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Memorias de un orate (7 - 1)

en Confesiones

MEMORIAS DE UN ORATE 7-1

Entré en la habitación cuando ya estaba acostada y esperé sentado a su lado en una butaca a que se quedara dormida, cosa que hizo al cabo de diez minutos mientras le acariciaba la mano suavemente. Esperé durante media hora a que el sueño fuera suficientemente profundo. Tenía una erección descomunal cuando comencé a desnudarme y me acosté a su lado con mucho sigilo en el otro lado de la cama.

Me daba la espalda durmiendo plácidamente. Llevaba un camisoncito que apenas le llegaba a las rodillas y, ante la tibieza sedosa de sus mulos, mi erección palpitó ansiosa y descontrolada contra la prieta rotundidad de sus nalgas. Pasé la mano suavemente por debajo del camisoncito para acariciar con la yema de los dedos su liso vientre, en suave curvatura hacia su pubis de rizos sedosos y ascendí acariciando con deleite el aterciopelado y delicioso cuerpo dormido hasta sus redondas y macizas colinas, duras y firmes, de pezones pequeños que rocé apenas con las yemas de los dedos hasta notar que se erguían bajo la tierna caricia.

Mi erección palpitaba de nuevo contra sus nalgas y volví a bajar la mano hasta su delta de Venus, despacio, recreándome en la caricia hasta llegar a la conjunción de los gordezuelos labios de su pequeña herida de amor y allí me detuve percibiendo el enervante aroma de su cuerpo de niña madura. Pese a mi excitación permanecí inmóvil más de una hora y, a punto de quedarme dormido, noté que se giraba hacia mi musitando:

-- ¡Javier, Javier! Y le respondí en voz baja:

– Sí, cariño - mientras mi mano le acariciaba el sexo.

Uno de sus muslos pasó sobre los míos y en esa posición fui penetrándola lentamente hasta hundirme totalmente en su vientre. Me besó con tanto ardor metiéndome la lengua en la boca que supuse le había hecho bastante efecto el extracto de yohimbina, los polvos mágicos de Jordi el del sex-shop. Cierto es que la muerte produce en algunas personas una reacción sexual profunda, por lo menos, a mí me pasa. Era tan delicada como el pétalo de una flor y pese a ser delgada, no se notaba un hueso en todo su cuerpo. La puse encima con suavidad y sus nalgas comenzaron a moverse en un vaivén delicioso que nos llevó a la cima de placer en pocos segundos.

Tenía tanta ansia de ella que esperé a que recuperara el aliento antes de moverme.

Y así, en esa posición, nos disfrutamos una y otra vez con ansia de hambrientos, como si la muerte del marido ejerciera sobre los dos el deseo de perpetuarnos sin descanso. Al final, cuando se separó agotada, encendí la luz y al mirarme exclamó asustada:

-- ¡Dios mío, que he hecho! ¡Tu no eres Javier. Dios mío... Dios mío...!

-- Vamos, Davinia, por favor, está muerto, mejor olvídate de él porque no conseguirás resucitarlo por mucho que te lamentes.

-- ¡Pero el mismo día de su muerte! Jesús, qué atrocidad. Te has aprovechado de mí, ahora lo sé, lo tenías planeado, eres peor que Judas.

-- Nena, - comenté, impidiéndole moverse - tu no has podido ignorar quien te poseía. No creo que tu marido tuviera mis dimensiones. Has disfrutado hasta hartarte y aún disfrutaremos más esta noche después de cenar.

-- ¡Canalla! Eres un hombre sin escrúpulos, y haz el favor de soltarme.

-- Soy un hombre que te quiere, sólo eso.

-- ¡Me has deshonrado, mal nacido! – exclamó intentado escapar.

-- Vamos, cariño, no digas chorradas, quiero casarme contigo, Davinia.

-- Tú no estás en tus cabales. ¿Qué va a pasar mañana cuando venga mi familia? No sé que voy a decirles.

