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El timo (1)

en Confesiones

EL TIMO

1

 

En el año 1.992, dos de los edificios más altos del mundo, las torres gemelas Word Trade Center de Manhattan, formaban, a vista de pájaro, casi un triángulo isósceles con otros dos renombrados edificios del famoso distrito neoyorquino: El Empire State Building y el Madison Square Garden, distantes cuatro kilómetros, aproximadamente, de los dos primeros.

Casi todo Nueva York es un núcleo financiero, comercial, industrial y turístico de primer orden. Uno de los distritos financieros más importantes del mundo, Lower Manhattan, se encuentra situado entre Wall Street y Broad Street. Allí tiene su sede el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, y la mayor parte de las más importantes entidades bancarias, financieras y bursátiles del país. Desde las oficinas de este distrito se controla casi todo el mercado interior y exterior de la nación, pero de todas ellas, las oficinas más importantes se encuentran en las Torres Gemelas del World Trade Center, construidas en 1.977 a orillas del río Hudson que vierte sus aguas en la bahía de Nueva York.

Todo el piso noventa y dos de la primera torre World lo ocupaban las impresionantes oficinas de la Rewton Company Ltd. , dedicada a la importación y exportación de toda clase de productos industriales: Automóviles, yates, maquinaria agrícola, efectos navales, conservas, productos fitosanitarios, químicos, farmacéuticos y así hasta dieciséis sectores. El cincuenta por ciento de las ventas los ostentaba hasta 1.992 el sector de automoción.

Cada uno de los sectores de la industria tiene en la Rewton Company un departamento específico que se encarga de las importaciones y las exportaciones y cada sector dos directores, uno de importaciones y otro de exportaciones, responsables absolutos ante el gerente del sector correspondiente: James Rewel para importaciones y Richard Norton para exportaciones, los dos socios fundadores de la compañía y copresidentes del Consejo de Administración.

Las ventas de automóviles de importación europeos y japoneses, con Mercedes, BMW, Porsche y Toyota a la cabeza se llevaron, desde 1.987 hasta 1.992, la tajada del león y su director, Samuel Wrait, consiguió éste último año la mención especial en el cuadro de honor como el mejor Director de importaciones, además de una prima de producción de doscientos cincuenta mil dólares. Fue felicitado por todos los directores del resto de sectores durante la cena de empresa celebrada antes de la Navidad en el Hotel Plaza. Incluso Henry Leroy, el director de exportaciones de su departamento, le felicitó con un fraternal abrazo cuyos impulsos interiores eran más homicidas que amistosos.

Samuel Wrait, cuarenta y cinco años, de ascendencia judía por parte de madre, licenciado en económicas, alto y atlético, de ojos inquisitivos y de un color azul intenso, había nacido en Belleville, Illinois, donde su padre trabajaba como capataz de una fábrica de laminación. Debido a sus brillantes notas en los estudios y a sus éxitos deportivos – era un magnífico pívot en el equipo de baloncesto – consiguió una beca para ingresar en la universidad de Columbia.

A los diecinueve años conoció a Betty Craver, rubia, guapa, y anatómicamente perfecta, además de animadora del equipo de la Universidad. Se enamoraron perdidamente y se casaron cuando aún no habían terminado los estudios. Trabajando los dos, Sam consiguió acabar la carrera y poco después un empleo como asesor fiscal de una firma concesionaria de la Chrysler, en donde demostró una capacidad asombrosa para las ventas y la organización comercial. El concesionario le nombró Director de Marketing y en tres años, la firma llegó a figurar con mención honorífica en los cuadros de la Chrysler como el número uno de los concesionarios. Los éxitos de Sam Wrait no pasaron desapercibidos.

Las empresas norteamericanas, como los dirigentes de los clubes de fútbol, disponen de sus "cazatalentos" que están pendientes de todo aquel que supera por méritos propios al común de los mortales. Sam no tardó en ser fichado por una importante firma neoyorquina dedicada a la fabricación de componentes de automoción. Las condiciones que se le ofrecieron en este nuevo empleo triplicaban sus ingresos anuales y de nuevo Samuel Wrait demostró en la nueva empresa y en muy pocos años, sus indiscutibles condiciones de Director Comercial llevando a la firma a figurar como uno de los mayores proveedores de la General Motor Company, la primera compañía del mundo en la fabricación de automóviles.

