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La cariátide (8)

en Grandes Relatos

LA CARIÁTIDE 8

Fue aquella tarde cuando, después de hacer el amor con Pepita tres o cuatro veces en casa de Manuela, al salir de la oficina me fui a su casa poco antes de cenar. Pili se alegró mucho de verme, supongo que igual se alegraría de ver a cualquier otro de los muchos a los que concedía sus insaciables favores de ninfómana.

Alfonso estaba durmiendo y se alegró de verme a la hora de cenar. Si, había tenido más trabajo del que imaginaba cuando me fui de viaje, le expliqué. Lo comprendió perfectamente, era natural dijo, las visitas no siempre están disponibles a la hora que uno quiere. Él lo sabía bien. Mejor que te lo tragues, me dije. Como siempre, con el último bocado en la boca, se fue a dormir. Tenía que levantarse a las tres de la madrugada.

También fue aquella noche, mientras Pepita fregaba los platos y arreglaba la cocina después de cenar que tuve que follarme a Pili. Como le solía ocurrir después de tomar la leche tibia, se quedó dormida mientras la bombeaba. Tal como le había prometido a su madre aquella tarde se la saqué sin eyacular. Por primera vez Pepita vino a comprobar si cumplía mi palabra. Me besó apasionada cuando comprendió que así era. Una situación que para otro que no estuviera tan encoñado como yo habría bastado para vestirse y salir pitando de aquella casa.

Tuve tiempo de verla acostarse vestida a los pies de la cama después de besarnos como lobos hambrientos. Por mi parte, estaba ardiendo de deseo después de medio follar a la hija. Empalmado como un verraco me deslicé poco a poco hasta sus muslos y le dije lo que deseaba. Se levantó, oí correr el agua del bidé y para cuando regresó ya no llevaba las bragas puestas. Le comí la almejita imberbe hasta que me harté de tragar el zumo de sus orgasmos. Como ya no podía aguantar más quise follármela, pero ella era de otra opinión. Alfonso no acostumbraba a despertarse, pero alguna vez lo hacia para orinar. Era muy celoso y desconocía su reacción, que podía ser peligrosa según dijo.

Me obligó a acostarme en debida forma, metió la cabeza bajo las sábanas y me hizo una felación que recordaré mientras viva. Se tragó el abundante semen con ansia, aspirándolo hasta que salió la última gota acumulada en mis testículos. Aquella aspiración me produjo tal placer que casi me desmayo. Tardé poco en quedarme dormido. Me desperté cuando Pepita cerró la puerta al marcharse Alfonso al trabajo. Me preguntaba como aquel hombre al que ella había puesto los cuernos tantas veces, a la que había tenido que sacar casi de las puertas del burdel por culpa de Carlos, tenía suficiente confianza en ella como para dejarla sola en casa con un hombre de veintiséis años.

La única explicación que encontraba era que quizá con tal de tenerla a su lado era capaz de transigir no sólo con los cuernos si no con lo que le echaran. Cuando Pepita regresó al dormitorio traía el camisón largo en la mano pero ella estaba tan desnuda como cuando nació. Su cuerpo, de curvas bien pronunciadas, nunca me pareció tan hermoso como aquella noche. Si vestida era impresionante, desnuda resultaba esculturalmente hermosa y capaz de trastornar al hombre más ecuánime.

Los pechos erguidos, turgentes, blancos, de pezones ligeramente oscuros y areolas rosadas parecían los de una quinceañera; los muslos espléndidos, esculturales, macizos; el vientre, liso, ligeramente abombado hacia el pubis imberbe, tenía la misma morbidez que el de una muchacha adolescente; después de haber gestado dos veces ni siquiera se le veía en él una sola estría. Las nalgas poderosas redondeadas, de caderas de ánfora romana que enmarcaban una cintura casi de niña. Los gordezuelos labios de su vulva tenían la suavidad del plumón de las aves y su carne íntima un color rosado intenso con aroma de playa y de mar. Mirándola comprendí que toda mi vida estaría enamorado de aquella mujer a la que deseaba más cada día.

La penetré despacio, saboreándola a cada milímetro que le hundía en su húmedo y precioso estuche mientras ella me besaba enfebrecida elevando la pelvis con el afán de ser penetrada profundamente, de sentirse repleta de la dura carne que su hundía en su vientre. Sus orgasmos me inundaba a cada centímetro, tenía que contenerme para no eyacular y no lo hice hasta que ella me lo pidió ávida y ansiosa de sentirse golpeada por los algodonosos y fuertes borbotones del semen de mi orgasmo y, al sentirlos, me acompañó con un múltiple y prolongado clímax que casi le duró cinco minutos. Fue un polvazo descomunal, no fueron muchas las veces que tuve un placer tan intenso como el de aquella noche.

