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Gumersindo el Marinero

en Confesiones

GUMERSINDO, EL MARINERO

 

Por fin regresó Lina, su madre ha estado muy grave pero, afortunadamente, se encuentra ya totalmente recuperada lo cual es de agradecer por partida doble, como la contabilidad. El ectoplasma que tengo en casa empezaba a darme la tabarra de nuevo pero nada más llegar ella dejó de insultarme. Lina dispone de dos semanas de vacaciones y se ha puesto muy contenta cuando le he dicho que nos vamos los tres de viaje a Galicia. Es natural su alegría, no la conoce y le gusta mucho el marisco.

Ayer, Lina y yo, después de acostarnos, estuvimos media hora callados y luego hablamos otra media hora de lo que haremos durante las próximas vacaciones. Después, permanecimos treinta minutos casi en silencio y cuando de nuevo tomamos el hilo de la conversación le hablé de Camariñas, de las puntilleras, (les llaman "palilladoras"), y de sus puntillas manuales que son famosas en toda Europa y más lejos aún.

Hay puntilleras tan experimentadas que hacen bordados manejando los palillos con los dedos más rápidas que con un telar. También le hablé del viejo lobo de mar camariñeiro que conocí en mi infancia, mi amigo el multimillonario Gumersindo Freijido, que era tan viejo que ya no se acordaba de los años que tenía, debían ser muchos. En su juventud navegó en barcos de vela, ya hace años de eso. También era imposible contarle las arrugas de su cetrino rostro. Una vez lo intenté y perdí la cuenta antes de acabar una mejilla.

Fue marinero de "El Mosquito", un carguero convencional a vela y a vapor, que se estrelló contra las rocas durante una galerna a la entrada de Santander allá a principios del siglo pasado y se hundió con toda la carga, pero sin victimas, sólo se ahogó el loro que estaba amarrado a una de las jarcias de un palo macho, creo recordar que el mesana.

Gumersindo, Sindo para los amigos, embarcó pocos meses después de casarse. Como es sabido los marinos y marineros mercantes navegamos ocho o nueve meses seguidos; después disfrutan de tres o cuatro de vacaciones.

El Mosquito efectuaba singladuras larguísimas, cuatro o cinco meses, navegando por esos mares de Dios, bajo el tórrido calor de los Trópicos o el cortante céfiro antártico, que, según decía: "Así Dios me salve, rapaz, cortabache o cutis como u’nha navalla barbeira, e nin tiñas c’afeitarte".

Creo que exageraba.

Y seguía el anciano marinero explicándome:

Pra mariñeiros, nos, os de agora xa non son mariñerios, sonche señoritos que non teñen fol (fuelle). Alá n’a illa de Cuba, cando salíamos d’Habana, tíñamos u’nha juerga c’os tabairons. Facíamos un lío c’a roupa vella, amarrabamoslle u’nha corda e tirábomoslla p’o la borda e viña o tabairon, daballe a volta a lombo e, jau, papabacha d’un bocado. Erache de ver, rapaz, que cho digo eu.

Pero lo peor que le sucedió a Sindo, no me lo contó él, sino el tabernero "Taciñas" que se las servía por docenas al bueno de Sindo, y éste, cuando había trasegado dos o tres docenas de tacitas de ribeiro peleón, ya no tenía secretos con el tabernero. Pero eso ocurrió antes de hacerse millonario.

Como las singladuras eran tan largas y él estaba recién casado, echaba mucho de menos a su mujer, era joven y es muy comprensible que la echara de menos. Al capitán del Mosquito, un gallego cachazudo y socarrón, se acercó un día Sindo para decirle:

-- Mire usted, Don Jenaro, si no me deja bajar a tierra en el próximo puerto voy a reventar.

-- Ya sabes que tenemos que descargar rápidamente, no puedo dejarte bajar a tierra.

--Pues se me van a saltar los ojos, y la culpa será de usted capitán.

--Pero ¿qué es lo que te pasa?

-- Pues que con las ganas de mujer que tengo, capitán, soy capaz de tirarme por la borda y llegar a tierra nadando.

