MARISA 8
Me sentí horriblemente mal. Le había hecho pagar a la niña la mala leche acumulada por culpa de la madre. Una verdadera canallada, eso era lo que le había hecho a la pobre muchacha y encima le había entregado dinero de la forma y manera en que se le entrega a una fulana por los servicios prestados. No sé lo que sentí, pero me di cuenta de que aquella chiquilla se me había metido en el corazón más profundamente que ninguna otra mujer después de Sharon, y aquello era lo que yo necesitaba. Una mujer como Merche, una encantadora muchachita todo corazón y dignidad. Si no era amor lo que sentía por ella era algo muy parecido. La necesitaba, la quería a mi lado y para siempre. Necesitaba encontrarla y casarme con ella. Inmediatamente. Antes de que...
Me vestí a toda prisa y bajé a recepción. « Si, hace diez minutos que la señora Gorribar ha cogido un taxi «No, no habían tomado el número del taxi» « No, no pertenecía a la compañía de radio taxis» « No, no sabían que dirección había dado, no habían podido oírla»
Pedí el coche y salí disparado hacia la estación de autobuses. Nada. Los taxistas me informaron que, efectivamente, había una compañía de radio taxis, pero que no todos los taxistas pertenecían a esa compañía. Si era un autónomo sería muy difícil, por no decir imposible, saber quien la había recogido. Podía haber marchado a Lisboa a tomar el tren hacia España o el autobús, o, simplemente, marcharse en taxi hasta la frontera.
Me fui a la estación de Ferrocarril de Lisboa. No había salido ningún tren con destino a Galicia desde las seis de la tarde y el siguiente no saldría hasta la once de la mañana. Miré por todos los rincones de la estación, miré en el bar, en los servicios. Ni rastro. Me fui a la estación de autobuses a toda marcha. Nada. Seguro que se había largado en taxi. Con cien mil escudos en el bolsillo le sobraba dinero para llegar a Santiago. Tenía que encontrarla antes, necesitaba encontrarla antes.
Regresé a Estoril echando centellas, pagué el hotel, recogí todo el equipaje e hice que lo bajaran hasta recepción y lo cargaran en el portaequipajes y enfilé hacia la autopista de Lisboa a toda velocidad. El tráfico era escaso y entré en la autopista diez minutos después..
A LA ALTURA DE VILAFRANCA DE XIRA bajé la velocidad al divisar el verdinegro color de un taxi. «Yate tengo, palomita - me dije complacido - quizá ahora pueda producirse el milagro, querida muchachita > Reduje la velocidad hasta ponerme a su altura. Me duró poco el regocijo, el taxi iba vacío, pero como ella podía ir acostada en el asiento trasero bajé la ventanilla haciéndole señas de que parara en el arcén. No me hizo caso. Me adelanté trescientos metros y paré haciéndole señas de que necesitaba hablarle. Se detuvo sin salir del coche, no llevaba pasajera ninguna, iba a recoger a un viajero a la población cercana, cuyo nombre me dijo pero del que ya no me acuerdo:
Volví a arrancar quemando rueda, pasé Azambuja con el pie en el piso y llegué a Santarem sin encontrar ni un solo taxi en la autopista. Seguí adelante sin aminorar la marcha. Al acercarme a Oporto, comenzaron a menudear los verdinegros taxis. No podía detenerlos a todos, pero si comprobar a sus viajeros. Ninguno de ellos era mi pequeña Marche:- Empecé a preguntarme si el taxista se habría aprovechado de la muchacha al verla sola. Los pelos de la nuca se me pusieron como escarpias recordando algunos casos recientes de asesinatos. Deseché la idea, porque no quería pensar en ella. Se me revolvía el estómago ante la posibilidad de que la pequeña estuviera en dificultades.
Pasé Oporto más despacio porque los taxis eran cada vez más numerosos, pero ninguno llevaba dentro a la muchacha y seguí adelante cada vez más intranquilo, era imposible que después de hora y media de marcha casi a una media de ciento noventa kilómetros por hora, no hubiera encontrado el taxi. ¿Quién puede correr más?
