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El dandy

en Hetero: General

EL DANDY.

El vestíbulo del Hotel Ambassador estaba casi vacío cuando él entró. Lavinia, que esperaba a Jaques Devereaux, su amante, abandonó la lectura para dirigir la mirada hacia la puerta giratoria. Era un desconocido el que entró. Seguramente hubiera continuado leyendo si la fisonomía del hombre no le resultara familiar. Vestía un taje de alpaca inglesa azul marino hecho a medida que portaba con la despreocupada soltura del que está acostumbrado a vestir como un gentleman inglés.

El hombre se detuvo en mitad del vestíbulo, mirando a derecha e izquierda sin disimulo. Su mirada se posó sobre los zapatos de piel de cocodrilo de Lavinia, subió por sus esculturales piernas, se detuvo unos instantes en las carnosas rodillas y el trozo de carne de los muslos que su minifalda de tablas dejaba al descubierto, siguió subiendo hasta sus impresionantes tetas y acabó clavando sus ojos verdes de tupidas pestañas en los azules ojos de la mujer.

Lavinia comprendió que la había desnudado por completo con total desfachatez y como, sin dejar de mirarla, sus labios dibujaron una leve sonrisa que de inmediato le recordó a quien se parecía… a George Clooney, a tal punto que semejaban hermanos gemelos. No podía ser el actor americano porque ella sabía que no estaba en New York si no rodando una película en África, aparte el hecho de que el recién llegado era mucho más joven que Clooney, pues no pasaría de treinta años.

La leve sonrisa del hombre le hizo bajar los ojos y posarlos sobre la novela, pero no veía las letras. De reojo lo vio avanzar hacia ella, pasando de largo hasta los anaqueles donde se exhibían los diferentes periódicos de todo el mundo. Olfateó un leve aroma masculino a su paso. Un aroma de macho, indiscutiblemente, que no era capaz de distinguir…. ¿Cuero? No, no era cuero. ¿Alquitrán? No, tampoco, a nadie se le ocurriría ponerse una loción con olor a alquitrán. La vio recoger el Washington Post y comprendió que daría la vuelta por lo que de nuevo dirigió los ojos a la lectura.

El hombre avanzó hasta el sofá en circunferencia que ocupaba uno de los rincones del vestíbulo y de soslayo le vio sentarse a escasos treinta centímetros de donde estaba ella sentada. De nuevo el extraño aroma de macho llegó su olfato mientras él estiraba las rayas del pantalón al cruzar las piernas y abrir el periódico. Al tenerlo tan cerca el aroma se hizo más intenso. Era un olor punzante que olfateó con las aletas de la nariz dilatas en un intento de reconocerlo.

Era una de sus dos manía, reconocer los olores; la otra encontrar al sosias de las personas que despertaban su interés. Tuvo que rememorar que, aunque no era muy alto pues no pasaría del metro ochenta, tenía un tipo espléndido y vestía con una negligente elegancia que sólo las personas acostumbradas a frecuentar elevados estamentos sociales desde la infancia podían adquirir.

Le molestaba no poder reconocer el aroma de su loción. Desde luego debía tratarse de alguna colonia hecha exclusivamente para él y, por lo tanto y por lógica, tenía que ser una persona financieramente bien situada. Ni Armani, ni Guzzi, ni Rabanne, ni Coco Chanel, ni Dior ni nadie de los grandes perfumistas franceses dejaría de cobrar una pequeña fortuna por una loción exclusiva.

Lavinia consultó su reloj. Jimy se retrasaba ya media hora, cosa poco frecuente en él. Decidió esperarlo quince minutos más. Se sobresaltó al oír el comentario de su vecino de asiento:

-- No vendrá nunca más.

Como el doble de Clooney seguía leyendo el periódico al parecer muy atento, miró hacia el otro lado. En toda la redondez del sofá, los únicos ocupantes eran ellos dos.

-- Me hablabas a mi – preguntó ligeramente nerviosa.

-- Si -- respondió el hombre sin mirarla.

-- ¿Qué es eso de que no vendrá nunca más? – repreguntó incrédula.

-- Te lo explicaré después de comer en el club 21. Nos vamos dentro cinco minutos.

-- No cuentes conmigo – respondió molesta.

-- Si vendrás. Aquí corres peligro.

-- ¿Peligro?

-- En cuanto veas entrar a un hombre cubierto con un Panamá blanco, cógete de mi brazo y sígueme.

-- Pero…

-- No discutas y vámonos, ya está ahí.

Lavinia miró hacia la puerta giratoria. Vio al hombre de Panamá blanco y algo en su aspecto la atemorizó. Se levantó cogiéndose del brazo de Clooney bis que ya estaba de pie. El hombre de sombrero blanco se detuvo tras una columna de espejos con la mano dentro del bolsillo de la chaqueta que se levantaba y, en ese momento, oyó un silbido y un leve ruido de taponazo. El hombre del sombrero dio media vuelta y cayó al suelo con un ruido sordo. No tuvo tiempo de observar nada más porque él la arrastró rápido hacia la calle.