Para entonces, su esposa Betty, dos años más joven, dejó el trabajo y siguió estudiando hasta el momento en que la maternidad le impidió acabar el último curso de abogacía. Título que obtuvo una vez Cristina, su hija, cumplió los tres años. Dos años más tarde nació su segundo hijo, Tomy. Se cambiaron de casa, comprando un magnífico chalet en una de las zonas residenciales más tranquilas de Nueva Jersey rodeada de pinos, hayas, abedules y cedros blancos. Un lugar verdaderamente paradisíaco. Un matrimonio de mediana edad de origen hispano, cuidaba de la propiedad y de los niños. Una vez por quincena se reunían en el hermosa chalet de los Wrait los amigos y amistades del matrimonio para celebrar los fines de semana típicamente americanos que pronto cobraron fama de reunir a lo más granado y chic de la localidad, a las que era un honor y de buen tono asistir como invitado. Los Wrait, cambiaban de coche todos los años y podían permitirse el lujo de pasar un mes de vacaciones en Florida.

En 1.987, Sam Wrait, con treinta y nueve años, recibió una oferta de trabajo de una de las más importantes firmas de la ciudad de los rascacielos: Rewel & Norton Ltd. Las condiciones eran verdaderamente tentadoras. No sólo duplicaban sus ingresos actuales sino que ascendía hasta la cúspide del estatus social neoyorquino. El matrimonio se pasó una semana considerando los pros y los contras; los primeros a cargos de Sam y los segundos propuestos por Betty.

El marido salió triunfante una noche mientras la follaba despacio una y otra vez, sin desmayo, como si se hubiera propuesto dejarla seca y deslomada de placer. Ella se corría con una cadencia cada vez más rápida hasta que, no pudiendo más, con el coño tumefacto después de dos horas de comidas de coño y de embestidas continuas, tuvo pedir clemencia.

Todos los considerandos de la negativa expuestos por la esposa desaparecieron después de aquella noche de amor frenético. Quizá influenciada por la esperanza de tener todos los fines de semana la misma una noche con tantas corridas como las que se celebraban en Méjico y en España.

Él ingresó como Director General del sector de importaciones de automóviles para la firma de import-export más importante de Manhattan. Durante cinco años seguidos sus cifras de ventas se mantuvieron a la cabeza de los dieciséis departamentos de importaciones. Sam Wrait era considerado ya como el cerebro mejor amueblado del mundillo empresarial de Manhattan.

En el primer trimestre de 1.993, la crisis automovilística mundial relegó a segundo plano el sector de los automóviles para dar paso, como buque insignia de la compañía, al sector de la construcción. Naturalmente, en ese sector como en los demás, estaban incluidos todos los subsectores del ramo. A primero de abril del mismo año, Harry Leroy exultaba de alegría, interiormente alborozado por el batacazo en las ventas del departamento de importación de Sam Wrait. Exteriormente le animó con expresiones de afecto y compresión, asegurando enfáticamente que la crisis automovilística no llegaría a fin de año. Las cifras de ventas de exportaciones de automóviles de Harry Leroy figuraban, desde hacía tres años, en decimotercer lugar en una tabla de dieciséis. Harry, hubiera sido capaz de quedarse ciego con tal que Sam perdiera un ojo. Era consciente que su puesto en la empresa pendía de un hilo y nada le agradaría más que Sammy, como le llamaba familiarmente, lo acompañara a la calle el mismo día que lo despidieran a él.

