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La cariátide (3)

en Grandes Relatos

LA CARIÁTIDE 3

Cuando por fin alcancé su sexo de nuevo dejé la mano entera reposando sobre el principio de su vulva. Los muslos, demasiado juntos todavía, no me permitían acariciarlo enteramente sin forzar la mano hacia abajo y eso podía despertarla. Con el dedo medio presionando suavemente sobre la parte que tenía a mi alcance conseguí separarle los labios mayores lo suficiente para notar la sedosa humedad de su carne íntima y allí permanecí notando un ramalazo de placer inaudito y como mi verga palpitaba excitada sobre la suavidad de raso de su muslo.

A poco sentí en la yema del dedo como crecía su botoncito de placer y, por un momento, temí que se despertara ante la lentísima caricia que le prodigaba. Permanecí inmóvil, mirándola por entre las pestañas y me pareció imposible que aquella hermosísima mujer pudiera disimular el sueño con tanta perfección. No era normal tan perfecto disimulo, dormía tranquilamente. Lo único que tenía que hacer era no apresurarme, no efectuar movimientos bruscos y, si por casualidad se despertaba girarme rápido antes de que pudiera notar la erección sobre su muslo y la caricia de mi mano en su sexo.

Estuve a punto de retirarme cuando sentí que de nuevo inspiraba profundamente antes de exhalarlo suavemente y seguir respirando de forma sincopada; al mismo tiempo cambió de postura encogiendo la pierna izquierda hacia un lado dejando los muslos mucho más separados. Si no estuviera convencido de que dormía profundamente, hubiera imaginado que me estaba abriendo el camino para que disfrutara por completo de su sexo. Noté que su botoncito del placer se encontraba ya completamente endurecido y seguí acariciándolo con la misma lentitud del principio. Mi erección seguía palpitando contra la suavidad de su muslo cada vez más excitado y tuve que contener las ganas de eyacular.

Aunque mi excitación era extraordinaria, no por eso me abandonaba el temor a despertarla y que su reacción fuera drástica, llegando a pensar que quizá podría decírselo al marido armándose la de dios es cristo. Pero por otra parte también pensaba que no era nada normal el hecho de que estuviéramos durmiendo los tres en la misma cama sin que, en uno u otro momento, ocurriera lo que estaba sucediendo, sobre todo teniendo yo veintiséis años y ella ser tan hermosa y estar tan cachonda como estaba. Yo no era de piedra.

Por eso, con el pulgar masajeando delicadamente su endurecido clítoris, fui bajando despacio el dedo medio hasta encontrar la entrada de su vagina e introducirlo lentamente hasta los nudillos girándolo lentamente en el húmedo y cálido estuche. Lo tenía caliente como un horno y estaba tan húmeda que me pregunté si habría tenido un orgasmo sin que me diera cuenta. ¿También era ella como su hija una cariátide que respondía a los estímulos con la frialdad de la piedra?

Cuando estaba pensando esto mirándola por entre las pestañas, veo que se muerde suavemente los labios e inspira aire con una intensidad de fuelle y casi de inmediato noto sobre mi dedo medio la tibia emisión de un abundante orgasmo y un ligero aleteo de las mariposas de su vagina sobre mi dedo ¿Cómo es posible esto? – me pregunté incrédulo - ¿es que está disfrutándolo dormida? Todo podía ser al comprobar que ahora exhalaba el aire casi de golpe y respiraba con los labios entreabiertos pero a bocanadas, girando la cabeza hacia el lado contrario al que yo estaba.

Ante la visión de su goce y de su orgasmo mi resistencia llegó a su límite y tuve que abandonarla a toda velocidad para sujetar mi miembro bajo el slip mientras eyaculaba abundantemente. No tardé en quedarme dormido con todo el engrudo pegado al vientre absorbiéndolo en parte el tejido del slip. Al día siguiente tuve que regresar a mi habitación para ducharme y cambiarme de muda interior guardándome un par de mudas en mi maletín de viaje. Durante toda la mañana estuve pensando que aptitud adoptaría ella a la hora de comer. Cuando salí de la oficina me fui directamente a casa de mi novia.

