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La madame de Paris (5)

en Confesiones

LA MADAME DE PARIS –V--.

 

Beatriz, había oído hablar del vidente con elogiosas palabras. Casi todas sus amigas y conocidas lo habían visitado y todas ellas le hablaban con entusiasmo de sus grandes dotes. Ella no creía en nada de todo lo que sus amigas le contaban, era demasiado cerebral, demasiado pragmática y muy poco sugestionable. Se trataba, según le decían, de un hombre corpulento, de color, nativo del África Central y de una tribu mandinga. Según pudo averiguar, todas la mujeres del barrio acudían a él y también todas con las que había hablado lo hacían en términos más que elogiosos sobre su sabiduría como vidente.

Picada más por la curiosidad que por todas las buenas palabras que sobre él escuchaba, decidido visitarlo. La sala de espera estaba llena de mujeres. Frente a Beatriz colgaba una gran cortina negra de seda china, bordada de oro. El hombre apareció tras ella. Excepto por su traje, corriente, parecía un mago. Lanzó a Beatriz una pesada mirada con sus ojos lustrosos y luego se desvaneció tras la cortina con la última de las mujeres que había llegado antes que ella. La sesión duró media hora. Después, el hombre levantó la cortina negra y, muy cortés acompañó a la mujer hasta la puerta situada enfrente.

Le llegó el turno a Beatriz. El vidente la hizo pasar bajo la cortina. Se encontró en una habitación casi a oscuras, muy pequeña, adornada con cortinas chinas e iluminada tan sólo por una bola de cristal con una luz debajo que relucía sobre el rostro y las manos del vidente, dejando todo lo demás en la penumbra. Los ojos de aquel hombre eran hipnóticos.

Beatriz decidido resistirse a ser hipnotizada y se propuso conservar plena conciencia de lo que estaba ocurriendo. Le pidió que se echara en el diván, y permaneciese muy tranquila durante un momento mientras él, sentado a su lado, centraba su atención en ella. Cerró los ojos, y Beatriz decidió cerrar los suyos. Por espacio de un minuto, el vidente permaneció en estado de abstracción; luego apoyó su mano en la frente de Beatriz. Era una mano cálida, seca, pesada y electrizante.

Entonces su voz dijo como en un sueño:

-- Usted está casada con un hombre que la hace sufrir.

-- Si – asintió Beatriz, recordando que el español la exhibía desnuda ante sus amigos.

-- Tiene unas costumbres raras.

-- Si - dijo Beatriz sorprendida.

Con los ojos cerrados, evocó las escenas durante las cuales su marido la poseía completamente desnuda delante de sus amigos y les cobraba por ver aquellas escenas íntimas, era su forma de ganar dinero cuando no podía vender cuadros o relatos. Le parecía que el vidente podía verlas también.

-- Usted no es feliz – añadió – y lo compensa siéndole muy infiel.

-- Si – repitió Beatriz

Abrió los ojos y vio que el negro la miraba atentamente, así que los cerró de nuevo. Sintió la mano electrizante sobre su hombro y oyó que su voz le decía:

-- Duérmase.

Aquellas palabras la calmaron, pues en ellas adivinó una sombra de piedad. Pero no podía dormir. Su cuerpo estaba conmocionado. Sabía cómo era su respiración durante el sueño y cómo se movían sus pechos, así que pudo fingir de forma natural que dormía. Durante todo ese tiempo sintió la mano en su hombro y su calor la penetró a través de la ropa. El vidente empezó a acariciarle el hombro con tanta suavidad que Beatriz temió dormirse de verdad, pero no quería renunciar a la placentera sensación que le recorría la espalda al tacto circular de la mano, Se relajó, pues, por completo.

El le tocó la garganta y aguardó. Quería estar seguro de que se había dormido. Le acarició los pechos y Beatriz no se estremeció.

Con precaución y habilidad le acarició el vientre, y con una ligera presión del dedo empujó la seda negra del vestido, delineando las formas de sus piernas y el espacio entre ellas. Cuando hubo revelado este valle, continuó acariciándole las piernas, que aún no le había tocado por debajo del vestido. Luego, silenciosamente, abandonó la silla y se colocó a los pies del diván, de rodillas. Beatriz sabía que en esa posición podía mirar bajo el vestido y comprobar que no llevaba ropa interior costumbre impuesta por su marido que, con el tiempo, se hizo habitual en ella. El hombre estuvo contemplándola largo rato.