-- No tienes que decirles nada. Si acaso, que te quieres casar conmigo.

-- ¡Válgame Dios! No estás bien de la cabeza. Seguro que te falta un tornillo porque si no, no me lo explico.

-- Sí, es verdad, estoy loco por ti. Si no se lo dices tú se lo diré yo.

-- ¡Ni se te ocurra! ¿Cómo vamos a decirles que me quiero casar al día siguiente de quedarme viuda?

-- Vale, no les digas nada. Se lo diremos dentro de una semana.

-- Ni una semana ni un año. No pienso casarme contigo. Y, por favor, déjame ir al baño, estoy inundada.

Quería ponerse el camisón, pero se lo impedí porque deseaba verla caminar desnuda. Tampoco le dejé coger su ropa y cuando la vi dirigirse hacia el cuarto de baño se me encendió la sangre de nuevo. Yo estaba acostumbrado a ver todo tipo de mujeres y muy bien hechas, pero Davinia era algo especial, algo fuera de lo normal, de una perfección apabullante porque, como ya dije, siendo una mujer delgada no se le notaba en todo el cuerpo un solo hueso; su carne suave y aterciopelada, los recubría tan armoniosamente como nunca había visto en otra mujer.

Quise volver a poseerla pero se opuso y, aunque podía penetrarla a la fuerza, me contuve porque me suplicó que esperara hasta después de cenar. Como nada podía negarle ya y la súplica me pareció la promesa de su participación en una noche de amor desenfrenado, decidí ducharme mientras ella se arreglaba para bajar al comedor. Para cuando salí del baño, la habitación estaba vacía y ella y su maletín de viaje habían desaparecido. Cuando ya creía tenerla metida en el saco después de todo el trabajo que me había tomado para cepillármela, la muy ladina va y se me escapa dejándome más plantado que a un nabo, engañándome como a un pipiolo novato que era lo que más me encorajinaba.

En un primer momento pensé enviar al muerto a Valencia en un paquete postal, porque el féretro valía un riñón, riñón que el de la funeraria no quiso devolverme porque, según dijo, el muerto ya estaba dentro del cajón y él no vendía ataúdes usados. Ante una postura tan intransigente decidí llevarme el muerto con el ataúd puesto pero no me cabía en el Lamborghini y tuve que alquilar una furgoneta con conductor.

Si yo tenía guardado al difunto y Davinia quería recuperarlo no le quedaría más remedio que venir a pedírmelo, momento en que se iba a enterar de lo que vale un muerto. Me costó bastante trabajo convencer al de la funeraria para que me entregara al difunto, pero como yo había pagado todos los gastos y tenía las facturas, el muerto era mío. Pues ni así. El muy bandido quería quedarse con el cadáver y con el ataúd, seguramente para venderlos y sacarse algunos ingresos extras. No me quedó más remedio que cogerlo por la solapas y darle un cabezazo que le puso la nariz como una alcachofa. Mientras el funerario intentaba detener la hemorragia nasal, el conductor de la furgoneta y yo probábamos a trasladar el féretro desde el coche fúnebre, pero el cajón pesaba como un muerto y tuvimos que desistir.

El conductor sabía lo que se hacía porque levantó el portón del coche fúnebre y colocó la puerta trasera de la furgoneta del tal forma que solo tuvimos que empujarlo.

Emprendimos el camino a toda máquina por la carretera nacional para cenar en Las Casas de Alcanar una zarzuela de pescado y una sangría que estaban de muerte, lo que no era nada extraño teniendo a un difunto esperándonos en el aparcamiento del restaurante. Estábamos acabando los cafés y los coñáces cuando apareció un taxista acompañado de una viuda desconsolada y llorosa acusándonos de haberle robado a su difunto.