--Mira, Sindo, no me obligues a ponerte grilletes, si tienes ganas de mujer, vete al barril.

--¿Qué barril? – preguntó Sindo extrañado.

--¿No has visto un gran barril amarrado al palo trinquete?

-- Si, ¿qué pasa con el barril?

--¿Sabes que en el medio de la panza tiene un agujero?

-- Si, lo sé, lo he visto más de una vez.

-- Pues por allí.

--¿Seguro?

--Tú haz lo que te digo y luego me lo explicas.

Regresó Sindo al cabo de rato.

--Capitán, tenía usted razón, ha sido fantástico, como hacerlo con mi mujer.

--Ya te lo dije.

--¿Y cuando puedo volver?

--Siempre que quieras, menos los miércoles.

--¿Cómo es eso?

--Porque los miércoles te toca estar dentro.

Lina me comentó entre risas sofocadas:

--Eso no es verdad, es una historia que te has inventado.

-- No he inventado nada, el "Taciñas" me aseguró que era cierta y que Sindo, borracho perdido, lloraba cuando se lo explicaba y dice que, después de aquello, dejó de navegar y se dedicó a los negocios.

Era un hombre muy emprendedor, pero siempre se arruinaba dejando tras de sí un montón de letras protestadas.

--¡Pobre hombre! ¿Y aún vive?

--No, murió hace muchos años, pero millonario.

--No, ahora no, primero explícame como se hizo millonario.

-- Oye, nena, has amasado a tu gusto mientras hablaba y yo no tengo barril.

-- Bueno – comentó riendo - luego suspiró, volvió a suspirar y siguió suspirando durante veinticinco minutos y, por fin, permaneció quieta y en silencio un ratito.

--Bueno, ahora explícame como se hizo millonario.

--Pues verás, en cierta ocasión tenía que pagar una factura de quince mil pesetas, le dijo al acreedor que fuera al día siguiente a la cinco y cuarto a su casa que le pagaría pero, seguramente, por un designio superior a su voluntad a esa hora se encontraba Sindo fumando sentado en una piedra en la ladera del monte Furado a tres kilómetros del pueblo, mirando melancólicamente como rompían las olas sobre la arena. Cuando acabó de fumar tiró la colilla aplastándola con la punta del zapato girando una y otra vez la puntera maquinalmente mientras miraba el reloj. Sin darse cuenta hizo un agujerito en la tierra y, cuando iba a levantarse, la punta del zapato tropezó con una piedra negra.

Se inclinó a recogerla y la examinó con el ceño fruncido. Siguió escarbando ya con los dedos y un fulgor en los ojos; guardó dos o tres "croyos" negros…

--¿Qué son croyos?—quiso saber Lina.

-- En gallego significa guijarro – expliqué en tono doctoral -- y entonces se puso en pie y caminó decidido tarareando la "Alborada de Veiga" mientras bajaba la ladera. Unos días más tarde se supo que había denunciado una mina de carbón, la "Coria", en el monte Furado. La gente no lo creyó. Algunos recordaban que por aquellos andurriales hubo, en tiempos, una fragua donde herraban a las caballerías que luego vendían en la feria de Santa Comba. Incluso hubo malpensado que aseguraba que lo que Sindo había descubierto era el depósito donde el herrero tiraba la escoria, pero esto no puede asegurarse a ciencia cierta, la gente es muy envidiosa.

El caso fue que, de repente, llegaron unos hombres que comenzaron a picar y a cortar rebanadas de monte. Vagones y vagones salían cargados con una especie de arenilla y guijarros negros. La característica principal de aquel carbón era su tenaz resistencia al fuego, tan tenaz era que puede decirse que no ardía nunca. Una vez lograron poner al rojo vivo unos cuantos de aquellos guijarros y entonces brotó de él una humareda gris verdosa tan apestosa que incluso los más avezados bebedores de aguardiente de orujo estuvieron tosiendo una semana, pero aquella humareda apestosa desmentía a los envidiosos que aseguraban que lo que Sindo vendía era sólo tierra; imposible que fuera tierra porque ni la tierra de los cementerios al ser quemada podía oler de forma tan nauseabunda.