Luego notó que le levantaba ligeramente el borde de la falda para poder ver más. Beatriz se había tendido con las piernas un poco abiertas y ahora se estaba derritiendo bajo la mirada del vidente. ¡Qué hermoso era ser observada mientras aparentaba dormir y que el hombre se sintiera libre por completo! Notó que la seda se levantaba y se quedó con las piernas al aire. Él las estaba mirando con fijeza.

Con una mano las acariciaba suave y lentamente, disfrutando de su plenitud, sintiendo la finura de sus líneas y el largo y sedoso paso que conducía hacia arriba, bajo el vestido. Beatriz tuvo dificultades para permanecer acostada con absoluta tranquilidad. Quería separar un poca más las piernas ¡Con qué lentitud avanzaban las manos! Podía notar como reseguía los contornos de las piernas, cómo se demoraban en la curvas, cómo se paraban en la rodilla y luego continuaban. El vidente se detuvo un momento antes de tocar el sexo. Debía de haber estado observando su rostro para comprobar si se hallaba profundamente hipnotizada. Con dos dedos empezó a acariciarle el sexo y a masajearlo.

Cuando sintió la miel que manaba suavemente, deslizó la cabeza bajo la falda, desapareció entre los muslos y empezó a besarla. Su lengua era larga, ágil y penetrante. Le muchacha tuvo que contenerse para no avanzar hacia aquella boca voraz.

La lamparilla emitía una luz tan tenue que Beatriz se atrevió a entreabrir los ojos. El había retirado la cabeza de la falda y estaba despojándose lentamente de las ropas. Permaneció en pie junto a ella, magnífico, alto, como una especie de rey africano, con los ojos brillantes, los dientes al descubierto, la boca húmeda y la más gigantesca erección que ella había contemplado en su vida. Era tan gruesa y larga como su grueso y negro antebrazo.

¡Nada de moverse, nada de moverse!, para permitirle hacer cuanto quisiera. ¿Y qué iba a hacer un hombre con una mujer hipnotizada, de la que nada tenía que temer y a la que no había por qué contentar?

Desnudo, se elevó por encima de ella y luego, rodeándola con sus brazos, la puso cuidadosamente boca abajo. Ahora Beatriz yacía ofreciéndole sus suntuosas nalgas. Él levantó el vestido y puso al descubierto los dos montes. Actuó despacio, como para recrearse la vista. Sus dedos eran firmes y calidos cuando separó su carne. Se inclinó sobre ella y empezó a besar la fisura. Acto seguido, deslizó las mano entorno a las caderas y la levantó hacia sí, para poder penetrarla desde atrás. Al principio, sólo halló la abertura posterior, que resultaba demasiado pequeña y cerrada para ser franqueada, y luego dio con la otra, más húmeda y receptiva. Notó el descomunal glande dilatándola como jamás la habían ensanchado y lentamente el gigantesco falo, cada vez más grueso, se incrustó en ella con lentitud desesperante hasta donde nadie la había penetrado aún. Durante unos momentos permaneció enterrado en ella, luego comenzó un vaivén lento y electrizante que la obligó a realizar un esfuerzo ímprobo para frenar el orgasmo que llegaba.

De nuevo la volvió boca arriba para poder contemplarla mientras la tomaba por delante. Sus manos buscaron los pechos bajo el vestido y los estrujaron con violentas caricias. Su grueso miembro la llenaba por completo. Se lo introdujo con tal furia que Beatriz pensó que tendría un orgasmo y se delataría. Deseaba experimentar placer sin que él se diera cuenta. La excitó tanto el ritmo de las embestidas sexuales, que una de las veces cuando se deslizaba fuera para arremeter de nuevo, sintió que el orgasmo llegaba de nuevo.

Todo su deseo se concentraba en sentirlo otra vez. El trataba ahora de empujar su sexo en la boca entreabierta de ella. Ella se abstuvo de responder y se limitó abrirla un poco más. Evitar que sus manos lo tocaran y evitar que su cuerpo se moviese era un esfuerzo sobrehumano. Pero deseaba experimentar de nuevo aquel extraño placer de un orgasmo robado, igual que él sentía el placer de aquellas caricias robadas.

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