Como a mí no me la dan con queso dos veces seguidas, comprendí al momento que aquello era una socaliña de Davinia para recuperar al cidral, de modo que le indiqué a la viuda si tenía alguna foto del muerto para poder comprobar si nos habíamos equivocado de cajón. No tenía ninguna foto y tanto el de la furgoneta como yo quedamos convencidos que intentaban robarnos al fiambre.

-- Señora – le dije a la viuda – si no hay foto no hay muerto.

-- Es usted un malvado – respondió muy compungida – Devuélvame a mi marido ahora mismo o aviso a la policía.

-- Dígale a Davinia – comenté pacientemente -- que si quiere recuperar al occiso, tendrá que venir ella y pagarme el millón y medio de pesetas que me he gastado en arreglarle todo los trámites.

-- ¡Es usted un bellaco y un miserable!

-- Oiga, señora como se llame...

-- Eufrasia.

-- Pues Eufrasia, ya está bien de insultos, si continúa por el mismo camino tendré que denunciarla por atentado al honor. Así que dígale a Davinia que venga ella.

-- Ella no puede venir.

-- ¡Ah, caramba! Así que el muerto era suyo ¿eh? Menudas lagartas.

-- No me ha entendido, ella no puede venir porque no la conozco.

-- Vamos, Eufrasia – recriminó el de la furgoneta – Parece mentira que se preste usted a representar un papel tan bochornoso y encima nos tome por tontos. El muerto es de este señor mientras no se lo paguen.

-- Eso digo yo – remaché, estrechando la mano del conductor.

-- Usted es cómplice del robo – reprochó Eufrasia al conductor – un hombre hecho y derecho ayudar a robar a un extinto.

-- Es blanco, no tinto – respondió el conductor, creyendo que se refería al vino – Y no lo hemos robado porque el señor Estrogolfo, que es este de aquí, va a pagar la cuenta.

-- Mire, Eufrasia – le indiqué a la falsa viuda – Dígale a Davinia que yo no tengo ningún interés en quedarme con los despojos de su marido. Ella me ha engañado, pese a que le dije que quería casarme con ella y pagué todos los gastos porque, además, no tenía seguro ni pagaba el Ocaso.

-- Ya se le pagará todo, pero haga el favor de devolverme a mi yerno.

-- ¡Vaya! ¿Así que usted es la madre de Davinia? – pregunté levantándome para ofrecerle una silla con toda amabilidad – Siéntese, haga el favor, y tome algo ¿Le apetece un whisky?

-- ¡Ay, no, por Dios! Prefiero un cubata de Beefeter. Estoy sedienta.

Le sirvieron el cubata y debía de tener una sed espantosa porque lo bebió de un golpe. Le hice señas al camarero de que le sirviera otro que se zampó hasta la mitad antes de quedar satisfecha. El taxista pidió un café. Luego comenté:

-- Mire usted, doña Eufrasia, el marido de su hija...

-- Marido, no, compañero sentimental, pero muy buena persona aunque ya le dije a mi hija que no era un buen partido pero, ¿qué quieres?, los jóvenes nunca hacéis caso de los mayores y así os va. Si su padre levantara la cabeza, volvería a morirse de pena – y dicho esto, la buena señora trasegó el resto del segundo cubata a toda velocidad. Una sed de camello, pensé, y nada más pensarlo ya había pedido otro.

Le dije al camarero que sirviera otra ronda para todos, incluido el taxista. La mitad del cubata desapareció en un santiamén. Cuando acabó le dije:

-- Ya me imaginaba algo de esto, por eso le propuse matrimonio. Yo, modestia aparte, soy un buen partido porque soy el dueño del Motel El Palacio...

-- ¡Qué me estás diciendo! – exclamó asombrada -- ¡Ah, pues de eso mi hija no me ha dicho nada! ¿Será posible? Tú, Nicanor, vete al taxi y dile a Davinia que entre que me va a oír.

-- Mujer, tampoco es necesario que le eches una bronca – comenté conciliador – porque luego dirá que es culpa mía.