Durante el segundo trimestre del año la distancia entre el sector del automóvil y el de la construcción siguió aumentado a velocidad geométrica y, antes de finalizar el semestre las cifras de éste sector triplicaban a las del mismo sector del automóvil. Las cifras de Leroy pasaron a ocupar el último lugar a considerable distancia del penúltimo, el sector químico. Las de Wrait también siguieron bajando. Del primer lugar pasó al segundo, de éste al sexto y al finalizar el semestre se encontraba a dos puestos de distancia de Leroy.

Estaba cantado que tanto Leroy como Wrait no llegaban a fin de año sin ser despedidos o, por lo menos, a ocupar puestos de menor responsabilidad. Entre los empleados de la sede central de la compañía se cruzaban apuestas sobre quien saltaría primero del sillón, e incluso, sobre la fecha exacta del despido de cada uno; una costumbre típicamente americana.

A finales de junio, Samuel Wrait, solicitó una entrevista privada en el domicilio particular de su jefe, James Rewel, que duró cerca de dos horas. Sólo el otro copresidente de la compañía, Richard Norton, fue puesto al corriente por su socio de la conversación mantenida durante aquellos ciento veinte minutos. Para todos los demás directores y empleados, dicha entrevista no existió.

El mismo día de Acción de Gracias, 4 de Julio, y desde el teléfono particular de su casa de Nueva Jersey, Sam Wrait mantuvo una conversación telefónica con el propietario de un lujoso e impresionante chalet de Somosaguas, una de las zonas residenciales más señoriales y encopetadas de la capital de España. El majestuoso chalet era el domicilio habitual de Jaime de Orellana y Ayala que, a juzgar por los apellidos, parecía descendiente directo del famoso capitán general cacereño nacido en Trujillo en 1.511, Don Francisco de Orellana y de su esposa Doña Ana de Ayala, nombrado adelantado y gobernador del Amazonas y de las tierras descubiertas, por ser el primero que realizó su navegación completa.

Jaime Orellana Ayala, fue hijo único de un administrador de correos de Arévalo y de una farmacéutica de la misma localidad. Con un coeficiente de inteligencia muy superior al normal, cursó estudios superiores en las Universidades de Salamanca y Madrid. Que su inteligencia y memoria eran extraordinarias lo demostró cursando dos carreras al mismo tiempo, Derecho y Empresariales, en ninguna de las cuales repitió curso figurando entre los primeros de su promoción. Fue, incluso, en los últimos años de su carrera alumno destacado del catedrático de Estructura Económica Don Ramón Tamames y tuvo como profesores a ilustres jurisconsultos españoles en la Universidad salmantina.

Jaime de Orellana y Ayala sabía que sus ancestros no provenían de tan alta alcurnia como la del conquistador extremeño. Interesado por su genealogía cuando cursaba cuarto curso de leyes, llegó en la búsqueda de sus orígenes por parte materna hasta un cómico español del siglo XVIII de origen catalán, muerto en 1.769. A partir de ahí pedió la pista de su ilustre apellido.

Comenzó a investigar el apellido paterno y su desilusión aún fue mayor, perdiéndose su árbol genealógico en un tal Antonio Orellana nacido en Valencia a mediados del siglo XVIII y muertos en la misma ciudad en 1.813. Aunque de mejor cuna que los Ayala maternos, puesto que Antonio Orellana llegó a pertenecer a la Real Academia de la Lengua Latina, tampoco por esta rama descubrió personaje alguno que lo uniera directa o indirectamente con el famoso conquistador.

No obstante, Jaime de Orellana y Ayala, sólo mencionaba la preposición y la conjunción de sus apellidos en sus tarjetas de visitas donde especificaba únicamente que era Director de Producción Comercial, aunque todo el que representaba algo en el mundo de los negocios sabía que estaba especializado en crisis empresariales. En su vida cotidiana se daba a conocer más modestamente como Jaime Orellana Ayala, sin especificar nada más y dejaba creer a cada uno lo que más le pluguiera.