Pero como por entonces escaseaban los combustibles, debido a que eran los años de la primera guerra europea, Sindo se hizo representar en Madrid por el hijo de un parlamentario muy influyente y logró vender miles de vagones llenos de negras rebanadas del monte Furado. Si hubiera descubierto una mina de diamantes no se hubiera enriquecido más. La C.I.F., Compañía Ibérica de Ferrocarriles, era su mejor cliente. Nunca fue cómodo viajar en los ferrocarriles de aquella compañía, pero desde que se decidió a quemar en sus calderas el carbón de la mina "Coria", los vagones rodaban a saltitos como los saltamontes y los revisores, negros de humo y con la ropa destrozada, asustaban a los viajeros asomándose a las ventanillas demandando botijos y más botijos de agua.

Cuando el tren lograba detenerse en alguna estación el Jefe de la misma abrazaba al maquinista y al fogonero con la misma alegría que la del padre que viese regresar a sus hijos ilesos de la terrible batalla de Verdún. Llegó un momento en que la C.I.F. no encontró maquinistas ni fogoneros que se expusiesen a perder la vida manejando aquellas locomotoras.

La solución también la encontró Sindo, hombre de inagotables recursos. Reclutó licenciados combatientes de las guerras coloniales, habituados al riesgo, sin miedo ni a moros ni a cristianos, hombres verdaderamente de pelo en pecho.

El jefe de estación daba salida a los trenes llorando a hilo y en cuanto el convoy desaparecía sobre los raíles, ponían crespones negros en las banderas de los centros oficiales. Los viajeros comenzaron a escasear.

A la compañía le faltó el canto de un duro para la bancarrota. Acudieron a los conocimientos técnicos de un ingeniero inglés, otro alemán y otro español que aconsejaron comprar nuevo material, lo que resultaba absurdo, se trataba de ganar dinero, no de hacer más gasto. Entonces la compañía nombró presidente del Consejo de Administración a un Ex-Ministro con un sueldo anual multimillonario. Se enfrascó el ex ministro en un profundo estudio de la problemática financiera de la compañía durante diez minutos y llegó a una conclusión muy acertada. La C.I.F necesitaba una subvención del Estado que el prohombre consiguió en media hora. Desde entonces la compañía repartió dividendos todos los años, dejando a la altura del betún a los ingenieros ingleses, alemanes y españoles.

El carbón del monte Furado siguió alimentando las locomotoras de la compañía y Gumersindo Freijido continuó aumentando su fortuna. Cierto día llegó a una estación el tren y nadie bajó de los vagones. Los médicos de la ciudad acudieron presurosos y comprobaron que todos los viajeros estaban anestesiados a causa del humo locomotriz. Los efectos de aquel humo eran inimaginables. A veces, muchos viajeros se bajaban en estaciones en las que nunca habían estado ni nada tenían que hacer, portando maletas que no eran las suyas. Incluso se dio el caso de un viajero que subió en Aranjuez de paisano y bajó en Bailén vestido de Napoleón dispuesto a fusilar al general Dupont por haber perdido la batalla.

Otras veces, las locomotoras se detenían de repente en medio del campo suspirando y, entonces, el fogonero recorría el camino a lo largo del tren gritando:

-- ¿Algo para quemar, por favor, algo para quemar?

Y por las ventanillas salían disparados cestos, revistas, jipi japas, percheros, bastones, maderas de asientos de tercera y fundas y cojines de los de primera. Si duraba muchos días la detención del tren, entre los desventurados viajeros se organizaban orfeones, juegos de cartas, se concertaban matrimonios y un sin fin de extravagancias propias de gentes ociosas.

Lina, de pronto, preguntó apretándome suavemente:

-- ¿No puedes tener quieta la mano? Me distraes.

-- Vale, pues vamos a distraernos un poco.

Y no distrajimos otra media hora.

No pude acabar de contarle toda la historia porque nos dormimos. Otro día será.

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