-- No te preocupes, Miguel – incluso sabía mi nombre – no llegará la sangre al río. No entiendo a mi hija, porque un hombre como tu, guapo, buen mozo, elegante y rico que le propone matrimonio es como para darse con un canto en los dientes. Javier era un pelagatos, un simple representante de chica y nabo, con perdón para el difunto; no sé que encontró en él porque a mi, la verdad, me parecía una birria de tío que no tenía donde caerse muerto, suerte que yo les ayudaba. Nicanor, mi pareja, se gana muy bien la vida con el taxi y suerte de eso.

En ese momento entró Nicanor con Davinia y el conductor de la furgoneta exclamó:

--¡Joder, qué tía más cachonda!

-- Oye, modera tu lenguaje, cojones, estás hablando de mi futura esposa, hostia – le dije en tono seco – Anda, cariño, siéntate aquí a mi lado.

-- Davinia, por favor, hazle caso, quiere casarse contigo, es muy rico y además tiene el cadáver de Javier que aún no le hemos pagado y se le debe millón y medio de pesetas. Hija, no sé de donde vamos a sacar tanto dinero, el taxi no da para tanto.

Mi futura se sentó a mi lado de mala gana, con unos morritos muy elegantes que la favorecían mucho. La encontré preciosa. Tuve ganas de acariciarle una teta pero no me pareció correcto delante de Eufrasia, la madre y con el difunto en el parking.

-- ¿Has cenado, cariño? – le pregunté amable.

Negó con la cabeza mirando vergonzosamente al suelo y volví a preguntarle:

-- ¿Te gustan las cocochas a la bilbaína?

La madre exclamó rápidamente:

-- ¡Uy, cocochas a la bilbaína! Hija mía, eso no lo puede comer todo el mundo, hasta yo me tomaría un buen plato. Que suerte tienes que Miguel tenga tanto dinero, este sí que será un buen marido y no el fiambre que está en la furgoneta.

-- Mamá, por favor, no bebas más cubatas – censuró Davinia con su voz de hada milagrosa.

-- Sólo he tomado medio, como puedes ver – y se zampó el medio que quedaba.

-- Cuatro, Eufrasia, cuatro – corrigió el taxista, lacónico.

-- Tu cállate, Nicanor, que con esas gafas ves triple. Lo que yo digo, hija mía, es que Miguel es el hombre que nos conviene.

-- El muy sinvergüenza me estuvo violando toda la tarde, mamá.

-- ¿Toda la tarde? ¡Qué potencia! ¿A qué esperas para darle el sí? Nada, nada, mañana os casáis.

-- Mamá, por favor, que Javier aún está caliente.

-- Más caliente estoy yo, lucero mío – le dije, acariciándole la mejilla – Y hablando de todo, ¿qué hacemos con el cidral? Habrá que decírselo a la familia. Vamos, digo yo.

En ese momento llegaron las cocochas y Eufrasia aprovechó para mojar pan en la salsa y pedir otro cubata. Luego comentó mirándome:

-- ¿A la familia? Por no tener no tenía ni eso. Era huérfano y hasta el coche era prestado, que ya veremos a ver quien se lo paga a Daniel ahora.

-- A mi no me mires – le advertí – Por lo que veo voy a tener que vender el muerto y el féretro si quiero recuperar algo.

-- A Javier no lo vendes – amonestó Davinia chupando una cococha.

-- ¿Y qué quieres hacer con él? ¿Guardarlo en el armario? – pregunté, irritado por tanta tozudez.

-- Enterrarlo como Dios manda.

-- Hija mía, no sé de donde vas a sacar el dinero para comprar el nicho. Están carísimos y a Nicanor sólo le queda dinero para gasoil.

Entonces, Nicanor, dirigiéndose a mí, preguntó:

-- ¿Cuánto darían por el difunto?

