- Yo, Miguel Estrogolfo...

Muy extrañado comenté:

-- Monseñor, creí que te llamabas Armando Guerra.

Volvió a mirarme por encima de las gafas antes de preguntar:

-- Oye, ¿Has venido a casarte o a discutir conmigo?

-- A casarme, naturalmente.

-- Pues haz el favor de repetir conmigo: Yo, Miguel Estrogolfo...

-- ¡Pero si tu no eres Miguel Estrogolfo, joder!

-- Haz el favor de no decir palabrotas en la Casa del Señor.

-- Perdona, obispo, es que no sé porque te empeñas en decir que eres Miguel Estrogolfo.

-- No discutamos, tú repite conmigo: Yo, Miguel Estrogolfo

-- Tu, Miguel Estrogolfo...

-- ¡Tu, no, Yo, leñe! ¡A ver si te enteras, hostias!

-- Vale, vale, no te enfades: Yo, Miguel Estrogolgo...

-- En posesión de mis facultades mentales...

-- En posesión de tus facultades mentales...

-- Tomo a esta mujer por esposa.

-- Se llama Davinia, obispo, Da-vi-ni-a Muérdago Verde

-- Uf, que tozudo eres, Miguel, ya lo sé, pero ¿es una mujer o no?

-- Te lo garantizo, pero aquí hay lo menos cincuenta mujeres y si no especificas con cual me casas, luego pueden venir todas a decirme que son mi esposa. Las cosas claras y el chocolate espeso, obispo.

-- Vale, no discutamos, repite: Tomo a Davinia Muérdago Verde por esposa

-- Tomo a Davinia Muérdago Verde por esposa...

-- Para honrarla, respetarla, y atenderla tanto en la salud como en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza hasta que la muerte nos separe.

-- Hasta que la muerte nos separe – repetí, porque no me acordaba de nada más.

-- Lo otro también.

-- Coño, claro que también, no voy a dejártela a ti.

-- Bueno, vale, dejémoslo así, o nos darán las uvas.