Pili no estaba, el padre tampoco, y ella se encontraba en la cocina preparando la comida. Me miró, me sonrió hablándome con la misma naturalidad de todos los días como si nada hubiera ocurrido y eso acabó de convencerme que si lo recordaba lo había achacado a un sueño erótico demasiado real y nada más. Alfonso, el marido, llegó primero. Yo, sentado en el comedor leyendo el periódico, me quedé de piedra al oír su comentario:

-- ¿Qué hacéis los dos solos en casa?

Ni le contesté y tampoco logré oír lo que ella le respondió. Como al poco rato llegó la hija no le di mayor importancia, pero en mi subconsciente quedó grabada la pregunta que había de resurgir tiempo más adelante ante una de las confidencias de mi novia, que tampoco, todo debe decirse, le sobraba inteligencia sino era para follar, pues acabé comprendiendo aquella misma tarde al salir de paseo que era un putón desorejado debido a su furor uterino. Pero a aquellas alturas ya me importaba poco lo que fuera, debía reconocer que seguía siendo su novio para poder estar con su madre y verla todos los días. Era ya la mujer de mis sueños de la que ya estaba enamorado aunque no lo supiera.

Y lo que ocurrió aquella tarde paseando con Pili fue solo la primera muestra de lo que más tarde vendría. Regresábamos a su casa ya oscurecido sobre las nueve y media de la noche. La había disfrutado dos veces en el coche y, por su gusto, la hubiera estado follando hasta el amanecer sin que diera muestras de quedar satisfecha pese a sus abundantes e impasibles orgasmos de cariátide pétrea. Pasábamos por delante de la terraza del bar cercano a su casa, donde tres meses antes nos habíamos conocido, cuando nos cruzamos con dos muchachos más o menos de mi edad que la saludaron. Cuando ya habíamos avanzado cinco o seis pasos, oí que la llamaban:

-- Pili, ¿puedo hablar contigo un momento?

Me giré y vi que era uno de los chicos que nos habíamos cruzado el que la llamaba sonriendo. Lo lógico, según mi manera de pensar, era que me presentara y hablara con ellos delante de mi, pero no, ella se soltó de mi brazo, me dejó plantado y se acercó a hablar con los muchachos. No pude oír lo que decían, pero si sus risas y que me miraban como si yo fuera un bicho raro. Esperé pacientemente a que regresara. Ni media palabra de explicación, sólo que eran dos amigos, pero por la miradas que me echaron mientras hablaban con ella comprendí que me tenían por un infeliz gilipollas digno de lástima. Ni me dio más explicaciones ni yo se las pedí. Ya tenía bastante con lo observado y conocía, después de tres meses de noviazgo, la facilidad que Pili tenía para mentir.

Lo que yo estaba deseando era que llegara la hora de la cena, que Alfonso se fuera a trabajar y que los tres nos acostáramos como todas las noches, después de jugar un buen rato al inevitable y aburrido parchís. Y ese momento llegó bastante antes de lo que yo me esperaba ya que la madre, de improviso, se fue a la cocina preparó en vaso de leche caliente para la "nena" que ésta se bebió con las mismas protestas del día anterior. Desde mi asiento en el comedor podía verla en la cocina y observar todo los movimientos de su espléndido cuerpo yendo de un lado al otro. Vi que echaba en el vaso dos pastillas pequeñas que supuse serían sacarinas, pero como luego también puso azúcar aquel detalle me sorprendió sin que, de momento, le diera yo mayor importancia.

De nuevo disfruté a Pili, esta vez sin condón, dejándole sin preocupación alguna todo el semen en la vagina mientras la madre se duchaba. Era mucho más placentero y ya me tenía sin cuidado si se quedaba preñada o no, porque estaba seguro que ninguno de sus amigos se preocupaba si aquel putón desorejado se quedaba embarazada. Si alguna vez quedaba preñada ni ella misma sabría quien era el padre. Por un momento pensé que las pastillas que la madre ponía en la leche de la nena tenían algo que ver con los anticonceptivos. Bien podría ser, pensé, pues debe conocerla mejor que nadie.