-- Depende. Si se le coloca la cabeza en su sitio quizá puedan darme dos o tres mil duros y por el ataúd no más de doscientas mil, aunque yo pagué medio millón.

--¡Medio millón! – bramó Eufrasia – Ni que fuera de platino.

-- No es de platino, pero es de caoba – contesté esperando que colara – y ya se sabe que es madera noble y cara, pero como para mi futura esposa todo me parece poco, pues compré el mejor que había. De todas formas, Eufrasia, quiero proponeros un negocio.

-- ¡Ah, magnífico! – respondió muy interesada – los negocios, si son rentables, me gustan un montón y supongo que tu Motel El Palacio, sí lo es.

-- El motel el Palacio no es más que una casa de putas, mamá – indicó mi futura que acababa de limpiar el último vestigio de salsa de las cocochas.

-- En mi motel no hay putas, Davinia, son todas señoritas de la vida horizontal

-- Llámalo como quieras, es una casa de putas, ni más ni menos – se ensañó mi hermosura.

-- Hija, no es lo mismo – atajó la madre - Si Miguel dice que son señoritas es porque son señoritas y con la señoritas se puede ganar mucho dinero. Si trabajan horizontalmente, que es un trabajo más descansado que trabajar de pie, sus motivos tendrán. Supongo que tú, con el enclenque de Javier, que no tenía media bofetada, no trabajabas sobre un ladrillo.

-- Mamá, estás trompa, si no, no dirías tantas barbaridades, así que déjate de soplar más cubatas.

-- Bueno, hija, ya vale que soy tu madre, haz el favor de tener un respetillo. Basta de discutir y que Miguel nos diga cual es ese negocio que quiere proponernos.

-- Pues verás, Eufrasia – comencé muy serio – Como vas a ser mi madre política dentro de poco te voy a nombrar "Madame" de mi motel. Tu trabajo consistirá en controlar a las chicas para que no se desmadren ni haya entre ellas disputas, que todo el mundo trabaje en lo que tiene encomendado, incluida Silvia la encargada, y que no se pasen la vida mirando la tele ¿comprendes?

-- Pues no voy a comprender, hijo. Eso de ser "Madame" tiene que ser muy importante, porque es nombre francés, y además, eso de vigilar y llevar el control del negocio es lo mío. Me viene que ni pintiparado ¿Verdad Nicanor?

-- Si, Eufrasia – asintió Nicanor.

-- ¿Y cuánto voy a ganar?

-- Ganarás un porcentaje sobre la recaudación mensual, casa y comida.

-- O sea, que tendré una participación en el negocio.

--Exactamente.

-- Pues está muy bien ¿Verdad, Nicanor?

-- Si, Eufrasia.

-- Además, como estás de muy buen ver y eres muy guapa, si algún cliente se encapricha contigo, puedes sacar ingresos extras. ¿Entiendes?

-- Claro, hijo, no voy a entender. Ingresos extras.

-- Pero Eufrasia, eso es hacer...

-- Tú a callar, Nicanor. El negocio es el negocio.

-- ¡Esto es el colmo, mamá! – exclamó Davinia – te está proponiendo que hagas de puta ¿No te das cuenta?

-- ¿Y tú que hacías con el esmirriado? ¿Calceta? Y encima tenía que alimentaros yo. Y por otra parte, será si quiero ¿Verdad, Miguel?

-- Naturalmente, nadie te obliga – respondí categórico, añadiendo – Por otra parte, Nicanor también tendrá empleo en el Motel, si quiere.

-- Claro que quiere, ¿Verdad, Nicanor?

--Si, Eufrasia – respondió Nicanor

-- Su trabajo consistirá en traer clientes desde la ciudad y volver a llevarlos. También trabajará a porcentaje, o sea, como si tuviera participación en el negocio y en el tiempo libre puede hacer de jardinero, vigilante de noche con pistola.

-- ¿Te enteras? – atajó Eufrasia – Tendrás pistola y todo que ya era hora. Es un magnífico empleo, ¿verdad, Nicanor?