¡El avión! ¡Coño claro! Sólo el avión puede correr más que yo ¿Cómo no se me había ocurrido pensar en el aeropuerto de Lisboa? Era imperdonable semejante olvido. Si había tomado un avión para Labacolla estaría en Santiago muchas horas antes que yo. Acababa de pasar la indicación del aeropuerto de Oporto. Di la vuelta en la siguiente salida y regresé a la autopista cogiendo el desvío para el aeropuerto.
En información me indicaron que de Lisboa saldría un avión para Vigo a las siete de la mañana, Tenía escala en Oporto a las siete cuarenta. Pregunté, con el corazón latiéndome a cien por hora, si la pasajera Mercedes Peñalver viajaba en dicho vuelo. La señorita portuguesa me miró un par de veces algo recelosa antes de preguntarme si era un familiar mío dicha pasajera, le dije que si, que era mi esposa que regresaba a Vigo para encontrarse conmigo sin saber que yo ya me había puesto en camino hacia Lisboa donde ella se encontraba. Sonrió ante mis nerviosas explicaciones. Tecleó en el ordenador y esperé cruzando los dedos. Al cabo de un momento, comentó:
-- No, no hay ninguna Mercedes Peñalver.
-- Pero, ¿cuántas mujeres hay en el vuelo? Por favor - y puse cara de lástima.
-- No sé si debo... pero en fin, vamos a ver: Señora de Castro Lamela, Señora de Lendoiro, Señora de Gorribar...
-- Gorribar - exclamé nervioso- Esa es, Señora de Gorribar. Soy vasco ¿sabe? ¿Hay alguna manera de avisarla?
-- Claro que sí.
--¿Y qué tengo que hacer?
-- Nada, yo pasaré el aviso a Torre de Control y ésta lo pasará al comandante de la nave. La azafata de vuelo informará a su esposa de que usted la está esperando en el aeropuerto.
--¿Puedo pasar a la pista para recibirla?
-- No creo que le dejen, pero hable con el Jefe de Aeropuerto, el señor Meirama - comentó sonriendo e indicándome la oficina correspondiente. Le envié un beso con los dedos y salí arreando porque faltaban diez minutos para el aterrizaje.
El Señor Meirama comenzó diciéndome que lo que le solicitaba era imposible, pero unos cuantos billetes lo hicieron titubear, eran pocos billetes por lo visto y añadí otros tantos a los primeros y después de salvar la cara con unos cuantos comentarios de circunstancias acabó por entregarme una tarjeta plastificada que tuve que colocarme en la solapa. La tarjeta daba acceso a las pistas sin que el personal de seguridad me lo impidiera. Hacía trío fuera y regresé corriendo al automóvil para recoger el abrigo que le había comprado en aquella ciudad el día anterior.
Esperé dentro del aeropuerto hasta que anunciaron la llegada del vuelo procedente de Lisboa y entonces me dirigí a la pista. Seguí detrás de la escalera mecánica cuando ésta se acercó al avión y antes de que nadie se me adelantara subí los escalones de dos en dos llegando a la plataforma justo en el momento en que la puerta se abría. La azafata me miró extrañada, miró la tarjeta colgada de la solapa y sonrió levemente advirtiéndome:
-- Deje salir al pasaje, por favor.
Me hice a un lado, salieron cuatro o cinco pasajeros, pero ella no aparecía y ante mi cara de ansiedad la azafata preguntó:
--¿Es usted el señor Gorribar? - se atragantaba con el apellido.
-- Si, yo soy. ¿Dónde está mi esposa?
-- Su esposa no quiere acompañarle, tendrá usted que bajar, vamos a despegar en diez minutos - indicó olvidándose de su estereotipada sonrisa.
No le hice caso, la aparté a un lado y quise pasar, pero se interpuso el sobrecargo. Aunque hubiera podido levantarlo por la corbata sin ningún esfuerzo alcé las manos en son de paz
sosteniendo el abrigo de Merche, no quería armar ningún follón dentro de la nave y que la policía portuguesa me detuviera.
-- Tengo que hablar con ella, por favor. Serán sólo dos minutos.
-- Ya se le advirtió a la señora que usted la esperaba en el aeropuerto y ha dicho que no desea bajar y si ella no quiere bajar usted no podrá obligarla ¿comprende? Tendrá que irse, estamos a punto de despegar - comentó con la mano puesta sobre el walki-talki.