El chófer abrió la puerta trasera del Jaguar y casi antes de poder sentarse arrancó con una exhalación. Todo discurrió de nuevo por su cerebro como una película a cámara lenta. Oyó de nuevo el silbido seguido del suave taponazo, vio girar al hombre sobre sus pies antes de caer al suelo, la pistola rebotando en la moqueta y el humo saliendo bajo el periódico The New York Times que sostenía su acompañante. ¿Querían Matarla? Pero ¿Por qué? Ella era una simple starlett de Brodway. No pertenecía a ninguna organización de la Mafia e imaginaba que su amante, Jacques Devereaux, tampoco. Pero, pese a todos estos pensamientos, lo primero que le preguntó a su acompañante fue:

-- ¿Qué loción usas?

-- Aromas de coito – respondió el hombre con deslumbrante sonrisa.

Claro, debí reconocerlo ¡Qué idiota! – pensó enojada consigo misma pero preguntó:

-- ¿Y quién te la fabrica?

-- Yo mismo envió la materia prima a Máximo Dutti.

-- ¿El perfumista de la Quinta Avenida?

-- Si.

-- ¿Me tomas el pelo?

-- En absoluto, ya lo comprobarás cuando hagamos el amor.

-- ¿Hagamos? Pero ¿por quien me has tomado?

-- Por la amante de Jacques Devereaux. La vedette del Trocadero de Manhattan

-- No soy la vedette del Trocadero – respondió molesta.

-- Lo fuiste hasta que Jimy te hizo su amante.

-- ¿Qué le ha pasado a Jimy?

-- Está muerto. Tú también lo estarías si no llego a tiempo.

-- Pero ¿por qué? – preguntó sintiéndose mareada de pronto mientras la mano del hombre se posaba suavemente en su rodilla.

-- Después de comer lo sabrás, ya te lo dije.

-- ¿Y ahora adónde vamos?

-- También te lo dije: A comer.

Dejó de mirarlo, girando la cabeza hacia el otro lado. Era endemoniadamente guapo el muy cabrón y se sintió húmeda por culpa de su maldito aroma. La mano masculina subió lentamente por sus muslos. Ella miró al chófer. Las lunetas tintadas de todo el habitáculo de los pasajeros le permitía verlo, pero aunque el conductor se girara no podría verlos a ellos. Tampoco podrían verlos desde los otros coches ni los viandantes de las aceras.

-- Quita la mano de ahí – comentó sin mirarlo.

-- Esto debió haber sido mío hace cinco meses – respondió estrujando el limón que se abrió palpitante, al tiempo que el dedo medio del hombre se introducía profundamente en la vagina – Aún estaría vivo si no me hubierais traicionado.

-- Y qué vas a hacer ¿Matarme a mí también?

-- Lo pensaré después de follarte. Quítate las bragas.

-- No – respondió seca y adusta, observando atónita como él se despojaba del pantalón y el bóxer dejando la erección palpitando ante sus ojos.

-- Pero…

-- Sin peros – cortó en tono imperioso – Quítate las braguitas y métetela dentro del coño

-- No – repitió ella en el mismo tono.

La mano del hombre se cerró sobre la tráquea femenina como un cepo dentado, arrastrándola de cabeza hasta la erecta verga sin que pudiera oponer resistencia. Tuvo que abrir la boca y chupar el amoratado capullo. Cuando le soltó la garganta

la mano masculina le oprimió la cabeza hacia abajo introduciéndole el rígido miembro

hasta la dolorida garganta. Mamó y chupó la dura erección guiada por la musculosa mano pero, de pronto, la apartó para repetirle muy sonriente:

-- Vamos, nena, quítate las bragas y métela en el coño. Hazlo por las buenas y no seas tonta, o tendrás que hacerlo por las malas.

Se levantó la faldilla estirando las piernas para despojarse de la tanga, montándose a horcajadas sobre la congestionada verga y allí se detuvo esperando que él se la encajara.

-- No me hagas enfadar, Lavinia, y métetela dentro.

-- ¿Es que tú estás manco? – preguntó, sintiendo en su vulva la presión de la rígida erección.

Oyó su risa contenida y lo miró a los ojos. Como hipnotizada, sin dejar de mirarlo, su mano llevó a la rígida verga hasta su entrada vaginal y se dejó caer lentamente notando como la ardiente erección, le dilataba la vagina más de lo que había imaginado. Tenía la sensación de que dentro de su estuche, la verga crecía por momentos cada vez más, como si obedeciera a un mandato de su dueño. Quiso apartar los ojos de los suyos, pero no pudo. Sin moverse ni apartar la mirada de los verdes ojos masculinos notaba como los movimientos del Jaguar eran suficientes a mecerlos a los dos en un vaivén de placer estremecedor. Sintió la imperiosa necesidad de besarlo y abrió los labios cerrándolos sobre la boca del hombre que aspiró su lengua hasta casi hacerle daño.

Gimió de placer cuando el frenazo del automóvil la clavó la verga hasta el útero y casi de inmediato comenzó a estremecerse mordiendo la boca masculina con furia incontenible provocada por la fuerza del orgasmo que la invadía amasando la polla que la penetraba con las fuertes contracciones de su vagina.

Continuará…

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