Al revés de quien había de ser uno de sus mejores amigos, el norteamericano Samuel Wrait, jamás se le ocurrió buscar una empresa en la que prestar sus servicios. Cierto es que, acabada la carrera de abogado y especializado en derecho mercantil y empresariales, abrió un bufete en la calle Bordadores de Madrid, esquina con la calle Mayor que le permitía vivir con desahogo a base de machacar los juzgados madrileños defendiendo causas perdidas que conseguía sacar adelante gracias a su atractivo físico, su emocionante y persuasiva oratoria y a sus múltiples triquiñuelas de hábil abogado para beneficio de su cliente, con unos emolumentos por sus servicios que consideraba ridículos.

No tardó en darse cuenta en donde estaba en realidad el verdadero negocio. Una vez convencido que estaba perdiendo tiempo y dinero, nombró como gerente del bufete a un abogado de segunda fila de su misma promoción, y se dedicó a investigar las grandes empresas con dificultades económicas o abocadas a la quiebra.

Su aguda inteligencia, su preparación jurídica y empresarial y sus dotes de organizador y vendedor nato, hicieron de Jaime Orellana un especialista en salvar empresas bancariamente desahuciadas a las que, una vez estudiada la situación financiera y comercial, conseguía poner a flote en el tiempo estipulado con la gerencia, cobrando unos emolumentos en progresión geométrica a los resultados obtenidos.

La consolidación de su fortuna empezó con un caso verdaderamente sonado. La quiebra de una multinacional del calzado que podría reportarle tres mil setecientos millones de pesetas de beneficios. El problema radicaba en que no tenía garantías económicas suficientes para acometer con éxito la suspensión de pagos que necesitaba para salvar a la empresa. Pero siendo capaz de venderles palacios de hielo a los beduinos del desierto y encima negociar el precio de un sistema de refrigeración que les impidiera derretirse bajo al ardiente sol, se dispuso a buscar avales para detener la avalancha de bancos y proveedores.

No necesitó más que quince días para enamorar hasta las cachas a una rica viuda en muy buen estado de conservación, Leonor Banús de Ucuín, dueña y heredera de dos fortunas inmensas, el cincuenta y uno por ciento del accionariado de los Banús por parte de padre y las acerías más importantes de Euskadi por parte del marido y, con este matrimonio, obtuvo más avales de los que necesitaba.

Consiguió que le admitieran en los juzgados la suspensión de pagos, levantó la empresa hasta convertirla en competitiva en el ámbito mundial y, al cabo e tres años, con una quita del setenta y cinco por ciento, cobró los tres mil setecientos millones estipulados y, negociando la buena marcha de la empresa, obtuvo el veinticinco por ciento de las acciones que un par de años más tarde vendía con un beneficio de cuatro mil millones más.

A juzgar por los signos externos, el señor Orellana, alto, distinguido, culto, atractivo y de una capacidad de persuasión indiscutible, se le calculaba una fortuna formidable en el ámbito de las mayores del país pero, sin embargo, ni la misma Hacienda era capaz de determinar a cuanto ascendía dicha fortuna por la sencilla razón de que inspector alguno logró demostrarle que sus declaraciones sobre la Renta no fueran más verídicas que los Diez Mandamientos. Adonde iban a parar los millones ganados era un misterio tan impenetrable que se necesitaría un nuevo Sherlock Holmes para seguir la pista del dinero. Su cuenta corriente no alcanzaba nunca los siete dígitos.

La conversación mantenida la noche de Acción de Gracias entre Jaime de Orellana y Samuel Wrait, dio como resultado el viaje del primero a la ciudad de Nueva York. La mistad entre los dos hombres comenzó cuando tres de las más importantes fábricas de automóviles, dos francesas y una española, se encaminaban directamente a la quiebra. Orellana consiguió vendérselas a la Chrysler, todas en un paquete incluidos los cincuenta mil trabajadores, utilizando a Sam Wrait como representante de las firmas, venta que influyó considerablemente en la posterior y desastrosa crisis económica por la que atravesó la tercera potencia automovilística de Norteamérica, y que sólo logró salvar de la quiebra otro vendedor y organizador nato, de parecidas condiciones persuasivas y similar categoría organizativa a la de Sam Wrait y Jaime de Orellana: Lee Iaccoca.