--¿Puedo sacar billete en vuelo? - pregunté conteniendo la rabia - Por favor.
-- No, no está permitido. Lo siento, créame que lo siento.
-- Bueno, pues permítame hablar con ella, un minuto, sólo un minuto, por favor.
El hombre bufó, mirando a un lado y a otro sin saber que hacer. Finalmente separó la cortinilla haciéndose a un lado:
-- Sólo un minuto - concedió, remachando - un minuto. Asiento 58.
La vi nada más entrar, estaba sentada en la butaca del pasillo al lado de otra señora de mediana edad que me miró curiosa, igual que el resto de pasajeros. Se ve que todos estaban enterados de mi aviso.
Ella, que viajaba como mujer casada gracias a la tarjeta del hotel, me miró asustada. Me puse en cuclillas y le tomé una mano:
-- Merche, cariño, te he traído el abrigo, hace un frío terrible fuera, te amo, ven conmigo. Hablaremos con mi abuelo y con tu madre. Haremos lo que tú quieras.
-- No, Tomy, no iré. Tú no me amas ni me amarás nunca, o no me hubieras tratado como lo has hecho - comentó nerviosa, estrujando el abrigo entre las manos.
-- Lo sé, cariño, perdóname, pero te amo, ahora lo sé.
-- Jovencita - intervino la mujer madura - váyase usted con su marido, créame. Se arrepentirá toda su vida si no lo hace.
Ella la miró y la señora mayor movió la cabeza afirmativamente, sonriéndole comprensiva. Ella me miró en el momento en que el sobrecargo me tocaba en el hombro. Suspiré, esperando que ella se levantara, pero siguió sin moverse y no me quedó más remedio que seguir al sobrecargo. Me giré antes de pasar la cortinilla de salida. Me estaba mirando, la señora sentada a su lado le estaba diciendo algo porque de pronto se levantó.
Tomy, espérame - gritó, corriendo hacia mí con el neceser en una mano y el abrigo en la otra.
La levanté en los brazos delante de todo el pasaje que habían estado pendientes de nosotros durante los breves momentos en que estuve con ella. Cuando nos besamos apasionadamente, se oyeron algunos aplausos, posiblemente creyendo que rodábamos un film. En brazos la llevé hasta la escalerilla. Sosteniéndola por la cintura, cogidos a la barandilla de la plataforma, ésta se apartó del avión sin esperar a que bajáramos, pero se detuvo cuando el aparato comenzó a rodar y pudimos descender. Le puse el abrigo porque estaba tiritando de frío.
-- Nos están mirando desde todas partes - comentó, cogida de mi mano como una niña.
-- Quizá piensan que estamos rodando una película - le indiqué sonriendo.
-- Pues sí, eso es lo que parece - murmuró.
Seguía temblando de miedo cuando entramos en la cafetería. Pedí dos. cafés con leche y tostadas con mantequilla. Pareció reanimarse de la tiritera Estaba demacrada y ojerosa y la expresión infantil de sus ojos celestes y su cansada carita de niña asustada me conmovieron profundamente.
-- Merche, cariño, ¿sigues amándome? - pregunté, mirándola fijamente.
Levantó la cabeza y me miró con expresión intrigada, como si no hubiera entendido la pregunta, pero comentó:
-- Si no te amara tanto no estaría aquí, pero... ¿es verdad que me amas? - preguntó dudosa.
--¿Quieres casarte conmigo?
Estaba a punto de comerse la tostada y se quedó mirándome con la boca abierta.
--¿Qué? - preguntó con expresión incrédula.
-- Que si quieres casarte conmigo - volví a repetir
-- Tómate el café con leche, anda, y déjate de bromas - respondió, dejando la tostada en el platillo y agachando la cabeza.
-- Merche, atiéndeme - la cogí por la barbilla levantando su carita - quiero saber si estás dispuesta a ser mi esposa.
Tenía los ojos húmedos y sentí el temblor de su barbilla en mi mano. Cerró los ojos y se me encogió el corazón cuando las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tragó saliva y suspiró profundamente antes de responderme:
-- Tienes lástima de mí ¿verdad? No quiero tu compasión. El dinero que me ha sobrado está en el bolso.