-- Sí, Eufrasia.

-- Supongo que yo también, en los ratos libres, podré hacer de puta para tener ingresos extras, ¿verdad?– preguntó Davinia.

-- Ni se te ocurra, tu serás la dueña de todo y cuidadito con desmadrarte que tengo muy mal genio ¿Te enteras?

-- No te preocupes, hijo, que ya está su madre para vigilarla, y pobre de ella que saque los pies del tiesto.

-- Pues si todos estáis conformes, no se hable más.

-- Yo no estoy conforme, porque no pienso casarme contigo – retrucó Davinia

-- ¿Qué dices desgraciada? ¿Es que quieres matar a tu madre a disgustos? Harás lo que yo te diga y te casarás esta misma noche otra vez para acabar lo que habéis empezado esta tarde ¿Verdad, Nicanor?

-- Si, Eufrasia.

-- Si no es por la iglesia, no me caso, mamá.

Eufrasia me miró esperando mi contestación, así que dije:

-- Por la Iglesia o por la Catedral – respondí sonriendo -- y nos casará el Obispo al que me une muy buena amistad. Llevarás traje blanco, el que más te guste, joyas, en fin lo que quieras.

-- Hija mía, te ha tocado el gordo.

-- Entonces, como la cuenta ya está pagada, vámonos.

-- Podíamos ir un rato a la discoteca – comentó Eufrasia – tengo ganas de bailar.

-- No me extraña un pelo, con tanto cubata – advirtió Davinia levantándose.

-- ¿A ti que te parece, Miguel? – me preguntó la madre.

-- Por mi estupendo. Es muy sano menear el esqueleto.

-- ¿Y qué hacemos con el fiambre? – preguntó el conductor de la furgoneta.

-- Déjalo que tome el fresco – indicó Eufrasia – No creo que se lo lleve nadie. Y tu, Davinia, vete con tu marido en ese pedazo de coche rojo, nosotros iremos detrás.

-- Detrás no cabe nadie, Eufrasia. Es un dos plazas – advertí.

-- ¡Ah!, pues nada, iremos detrás con el Mirafiori, pero no corras porque el Perkins de gasoil no da para muchos trotes.

La discoteca de Vinaroz, que era la más cercana, era bastante grande y más oscura que grande. Creo que estaba hecha a propósito para que los enamorados pudieran hacer filigranas y números amoroso especiales. Por mi parte, teniendo entre mis brazos a Davinia, tardé poco en excitarme y ella se dio cuenta inmediatamente. Intentaba apartarse, sin conseguirlo. Al final, también ella se puso a tono. Me la llevé a un rincón y sobre un sofá corrido empecé a lamerle los muslos mientras le quitaba el tanga. Cuando estábamos en lo mejor de la fiesta, llega la madre:

-- Hija, cuando acabes, vamos un momento al servicio. Se me ha roto un tirante del sostén.

-- Coño, Eufrasia – comenté escupiendo un rizo – quítate el sostén, Davinia tiene para un buen rato, acabamos de empezar.

-- Vale, vale, es que Nicanor es un muermo, hijo.

-- Pues pídele ayuda al conductor de la furgoneta.

--¿Ese?, está más interesado en trasegar cerveza, lleva ya más de media docena.

-- Por favor, mamá, no nos des más la brasa y lárgate. ¿No ves que estamos ocupados?

-- Está bien, hasta luego.

Cierto es que se veía poco, pero algo sí se veía y la buena de Eufrasia, como el espectáculo era gratis, seguía mirando mi cunilinguo muy interesada sin decidirse a marchar. Yo creo que lo que hacía Eufrasia estaba muy mal hecho, porque una madre no debe fisgar en los asuntos de la hija.

Y de pronto oímos a Eufrasia comentando:

-- ¡Vaya! ¿Qué gritos son esos? Voy a ver. Luego vuelvo.

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Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)