A partir de entonces, casi todos los negocios de importación y exportación de Jaime de Orellana entre los EE.UU y España se canalizaban a través de la firma Rewel & Norton Ltd. En todas ellas, Sam Wrait intervino como mallete entre las empresas norteamericanas y europeas que el español encauzaba a través de la firma de Manhattan.

A las once de la mañana del día 5 de Julio de 1.993, en el aeropuerto internacional JFK, en la orilla norte de Jamaica Bay, el distinguido y elegante Jaime de Orellana y Ayala descendió de Concord entre otros muchos pasajeros procedentes de Europa, San Wrait lo esperaba impaciente, casi al pie de la escalerilla.

En la brillante y larga limosina Lincoln Town Car que los llevó desde Brooklyn hasta la primera torre World Trade Center de Manhattan, lo acompañaba, demás de Sam Wrait, James Rewel Y Richard Norton. Desde la misma limosina reservaron mesa en el restaurante del Hotel Plaza para las dos de la tarde. La ruta seguida por el chófer, separado de los pasajeros por una luneta tintada, le indicó a Orellana que el conductor había recibido instrucciones de no dirigirse directamente a la torre World.

Puedo comprobar que, pasado el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn, la limusina giró hacia el distrito Queens y, mientras conversaban, llegó hasta las inmediaciones del Estadio Shea, bordeó el aeropuerto de La Guardia y volvió a girar hasta alcanzar casi el brazo de mar del East River bajando hasta el Instituto Pratt, donde de nuevo giró a la izquierda hacia la isla de Manhattan. Poco después, pasado el Instituto Politécnico de Brooklyn, cruzaron el East River y la limosina bajó hasta el primera planta del sótano deteniéndose en el aparcamiento reservado para la gerencia de Rewel & Norton.

El paseo había durado exactamente una hora y cinco minutos durante los cuales casi toda la conversación corrió a cargo de Sam Wrait. Mientras subían en el ascensor hasta el piso noventa y dos, Wrait preguntó a Orellana:

-- ¿Tienes alguna duda que desees consultar?

-- Ninguna. Solo espero que se me entregue la propuesta de pedido debidamente cumplimentada – respondió el español.

-- Eso lo hará Katty Lambers, la directora de importaciones del material de construcción a la que ya conoces – comentó Rewel con irónica sonrisa

-- Espero que no vuelva a suceder lo del año pasado – advirtió Norton.

-- Tranquilo, Richard – sonrió Orellana – lo recuperaremos todo con creces. Haced lo que hemos acordado, y presentar la reclamación cuando yo lo indique.

-- Así se hará – advirtió Norton – El bastardo debe creer que somos idiotas.

-- Como me llamo Jaime que ese cabronazo se acordará para los restos – repitió Jaime al salir del ascensor.

Sentado en uno de los mullidos sillones de cuero del despacho de Katty Lambers, detrás de los amplios ventanales sobre el Hudson, la panorámica siempre deslumbraba a Orellana. Al frente podía distinguir Jersey City, y buena parte de los bosques del estado más pequeño de la Unión. A la izquierda la isla de Ellis, la Estatua de la Libertad, los muelles de Nueva York Bay, la ciudad de Bayonne al sur, y la de Newark con su aeropuerto internacional.. No era la primera vez que observaba el panorama pero, como siempre, su arrobado ensimismamiento ante tan bello paisaje le impidió darse cuenta de que Katty Lambers entraba en el despacho.

-- Jaime – habló la rubia y atractiva directora, tapándole los ojos con las manos – estoy aquí ya.

-- ¡Oh!, Excus me, darling – se disculpó Orellana con perfecto inglés oxfordiano levantándose y besándole la mano – Esta panorámica siempre me impresiona.

-- Ojalá te impresionara yo tanto – mirándolo con ojos tiernos y hambrientos – Es sintomática la facilidad con que me olvidas.

-- Síntoma mal analizado, querida, para mí tú eres el panorama más bello de Nueva York – sonrió Orellana acariciándole el dorso de la mano antes de besarle la palma de la mano con la lengua.

