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La papisa folladora

en Textos educativos

LA PAPISA JUANA.

Aunque algunos historiadores niegan la existencia de la papisa Juana y algún religioso la llama meretriz, otros varios lo afirman, entre ellos Martín Polonio, Mariano Escoto y otros muchos; el severo Lannoy dice:

«Los eclesiásticos contemporáneos de León IV y Benito III, por un desmedido celo a la religión, no han hablado de esta mujer notable, pero sus sucesores, menos escrupulosos, han descubierto por fin este misterio.»

El orgulloso clero romano, los altivos cardenales, no pudiendo tolerar que una mujer con un coño ya no virginal les haya gobernado ciñendo la tiara y dando a besar sus pies, han negado su existencia; algunos autores eclesiásticos dicen que Juana fue elevada al pontificado por obra del diablo, otros que por un plan especial del cielo, y mientras unos afirman que la iglesia debe mostrarse humillada, otros sostienen que debe glorificarse como un milagro, que persuadió a los romanos de ser guiados por el Espíritu Santo que debe tener predilección por visitar mujeres para dejarlas preñadas.

Después de estas ligeras reflexiones, pasemos a reseñar su vida, según la versión del juicioso escritor Mariano Escoto:

«A principios del siglo X pasaron a Alemania a convertir sajones al cristianismo varios sacerdotes ingleses, entre ellos uno con una hermosa joven a la que se había follado con gran placer y que había robado a su familia para ocultar su creciente sandía abdominal, y que dio a luz en Mayenza una niña que debía llamar la atención del mundo; era Juana, llamada por otros Gilberta, Isabel o Margarita, la que instruida por su padre, alcanzó tales conocimientos que admiraba a los más sabios doctores.

Llegó la edad del amor, y la ciencia fue impotente; un monje inglés de la abadía de Fulda la declaró su pasión y, vencida de su amor, huyó con él a la abadía cumpliendo con el mandato divino de "follad y multiplicaos", donde penetró bajo el nombre de Juan el inglés y estudió con el sabio Rabán Maur, hasta que partieron a Inglaterra y Francia, donde Juana, cubierta con su traje de hombre, disputó con los más célebres doctores, San Auscario, el fraile Beltrán y el abad Lobo de Ferriere, pasando luego a Atenas, que era el foco de la ilustración.

Juana tenía entonces veinte años, y aunque hermosa, la palidez del rostro y el hábito de fraile le daban el aspecto de un monje joven: allí pasó algunos años, juntando a sus conocimientos universales una elocuencia que admiraba a todos, cuando su amante, de tanto follarla, murió repentinamente de lo que hoy se supone fue un infarto mientras follaba; por lo visto la futura papisa no sólo era guapa, sino que estaba cojonuda. Fue tan inteligente que ni siquiera follando a destajo en un mundo que desconocía la píldora, supo evitar los embarazos que produce en la mujer tragar mucha leche condensada por conducto vaginal.

Entonces marchó a Roma, haciéndose admitir en la escuela de los griegos para enseñar las artes liberales, causando tal entusiasmo sus arengas e improvisaciones que se le adjudicó el título de príncipe de los sabios.

Nobles, cardenales, sacerdotes, diáconos y frailes se honraban con su amistad, y admirando su pureza y talento formaron un gran partido que la elevó a la silla pontificia a la muerte de León, siendo consagrada por tres obispos en la basílica de San Pedro, ante los enviados del emperador, y en la catedral del Sena consta su retrato con el título de Juan VIII, papa hembra.

Con gran sabiduría ejerció el pontificado, confirió órdenes a prelados, sacerdotes y diáconos; consagró altares, administró el sacramento, dio a besar sus pies a los obispos y no les dio a besar el coño por discreción; compuso varios prefacios para misas que fueron prohibidos luego por sus sucesores, y dirigió tan hábilmente la política de la Iglesia, que el anciano Lotario abrazó por su consejo la vida monástica en la abadía de Prum, recibiendo Luis la corona imperial de manos de Juana.

Juana, hasta entonces pura pero no virgen, ya sea que la naturaleza la impulsara o que el poder corroe los más bellos sentimientos, eligió un amante con el que seguir disfrutando del placer de Venus, le colmó de honores y se aseguró de su discreción, y fue tanta, que aún no se sabe si era un camarero o un capellán, la mayoría cree que un sacerdote-cardenal de la iglesia de Roma muy guapo y con una tranca de caballo que ella vislumbró en un descuido cardenalicio; lo cierto es que lo que hasta entonces había sabido evitar porque, o bien la tranca del cardenal le gustaba más que a un tonto un lápiz, o con nadie ella había disfrutado tan a gusto ni le habían dedicado tanto borbotones de licor vital.

La indiscreta naturaleza, sin consultarla, la dejó encinta y nueve meses después en una procesión de rogaciones, yendo a caballo, revestida de los ornamentos pontificales, al llegar cerca de la basílica de San Clemente los dolores de parto fueron tan grandes, que soltó las riendas y cayó del caballo lanzando horribles gritos, hasta que, destrozadas las sagradas vestiduras, dio a luz un niño, en medio de una confusión horrible y de las amenazas del clero, sucumbiendo allí la desdichada al dolor y la vergüenza, con un adiós al sacerdote-cardenal que la sostenía muy apenado por perder un coño tan inteligente y sabroso. Voló al cielo su alma, después de dos años de pontificado y jodienda desmesurada.

Allí mismo la enterraron con su hijo, que fue ahogado por los sacerdotes, todos ellos muy misericordiosos y fieles cumplidores del 5º mandamiento de la Ley de Dios que ordena no matar. Se levantó sobre su tumba una capilla con una estatua de mármol de la papisa, revestida de los hábitos sacerdotales y un niño en los brazos, que fue destruida por Benito III muy enfadado por no haber podido follársela, pero cuyas ruinas aún se veían en el siglo XV.

El clero, indignado, inventó la prueba de la silla horadada, en la que se sentaba el Papa medio tendido, con las piernas separadas y los hábitos entreabiertos para mostrar su virilidad; dos diáconos se aseguraban por la vista y el tacto, y gritaban: ¡¡Ya tenemos Papa!! Todos se prosternaban al Deo gratia, le ceñían el cinturón, le besaban los pies y celebraban un gran festín; esta prueba ridícula duró hasta León X, el Papa que cobraba dinero por perdonar los pecados y que la Iglesia tiene hoy por uno de sus mejores Papas.

Deberán recordar ustedes que Jesucristo no fundó ninguna Iglesia, al contrario el fue quien dijo: "No adoraréis falsas imagines, ni os reuniréis a rezar en público para hacer ostentación de vuestra piedad". Fue muchos años después de muerto Jesús, cuando al cojitranco Pablo de Tarso se le ocurrió la idea eclesial… y, la verdad, para ser miope tenía una vista de lince.

 

Recojan sus apuntes.

La clase ha terminado.

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