Con Davinia todo fue mucho más rápido. Ella no tiene nunca dudas. Todo lo encuentra bien y lo entiende a la primera. Le puse el anillo, ella me lo puso a mí, nos besamos y ¡hala! al convite en el motel. Como teníamos muchos invitados, casi todas las fuerzas vivas de la ciudad lo estaban, había tenido de contratar camareros extras aparte de la orquesta. La carpa que montaron en el jardín era enorme y aún así muchos convidados tuvieron que comer al aire libre, pero como hacía muy buen día y la orquesta tocaba muy bien a media comida ya estaban todos borrachos perdidos y bailaban medio desnudos incluso dentro de la piscina. A la hora del café y los licores, la mitad de los invitados estaban acostados en la hierba practicando el amor libre y la otra mitad aplaudía cuando alguna pareja realizaba una exhibición de campeonato aunque, la verdad, la mayoría de ellos demostraban poca imaginación. Davinia, al principio, le pareció de mal gusto, según decía se parecía más a una orgía romana, a una bacanal desenfrenada que al convite de una boda tan importante como la nuestra y sobre todo porque Eufrasia, su madre, se había desmelenado y pasaba de uno a otro con una rapidez supersónica. Al final se quedó dormida y la tapé con una manta, la tarde estaba declinando y la humedad de la playa se dejaba sentir; desnuda como estaba y hubiera podido coger una neumonía. Para mi sorpresa se despertó antes de lo que esperaba y tan serena como si no hubiera trasegado media barrica de alcohol. Se vistió y muy seria y expeditiva comenzó a poner orden enviando a las parejas a las habitaciones, aunque, como no había bastantes, en más de una metió tres o cuatro parejas hasta que finalmente, sólo quedamos bailando las personas de mayor conocimiento y sensatez. Fue entonces cuando a Davinia, que se había cambiado el vestido para salir de viaje de novios, le entró la urgencia amatoria quizá porque estaba tan pegada a mi que notó la potente exuberancia de mi pico de oro presionándole el estómago y me pidió que la acompañara a la habitación porque quería ir al baño. Lo que pasó dentro de la habitación ya lo explicaré más adelante porque de momento, me da vergüenza explicarlo. Soy un hombre bastante sensible y recatado para relatar intimidades, comprendan que Davinia ya era mi esposa y no es lo mismo hablar de una muchacha de la vida horizontal con la que no estás casado que con la mujer que, un día u otro, será la madre de tus hijos si no te pone los cuernos, cosa nada difícil tratándose de mujeres y sino recuerden el caso de Joaquín Dabella y Margarita, muchacha virgen a la que Joaquín sacó de la mísera vida de la portería donde malvivía con su padre y su tía. Lo cuenta Max Aub en su obra <<La calle de Valverde>>. Margarita, dieciséis años, deseaba salir de aquella mísera vida, deseaba ser algo, y estaba convencida que nunca sería nada más que aprendiza de modistilla, decidió colocarse en una sala de baile como "call-gerl", creo que se dice así en inglés, o sea, enseñando a bailar a los caballeros que pagaban por ello en el salón. Hubiera acabado de mala manera si Joaquín, un muchacho rico, algo tartamudo, muy tímido, opositor a notarias, cliptorquídico, no la saca de aquel ambiente sin pedirle nada a cambio y prometiéndole casarse con ella en cuanto aprobara las oposiciones. La nueva vida de Margarita sostenida por Joaquín la puso a salvo de terminar en la calle vendiendo su cuerpo a unos y a otros. Así viven algún tiempo durante el cual Joaquín le demuestra de mil maneras el amor que por ella siente, pero sin pedirle lo que ninguna mujer puede reponer una vez perdido. Más de una vez Margarita se le ofrece, desea ser suya, pero él, se niega, quiere que aquello llegue por derecho, como manda la ley, cuando sea su mujer legalmente, aunque influye en esta decisión un complejo, bastante acusado, de su cliptorquidia que le hace suponer que por tener un solo testículo no podrá satisfacer a la mujer debidamente por culpa de ese fallo que la naturaleza ha puesto en su cuerpo. Pero ama a Margarita con todas las fuerzas de su corazón, estudia cada día más por ella, vive por ella pero, en cierta ocasión, Álvaro, amigo de Joaquín y Margarita, que tiene coche, dinero, buena planta y pocos escrúpulos, invita a Margarita a comer fuera de Madrid. Pese a que una prima suya que es su criada le advierte del peligro y de que no está bien que salga sin Joaquín, Margarita se va con Álvaro en el coche a comer a Alcalá de Henares. Disfruta del viaje, nunca había ido en automóvil, nunca había salido de Madrid, el restaurante, la comida el servicio todo le parece magnifico, todo la asombra y al final de la jornada termina entregando su virginidad a Álvaro que la posee sin darse ni cuenta de que ha obtenido las primicias de la futura esposa de su amigo, del hombre que la ha sacado de la miseria y la mantiene en una decorosa posición sin pedirle nada a cambio. Es más tarde cuando Margarita se da cuenta de lo que ha hecho porque, al fin y al cabo, ella ama también a Joaquín que siempre le ha demostrado el inmenso amor que por ella siente. Los remordimientos la llevan a decírselo a su futuro esposo de sopetón y Joaquín ante lo que considera una villanía, una demostración de lo poco que le importa a la muchacha a la que ama con locura, dolorido, desengañado, en un arrebato de celos se suicida ahorcándose con su propio cinturón. Pero la hebilla se rompe y logran salvarlo. Pasa unos meses en el hospital y, ya curado, abandona Madrid para irse a vivir a París deseando olvidar a la mujer que ama. Afortunadamente, la historia termina bien porque ella va a buscarlo a París, lo encuentra y él, que la sigue amando, la acoge de nuevo sintiéndose el más feliz de los mortales. En fin, ésta historia, contada de prisa y corriendo, que nos relata Max Aud, como muchas otras que no se saben porque no se explican, demuestra que la mujer no sabe lo que es la fidelidad, que es capaz de ponerle los cuernos al novio o al marido por la menor futilidad, sin pensar en el daño que hace y exigiendo, encima, que el marido o el novio le sea fiel. No existe, no ha nacido aún la mujer que sea capaz de ser fiel. La más virtuosa de ellas, la más honesta, se entregará ansiosa si el hombre es el adecuado y el momento propicio.

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Memorias de un orate (7)

Memorias de un orate (6)

Memorias de un orate (8)

Memorias de un orate (5)

Memorias de un orate (4)

Enigmas históricos

Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

El cipote de Archidona

Marisa (11)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

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Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)