-- ¿A las cinco y media en mi piso? – preguntó ella interpretando correctamente la caricia y el beso.

-- Mi vuelo sale a las ocho, preciosa.

-- Llegaremos a tiempo, amor. No te preocupes.

-- De acuerdo, ¿y tu...?

-- Está en Houston. Un simposio médico. No regresará hasta mañana.

-- Odio los imponderables, nena, y el Hotel está más cerca del JFK El tiempo es oro, ¿no crees?

-- Como tú digas, cariño. ¿Empezamos?

La siguió con la mirada cuando se acercó a uno de los archivadores. La corta y ajustada minifalda marcaba sus rotundas nalgas y las líneas convergentes de sus diminutas bragas. Katty Lambers tenía las piernas tan perfectas como la mejor estarlet de Broadway y la rotundidad de sus muslos resultaba un regalo para la vista y rememoró el precioso coño de la mujer que conocía como su propia mano.

Mientras ella sacaba catálogo tras catálogo recordó la extraña forma en que la había conocido dos años antes, cuando él ya tenía treinta y seis y ella diez menos y era ya subdirectora de su departamento.

Ocurrió un fin de semana en que Betty Wrait se empeñó en enseñarle las atracciones de striptease masculino y femenino de una renombrada sala de fiestas de Broadway y tanto él como su marido sabían que el empeño sólo era una disculpa de Betty. Tanto ella como su marido se habían tomado libre aquel fin de semana para divertirse en Nueva York. Eran los fines de semana del folleteo sin desmayo en las que ella quedaba saciada por el deseo ardiente que su esposo sentía hacia ella porque, cada vez que desmayaba, bastaba que le comiera el coño hasta hacerla disfrutar bebiéndose el néctar de su orgasmo, para que de nuevo, su hermosa verga volviera a penetrarla incansable.

Los hizo reír a carcajadas cuando Orellana comentó que lo que Betty deseaba era calentar motores antes de emprender el vuelo.

Y allí, en la sala de fiestas, encontraron a Katty Morehait, en compañía de sus amigas celebrando su despedida de soltera. Sam se la presentó y la encontró simpática, inteligente y guapísima. Bailaron dos o tres veces, pero fue suficiente para que al cabo de una hora, primero uno y después la otra, desaparecieran de local casi sin disculparse.

Se encontraron después de medianoche en la cafetería del Hotel Mayflower pues los dos se sentían ansiosos uno del otro. Ella no era mojigata ni virgen. Había dejado de serlo a los dieciocho años en la Universidad en el asiento trasero de un convertible Chevrolet. Una virginidad perdida a manos de un inexperto estudiante, muy guapo, muy atlético para una nulidad para hacer gozar a una mujer.

Desde entonces había pasado por un par de experiencias que habían sido otros tantos fracasos sentimentales. Pero aquella noche, en presencia del hombre que la había subyugado en menos de quince minutos, estuvo a punto de exclamar como la echadora de cartas Pilar Ternera ante José Antonio el de Macondo... ¡Qué bárbaro! Nunca había visto nada igual.

El atractivo español dejaba en pañales al más desmesurado de los hombres que se exhibían desnudos en las salas de fiestas de Broadway. Tenía el pene más bonito y bien hecho de todos los que había visto en su vida. Grande, grueso, recto y potente, de una perfección inigualable.

Fue una noche de locura amorosa, Una noche de amor perfecta que la hizo gemir de placer hora tras hora. La noche de amor más apropiada para una mujer que debía sacarse al día siguiente.

Probablemente, de haberle interesado a Jaime de Orellana, hubiera representado que Katty Morehait no hubiera sido nunca Katty Lambers. Podía haber sido Katty Orellana si el español lo hubiera deseado porque por aquel entonces ya llevaba dos años divorciado.

Katty Morehait se casó al día siguiente con Robert Lambers, un bostoniano alto y rubio, establecido en Nueva York como psiquiatra que jamás llegó a sospechar que, durante la noche de bodas, estaba ocupando el sitio de otro en la imaginación de su esposa.