-- Olvídate del dinero y no llores, por favor, no puedo soportar verte llorar. Yo te quiero, te amo y deseo que seas mi esposa ¿Cómo tengo que decírtelo? ¿De rodillas? - pregunté cogiéndole una mano y arrodillándome frente a ella.
-- Levántate, Tomy, no hagas el payaso, por favor - sonrió entre lágrimas - ¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo?
-- Quieres ser mi esposa ¿sí o no?
-- Si te levantas, sí. Nos está mirando todo el mundo - y me besó en los labios suavemente cogiéndome por las solapas para levantarme.
Acabamos de desayunar, la tomé del brazo y salimos al aparcamiento. Puse la calefacción a todo gas porque el habitáculo del coche estaba como el hielo; la besé mientras se calentaba. No intenté meterle la lengua, no intenté tocarle los muslos ni hice ademán alguno que pudiera molestarla, debía esperar a que ella lo deseara, y lo que yo deseaba era que ella se diera cuenta de que... ¡no sé de qué!
Arranqué en dirección a la autopista pasadas las nueve de la mañana. Le fui explicando lo que deseaba hacer. Hablaríamos con el abuelo para que él pidiera su mano a Marisa. Le pregunté si deseaba una boda eclesiástica, a mí me daba igual, pero lo que verdaderamente valía era la boda civil que podíamos realizar aquella misma semana. Se mostró conforme,
Pero tenía pánico a enfrentarse con mi abuelo. Tuve que convencerla de que era un hombre muy comprensivo, que me quería mucho y que no se opondría a que yo me casara siempre que siguiera estudiando y ella también. Faltaban ocho días para el final de las vacaciones de Navidad y para entonces ya podíamos estar casados. A ella le faltaba un curso para acabar COU, aprobar la selectividad y seguir la carrera de Veterinaria como su hermana Mabel. Tenía miedo de que su madre su opusiera a que se casara tan joven en cuyo caso tendríamos que esperar tres años.
Llamé a casa, cogió el teléfono Cousillas y le dije que me pusiera con el abuelo. Supe que estaba cabreado nada más oír la pregunta:
--¿En donde estáis?
Pensé que sería mejor coger al toro por los cuernos inmediatamente.
-- En La Guardia - respondí - Abuelo, quiero presentarte a mi futura esposa ¿podemos comer juntos en el club?
Durante unos segundos creí que se había cortado la comunicación porque no respondía.
--¿A que hora estarás en Vigo? - preguntó algo menos enfadado
-- A la una y media - respondí
-- Quiero hablar contigo a solas, jovencito.
-- De acuerdo.
-- Me llamó su madre ayer para ponerme al corriente de tu hazaña. Supongo que sabrás lo que haces.
-- Naturalmente.
-- Bueno, ya hablaremos. Adiós
-- Hasta luego.
Tuve que tranquilizar a Merche, la niña estaba asustada pensando en la entrevista. Llegamos a Vigo a la una y me dirigí directamente al Club de Golf. El Mercedes del abuelo estaba en su aparcamiento, quedaba un sitio vacío a su lado y le indiqué Merche que vendría a recogerla, dentro de un momento.
Lo encontré en el salón leyendo la prensa y le di un beso como siempre. Dejó el periódico y preguntó:
--¿Dónde has dejado a la chica?
-- En el coche. ¿Quieres que vaya a buscarla?
-- Todavía no. Primero quiero saber porque te la has llevado de casa siendo menor de edad.
-- La invité, aceptó y me he dado cuenta de que estoy enamorado de ella y quiero casarme cuanto antes.
-- Eso no es lo que me ha explicado la madre. Quería denunciarte por rapto y tuve que convencerla de que no hiciera nada hasta que yo hablara contigo.
-- Yo no la he raptado, abuelo. Merche le dejó una nota diciéndole que yo la había invitado a pasar unos días de vacaciones en Portugal y que aceptaba porque estaba enamorada de mí ¿No te lo ha dicho?
-- Si, me lo ha dicho, pero eso no es suficiente. Ella es menor de edad y sin el permiso de la madre no puedes llevártela por las buenas ¿comprendes, cabeza de chorlito?