Estuvimos haciendo el amor hasta la amanecida, cuando los nacientes rayos del sol se filtraban hasta el lecho tiñendo de amarillo las sábanas, mientras se oían los primeros camiones de la basura y las voces de los basureros recogiendo las bolsas apiladas en los portales. No existían aún los actuales contenedores. Ella se vistió por completo antes de acostarse de nuevo a los pies de la cama. Se guardaban aún algunas formas con la "nena" dormida que casi siempre nos despertaba cuando más sueño teníamos. Y lo mismo pasaba todos los días que yo estaba en la ciudad. Incluso hubo semanas enteras en las que, no teniendo que salir de viaje, hacíamos el amor salvajemente todas las noches desde las tres de la madrugada hasta que amanecía.

Pero al cabo de un mes y medio a Alfonso le cambiaron al turno de día y nuestro gozo en un pozo. Aquel turno de día duraría dos meses y ni Pepita ni yo estábamos dispuestos a esperar tanto tiempo para disfrutar el uno del otro, y menos podríamos disfrutarnos completamente desnudos, como habíamos venido haciendo hasta entonces. Los primeros días se acostaba vestida a los pies de la cama, casi siempre sin braguitas. Le acariciaba las piernas, los muslos, su preciosa e imberbe conchita y la hacia disfrutar a base caricias, pero aquel sustitutivo del verdadero placer de sentir piel contra piel era un sucedáneo inútil que más la enervaba que la calmaba y lo mismo me pasaba a mí.

Una noche, hablando en susurros mientras nos acariciábamos, me preguntó si la multinacional farmacéutica en la que trabajaba fabricaba comprimidos de luminal. Aunque le dije que sí, me sorprendió la pregunta, y le expliqué que el luminal es el nombre comercial del ácido fenil-etil-barbitúrico que se utiliza como hipnótico, calmante del sistema nervioso y preventivo de los ataques epilépticos. Es un ácido que administrado en dosis excesiva es letal, mortal de necesidad. No lo sabía, pero le extrañaba porque el médico se lo había recetado para Pili, con el fin de calmarle los nervios a causa de la enfermedad que padecía y que yo conocía de sobras. Se le habían acabado las pastillas.

Aquello quería decir que Pili ya no dormiría como un tronco toda la noche y, por lo tanto, ya ni siquiera podríamos acariciarnos, ni hablar de nuestro mutuo amor. Sabía yo que el luminal se administraba como máximo medio comprimido por la mañana y uno por la noche, pero ella le estaba administrando dos enteros todas las noches. Le dije que aquella dosis, no recomendado además por el médico, era una barbaridad que, como mínimo, podría provocar en la muchacha una drogodependencia de los barbitúricos inaguantable con lo cual sería peor el remedio que la enfermedad.

-- Entonces ¿ qué te parece que hagamos?

-- Dejar de administrárselo por lo menos durante dos meses, para que el organismo pueda eliminarlo de forma natural.

-- Si hacemos eso entonces la que me moriré seré yo. Me moriré consumida porque no puedo estar sin ti, sin tocarte, sin tenerte todos los días. Será un suplicio inaguantable tenerte tan cerca y no poder tocarte ¿No lo comprendes?

-- Claro que lo comprendo, mi amor, a mí me pasa lo mismo.

-- ¿Entonces, cómo lo solucionamos?

-- ¿El médico que dosis te recomendó que le dieras?

-- Media pastilla con el desayuno y una antes de acostarse.

-- Pero es que tú le das dos todas la noches.

-- ¿Cómo lo sabes? – preguntó sorprendida.

-- Porque te he visto ponerlas en la leche, aunque al principio creí que era un anticonceptivo.

-- No, el anticonceptivo me lo tomo yo. Una pastilla todos los días.

-- ¡¡Vaya!! – exclamé molesto – ¿Y tú eras la que querías tener un hijo mío?

-- No lo tomo por ti, mi amor, pero comprende que, cuando le apetece, tengo que cumplir con mis obligaciones matrimoniales, aunque desde que me enamoré de ti me escabullo siempre que puedo, pero alguna vez tengo que hacerlo aunque me repugne. ¿Lo entiendes?

-- Si lo entiendo, cariño. Vaya por Dios. Por eso querías que te llevara conmigo a otra ciudad.

-- Si, por eso es, sólo por eso.

-- ¿Y abandonarías a tus hijos por mí?

-- Por ti soy capaz de abandonar al mismo Dios, vida mía.