Se levantó a orinar en cuanto la madre salió de la ducha y para cuando regresó del baño la madre todavía estaba lavando los platos de la cena. Con verdadera extrañeza comprobé que Pili bostezaba un par de veces antes de quedarse dormida como un tronco. De nuevo la penetré sin que se despertara. Y, cosa rara, también yo me quedé dormido con el miembro dentro de mi novia. Cuando desperté, con la impresión de haber dormido casi toda la noche, me sorprendí al ver en el reloj de la mesita la una y media de la madrugada, así, pues, hacia menos de una hora que me había acostado.

Me extrañé al no ver a Pepita a los pies de la cama. Al girarme sobre el lado opuesto me quedé alucinando al verla durmiendo apaciblemente con su cara a un palmo de la mía. La novedad era que estaba completamente vestida y echada sobre la cama. Sentí unos deseos enormes de besarla, de comérmela entera, de abrazarla estrujándola entre mis brazos, no sé muy bien lo que deseaba, pero mi corazón palpitaba y mi verga se puso inmediatamente como el mástil de un velero. Me preguntaba el por qué aquel cambio tan repentino si ya hacia más de una semana que dormía entre las sábanas a los pies de la cama y con el camisón largo puesto. Mirándola dormir intentaba hallar una explicación razonable a su cambio de actitud sin encontrarla, y, con estos pensamientos en la cabeza, de nuevo me quedé dormido.

Clareaba a la amanecida cuando de nuevo abrí los ojos. También ella estaba despierta y me miraba. Eché un vistazo al reloj de la mesilla; marcaba casi las seis de la madrugada. Dentro de una hora llegaría el marido y ella tendría que levantarse para prepararle el desayuno, después de lo cual él se acostaría y ella regresaría a la cama hasta que la "nena" despertara. Cuando ella dormía entre las sábanas con el camisón puesto se levantaba a la seis y recibía al marido completamente vestida, duchada y arreglada. Quizá aquella noche se había echado sobre la cama vestida y se había dormido, era la única explicación razonable que se me ocurría. Fuera como fuese el caso es que allí estaba despierta igual que yo, sin apartar sus ojos de los míos.

Levanté una mano con la intención de acariciarle la mejilla, pero no me atreví y la dejé descansar sobre la almohada entre los dos. Ni pestañeó. Entonces acerqué mi mano despacio y con la yema de un dedo dibujé sus labios, su mentón, su mejilla hasta la zona ciliar y bajé por su preciosa naricilla de nuevo hasta sus labios. Ni cerró los ojos, ni se apartó, ni detuvo mi mano, ni hizo movimiento alguno limitándose a mirarme sería pero sin enfado. No sabía que pensar. Fui acercando mi cara despacio a la de ella sin que se moviera ni dejara de mirarme. Posé mis labios en los suyos en una caricia casi infantil. Yo no abrí la boca ni ella tampoco y me separé para seguir mirándola esperando encontrar algún signo de malestar o disgusto. Nada, seguía mirándome impertérrita, como si quisiera grabar mis facciones en su mente para siempre.

Al sentir la llave en la cerradura me di la vuelta y me hice el dormido. Ella se levantó despacio. Se encontraron en el pasillo y oí que ella decía en voz baja: duermen. También aquella leve mentira debió abrirme los ojos, pero no fue así. Estuvieron un rato hablando en la cocina sin que yo pudiera entender lo que decían. Luego él se fue a su habitación y ella le siguió. Sentí por primera vez la punzada de los celos royéndome el pecho. Me pareció eterno el tiempo que permaneció en la habitación junto a su marido y me enfadé como un crío hasta el punto de que me giré de espaldas haciéndome el dormido cuando regresó a mi lado.

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