-- No pudimos pedirle permiso porque no sabía cuando regresaría de la cama de Lalo Randeiro y las vacaciones se terminaban. ¿Qué tenía que hacer? ¿Llevar a Merche a pedirle permiso a su madre mientras hacía el amor con Lalo?
-- Lo que haga la madre no es asunto tuyo ¿o si lo es?
-- No, desde luego, no es asunto mío.
-- Si la querías para casarte, haberte esperado a que la madre regresara de donde estuviera. Eso es lo que hace un hombre con sentido común. Pero hoy día los jóvenes no tenéis ni puñetera vergüenza. Lo hacéis todo a la brava y porque os sale de los cojones, sin importaros ni los sentimientos ni los deseos de los demás.
-- Pero, abuelo...
-- ¡Ni abuelo ni leches, cojones! No me interrumpas, aún no he acabado. ¿Vas a hacer lo que yo te diga o prefieres arréglatelas tú solo?
-- Siempre he hecho lo que tú has querido ¿o no?
-- Si, aunque esto no era lo que yo quería, pero ya que está hecho, lo que procede, desde luego, es que te cases con ella. Por lo civil, naturalmente, y después de hacer capitulaciones que yo le enviaré a Doña María Luisa para que las estudie. Si le interesan, adelante, sino ya veremos lo que procede. ¿Cuándo piensas casarte?
-- Cuanto antes - respondí sonriendo y revolviéndole el pelo.
-- No estoy para bromas. Por muy rápido que esto vaya no será antes de mes y medio o dos meses aunque ella se quede en estado, sino tendréis que esperar a final de curso. De modo que casi será mejor que lo dejéis para las vacaciones de Semana Santa para no tener que perder estudios ninguno de los dos, y ahora vete a buscar a tu novia. Vamos, muévete. Estaré en el comedor.
Fui a buscarla, me miró con unos ojos tan asustados que no tuve más remedio que reírme de su miedo. Se le notaba que no había dormido en toda la noche, seguía demacrada y ojerosa pero quizá por eso estaba todavía más bonita con sus grandes ojos celestes y su larga melena rubia. Pero no sabía si el abuelo lo tomaría a la tremenda al verla casi extenuada y no tenía ganas hacerlo enfadar más. De modo que saqué su maleta del portaequipajes y la llevé al servicio de señoras diciéndole que se arreglara un poco y se pusiera los zapatos de tacón alto y el vestido blanco y azul con el abrigo y que se maquillara ligeramente.
Cuando salió volvió a sorprenderme. Estaba realmente bonita y elegante. Cerré la maleta en el portaequipajes y cogida de mi brazo entramos en el comedor.
Nos estuvo mirando mientras nos acercábamos a su mesa. Se levantó y vi que Merche estaba roja como un tomate. Ella no sabía que hacer, si darle un beso o alargarle la mano. Fue él quien se inclinó la besó en las mejillas, colocándole la silla hasta que se sentó.
-- Bueno, jovencita ¿has disfrutado del viaje? - preguntó amablemente.
-- Sí, señor.
--¿Te ha gustado Lisboa?
-- No la vi, era de noche cuando cogí el avión.
-- ¿Cómo, cómo? ¿Pero no habéis venido en coche? -le preguntó extrañado.
-- Si, seño, pero me escapé y cogí el avión-.
--¿Te escapaste? ¿De dónde?
-- Del Casino, quiero decir del Hotel.
--¿Pero por qué?
-- Bueno, verá - me miró indecisa, pero no quise intervenir, deseaba que explicara su versión tal como ella la entendía - Tomy ganó mucho dinero en el casino...
-- ¡Ah, sí! ¿Cuánto ganó?
-- No sé me miró intranquila - ¿Cuanto era Tomy?
-- Un millón de escudos - respondí rápido - pero lo ganó ella, no yo.
-- Si, pero el dinero era tuyo - respondió.
-- No estés nerviosa, hija, -- intervino el abuelo - ya no tienes por qué. Pero empieza por el principio, porque si no, no me entero de nada.
-- Si, señor - respondió, sumisa.
-- Deja de llamarme señor, me llamo Tomás, o llámame abuelo, si lo prefieres, como Tomy, y tranquilízate, hija, pareces un flan. A ver, que pasó en el casino, dime.