De repente sentimos a Alfonso caminando por el pasillo. Me tumbé al lado de Pili haciéndome el dormido. Lo sentí pararse delante de la habitación. Quizá Pepita notó algo en su expresión porque comentó en voz baja. " Duermen como troncos" y la respuesta de él : "Ya", antes de entrar en el lavabo. No me gustó el tono de aquel escueto "Ya". Ni un pelo me gustó. Cuando volvió a su habitación y miré a Pepita ésta tenía una expresión preocupada. Aquello no podía seguir así.

Dos días más tarde, a las siete de la mañana, cuando me levanté para marchar a la oficina entré en el baño con la maquinilla eléctrica para afeitarme. Alfonso estaba también en el baño rasurándose la barba. Lo hacía con brocha y jabón como siempre. Más de una vez nos habíamos afeitado juntos porque él me decía que no le molestaba y así ganábamos tiempo. El cordón de la maquilla me permitía colocarme detrás de Alfonso y siendo bastante más alto que él podía afeitarme tranquilamente. Pero aquella mañana ni siquiera respondió a mis buenos días, ni me miró, ni sonrió como había hecho hasta entonces. Pero de repente comentó sin levantar la voz:

-- Muchacho, creo que me has tomado por Don Tancredo.

Sabía muy bien quien era el personaje taurino, pero disimulé preguntando:

-- ¿Quién es Don Tancredo?

No respondió. Acabé de afeitarme, me mojé el pelo y salí del baño diciendo: "Hasta luego"

Tampoco respondió.

Estaba claro que sospechaba algo y mi presencia en su casa ya no le resultaba grata. Se lo comenté a Pepita por teléfono. Tuve que explicarle quien era Don Tancreto. Por toda respuesta respondió:

-- No hagas caso. Lleva unos días de mal humor. Ya se le pasará.

-- No lo creo, estoy seguro de que sospecha algo.

-- Si fuera así lo sabría. Te digo que sólo tiene mal humor por algo del trabajo. Si fuera otra cosa lo sabría.

-- Yo creo todo lo contrario, Pepita, está de mal humor porque sospecha algo. Pero en fin, esperemos a ver en que queda todo esto.

-- Si, cariño, no te preocupes. Ya se le pasará.

Pero un par de días después ocurrió algo que me originó un cabreo impresionante. Al bajar por la mañana para marchar a la oficina me encontré el coche, aparcado en la acera de enfrente, con las cuatro ruedas rajadas a navajazos. A ningún otro coche de los aparcados delante o detrás les había ocurrido nada parecido ni era frecuente, por aquel entonces, que se originaran estás gamberradas. Tuve que subir al piso para llamar por teléfono a mi garaje, que enviaran una grúa, le cambiaran las cuatro ruedas y me avisaran cuando estuviera listo. Pepita y Alfonso estaban en la cocina desayunando. Cuando les expliqué lo sucedido Pepita exclamó:

-- ¡¡Qué canallada!! Habría que denunciarlos.

-- Si supiera quienes son tampoco se iban a ir de rositas, pero no lo sé.

Me sorprendí al oír a Alfonso comentar:

-- Peor sería que los navajazos te los hubieran dado a ti. ¿No te parece?

-- Hombre, por supuesto – respondí mirando a Pepita que desvió la mirada. Como un relámpago me vinieron a la memoria las palabras de Andrés Torres: "Tenía y tiene contactos y amistades en los bajos fondos de la ciudad. Carlos apareció muerto con dos tiros en la cabeza y nunca se supo quien lo había asesinado". Me despedí:

-- Bueno, hasta luego. Voy a ver si viene la grúa.

Pepita, igual que hacía con Alfonso, quiso levantarse para acompañarme a la puerta, pero el marido la sujetó por un brazo y la obligó a sentarse de nuevo. Mientras caminaba hacia la puerta la oí quejarse de que le había hecho daño en el brazo. Comprendí que había que tomar una decisión y comprendí también que yo estaba en peligro si continuaba en aquella casa.

Alfonso no era el tipo bonachón y simpático que parecía. Torres tenía razón. ¿Eran aquellos pequeños detalles a los que pocas veces se les da importancia lo que habían puesto sobre aviso al marido o había advertido algún desliz sin que Pepita ni yo nos diéramos cuenta? Algo le había puesto sobre aviso, era más celoso que Otelo, y lo que yo había pensado de que con tal de tenerla a su lado aguantaría lo que le echaran se caí por su base. Seguramente estaba tan encoñado como yo con su mujer y la quería para él solo. A aquellas alturas yo tampoco estaba dispuesto a renunciar a Pepita. Ni el marido, ni dios bendito me iban a impedir tenerla para mi. Había tomado una decisión y pensaba cumplirla hasta el final. Alfonso tenía que desaparecer del mapa de una vez por todas y empecé a madurar la coartada.

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