Ni se sorprendió cuando a los nueve meses justos nació su primer hijo, Teddy, con abundante cabello y ojos negros como el azabache, más propios de un latino que de una pareja de rubios norteamericanos de ojos azules. Hasta es muy posible que, de haber conocido a Jaime de Orellana y Ayala sus múltiples conocimientos de la mente humana le abrían impedido reconocer el retrato del padre en la facciones del hijo.

Orellana, absorto en la contemplación del escultural cuerpo de la mujer, la oyó hablar y levantó la mirada desde sus muslos hasta sus ojos para responder:

-- Lo dudo.

-- Ni siquiera sabes lo que te he dicho – sonrió ella, satisfecha de lo que vio en la mirada masculina.

-- ¿Crees saber lo que estaba pensando? – preguntó burlón Orellana.

-- Los ojos te hablan, querido. Espérate hasta las cinco y media – comentó, sonriendo al sentarse y depositar sobre la mesa todos los catálogos.

Él fue mirando las fotografías de las muestras de cerámica italiana seleccionadas y, a su vez, escogió aquellas que consideró apropiadas. Estuvieron enfrascados en cantidades, calidades y precios hasta que una secretaria llamó a la puerta para indicarles que los señores Rewel y Norton les esperaban en el Plaza para almorzar.

Parte del almuerzo lo pasaron hablando de la crisis automovilística y de los incendios que los iraquíes habían provocado en los pozos petrolíferos de Kuwait, de los daños ecológicos y de los dieciséis mil quinientos millones de dólares que los EE.UU habían cobrado en concepto de gastos originados por el plan bélico Tormenta del Desierto.

Hablaron más tarde de precios y cantidades, tanto de material cerámico como de maquinaria para construcción. Orellana calculó mentalmente que la propuesta previa superaba los tres millones de dólares. A las cuatro de la tarde tenía ya ultimada la propuesta definitiva y no permitió que el chófer de la compañía le acercara hasta el aeropuerto.

Se despidió de los cuatro comensales encomendándole a Sam Wrait le trasmitiera afectuosos saludos a Betty y lamentando no disponer de tiempo para visitarla. Sam lo miró con ojos traviesos y sonrisa irónica mirando de pasada y como por casualidad a la hermosa Katty Lambers.

Una hora más tarde llamaron discretamente en la habitación 206 del Mayflower. Ella entró deliciosamente arrobada, los ojos brillantes y moviendo los labios en un saludo que no se oyó a causa del atronador ruido de un despegue del cercano aeropuerto. Se besaron apasionados, urgiéndose el uno al otro hasta caer desnudos sobre la cama. Se admiraba Orellana de la perfección del cuerpo femenino que, pese a la gestación, conservaba todo el frescor de la juventud sin que ni una sola estría marcara su liso vientre.

Se entregó ella desmayadamente en una amalgama de deseo frenético de sentirse penetrada por el poderoso díos que le trastornaba, como si el Universo entero estuviera dentro de ella girando alocadamente, transportándola a la deslumbrante luz de la cúspide del mundo que escaló en cuádruple embriaguez aquella tarde.

Siempre le ocurría igual con su amor inconfesable, la hacía gozar con sólo tocarla, sentía por él un amor y una pasión sin límites y sin ningún remordimiento. Sólo quería sentirlo dentro de ella, acariciarlo con los músculos vaginales para tener conciencia plena de su deleite y de su amor por él.

Cuando desde el aeropuerto, con las piernas todavía temblorosas a causa de los múltiples orgasmos, hizo el último ademán de despedida al Concord que despegaba, tuvo el firme convencimiento que de por segunda vez estaba embarazada. Suspiró profundamente, dio media vuelta y sonrió entre lágrimas encaminándose a la salida. Notaba entre sus muslos como si le faltara un trozo de carne.

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Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

Marisa (11)

El cipote de Archidona

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (2)

El orgasmómetro (3)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Memorias de un orate

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

Un buen amigo

La cariátide (10)

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)