-- Pues verá. Tomy me dio unas fichas y me dijo que jugara al número 15 porque era el de mis años, pero el 15 no salía. Perdíamos dinero y quise marcharme. Tomy se empeñó en que siguiera jugando al número 15. Pero yo jugué al 34 y salió tres veces seguidas.
-- ¡Sopla! ¿Tres veces seguidas? ¡Es casi un milagro! - exclamó admirado.
-- Yo también lo creo - respondió ella muy seria.
¿Y por qué al 34? - preguntó el abuelo sonriendo - fue una corazonada, supongo.
Presté atención porque aquello no lo sabía yo.
-- No... abuelo, fue porque 15 y 19 suman 34.
--¡Ah! Ya comprendo, 15 son tus años y 19 los de Tomy ¿es eso?
-- Si, abuelo, eso es.
-- Bueno, ¿y qué pasó luego?
-- Pues nos fuimos a bailar pero estaba cansada y le pedí a Tomy que nos fuéramos a la habitación y entonces él cuando entramos me dio cien mil escudos y mientras se bañaba yo me marché enfadada. Fui al aeropuerto y cogí el avión para Vigo, porque no había otro para Santiago.
Fue entonces cuando saqué del bolsillo la nota que me había dejado en el Hotel y se la di al abuelo que la leyó despacio. Levantó la cabeza, la miró y le preguntó:
--¿Y aún quieres casarte con este badulaque, hija?
-- Bueno, es que después llamó por teléfono al avión para que se parara en Oporto (el abuelo soltó una carcajada) se subió al avión y le armó un escándalo al sobrecargo (nueva carcajada) porque no le dejaba hablar conmigo y no paró hasta que lo consiguió (otra carcajada del abuelo). No quería bajarme, porque estaba muy enfadada pero cuando vi que se iba, así tan triste, no pude más y salí corriendo detrás de él - tenía los ojos brillantes de lágrimas y bajó la cabeza porque no podía seguir hablando.
-- Bueno, bueno, en fin, muchacha, ya pasó - le dio un pañuelo preguntando - ¿Tú quieres casarte con Tomy?
-- Claro, abuelo, pero no sé si es suficiente conque yo esté enamorada de él.
--¿Es que él no está enamorado de ti?
Ella me miró tímidamente antes de responder:
-- Unas veces creo que si, pero otras veces no sé que pensar.
--¿Por qué?
-- Porque unas veces es muy cariñoso y parece muy enamorado y otras... - se detuvo estrujándose los dedos.
--¿Y otras qué, jovencita? - insistió el abuelo suavemente - Vamos, di lo que piensas sin miedo, mujer. Tomy no se va a enfadar por saber la verdad ¿No es cierto, Tomy?
-- Claro que no, nena - respondí, esperando que no explicara detalles más íntimos.
-- Otras parece un demonio - respondió suspirando.
-- Ya comprendo, bueno, y dime ¿si quedas en estado quieres perder el niño?
-- No, ni hablar... eso, jamás - respondió enérgica.
El viejo zorro la miraba escrutador, sabía que estaba estudiándola. Finalmente comentó:
-- Me parece muy bien, entonces ¿quieres casarte enseguida o prefieres esperar a ver si el demonio que lleva dentro este badulaque se marcha y os deja en paz?
-- No sé que decidir, abuelo. No lo sé. Estoy hecha un lío.
-- Te comprendo. Lo más difícil de este mundo es tener que decidir, si uno no ésta seguro de que toma la decisión correcta. Bien, entonces veremos como se desarrollan los acontecimientos. Si es necesario os casaréis en las vacaciones de Semana Santa, y si no es necesario esperaremos hasta que tú sepas verdaderamente lo que deseas hacer ¿entiendes lo que quiero decirte?
-- Claro que sí, abuelo.
-- Muy bien, ya hablaré yo con tu madre y ahora vamos a comer que ya es hora. ¡Ah! Otra cosa, esta tarde os quiero en Santiago sin más demoras ¿entendido? - comentó mirándonos alternativamente.
-- Por supuesto, abuelo - respondí, mientras ella asentía con la cabeza.