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Despacito, cariño, muy despacito (7)

en Grandes Relatos

DESPACITO, CARIÑO, MUY DESPACITO – 7 –

CAPÍTULO SIETE.

El imprevisible Director General.

 

Cuando el lunes a las seis y media de la mañana, acababa de sentarse en su sillón del despacho, sonó el teléfono; estuvo segura de que no era Charly porque él nunca llegaba antes de las siete o siete y media. Supuso que, como tantas otras veces, sería una disculpa de Charly por llegar tarde. Pero pensando lógicamente se dijo que aquella disculpa no tenía sentido. Levantó el auricular:

-- ¿Diga?

-- Suba inmediatamente a mi despacho – la voz sonaba categórica y seca.

-- Sí, señor Laroca, ahora mismo.

Salió del despacho casi corriendo para tomar el rápido ascensor hasta el piso 54. Al pasar por delante de Eva, le preguntó aminorando el paso:

-- ¿Qué pasa Eva? ¿Está de mal humor?

 

-- Parece que sí, pero no tengo ni idea del motivo, Megan.

-- Uf, ¡madre mía! – exclamo mientras Eva le indicaba al jefe por el interfono que la señora Sleither estaba esperando a ser recibida. Escuchó un momento y le advirtió a la amiga:

-- Que pases, guapa y que te sea leve.

Entró sin llamar caminando hacia su mesa de despacho. Esperó de pie hasta que vio el movimiento de su mano indicándole que se sentara y esperó a que él le hablara. Lo hizo para preguntar sin mirarla:

-- ¿Ha terminado su informe sobre Talbot?

-- Sí, señor – respondió abriendo su cartera de mano y dando gracias al cielo por habérsele ocurrido trabajar en él hasta la medianoche del lunes.

-- No, no, ahora no quiero verlos no tenemos tiempo. Acompáñeme – comentó secamente levantándose y caminando hacia la salida.

Tuvo que acelerar el paso paso poder seguirlo. Alzó las cejas al pasar frente a Eva haciéndole un gesto de ignorancia total. Tropezó con él cuando se giro súbitamente y tan de repente que los dos chocaron. Fue como si hubiera chocado contra un muro de cemento y hubiera caído al suelo si él no la sostiene por los hombros. Comentó a su secretaria sin soltarla:

-- Dígale al Presidente del Consejo cuando llegue, que le llamaré esta tarde.

-- Muy bien, señor Laroca.

Bajaron en el ascensor hasta el vestíbulo y le abrió la puerta de la limusina que esperaba con el chófer al volante y que arrancó de inmediato. Sin atreverse a preguntar adónde iban fue fijándose en el camino que recorrían durante un buen rato; finalmente no le quedó duda alguna que se encaminaban al aeropuerto. ¡Santo Dios! Pensó atribulada, no pensará que voy a emprender viaje sin ni siquiera una muda interior. Aunque seguramente – se consoló -- estaremos de vuelta antes de la noche.

Cuando subieron al jumbo de la TWA sintió su mano de acero sobre su codo ayudándola a ascender las escalerillas de embarque y no la soltó hasta que la azafata de primera clase les acompañó hasta sus asientos. Él le indicó con un gesto de la mano que se sentara al lado de la ventanilla colocando su maletín entre los dos al lado del reposabrazos de su asiento. Cuando ya estuvieron acomodados él reclinó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

Ella apoyó la cabeza en la ventanilla mirando el macádam de la pista que desaparecía bajo las ruedas cada vez más velozmente. Notó como el avión despegaba y ascendía raudo y sin saber muy bien por qué los ojos se le llenaron de lágrimas. Sacó el pañuelito del bolso para enjugarlas, mirando al hombre que parecía dormitar a su lado.

Él le producía un respeto considerable, no tenía muy claro a qué se debía, pero John Laroca tenía algo en su carácter y en su personalidad que difería del común de los demás hombres que conocía. Sus facciones eran muy varoniles y debía reconocer que era un hombre condenadamente guapo. Su rostro parecía tallado en mármol como el de algunas estatuas romanas.

El hoyuelo de la barbilla y los que se le formaban en las mejillas cuando sonreía resultaban cautivadores, pero su mirada fría como el acero estaba siempre alerta, una mirada que parecía taladrar el cerebro de su interlocutor, fuera éste masculino o femenino. Al revés que su simpática sonrisa, su mirada fría y dura demostraba todo lo contrario de la encantadora expresión de su boca.

Era amable, educado y simpático pero los que estaban bajo su mando, tanto hombres como mujeres, les bastaba mirarle a los ojos para no traspasar la línea de la confianza que otorgaba que nunca se sabía muy bien hasta donde llegaba. Sabía reconocer el trabajo bien hecho y se lo había demostrado durante la última reunión de directivos, pero, quizá por eso, más tarde, durante la cena, ni siquiera la había mirado una sola vez, ni la había halagado por lo hermosa que estaba como hicieron todos los demás hombres. Tampoco la había invitado a bailar como había hecho con Eva y con Lisa, aunque ella suponía que seguramente fue debido a que eran las dos únicas mujeres solteras de la cena

No podía achacarlo al profundo sentimiento de rabia y amargura que la embargó cuando se dio cuenta de quien era en realidad Charly Wilmer porque de eso ella se enteró después de la fiesta. Aunque comprendía que cada uno con su vida privada podía hacer lo que se le antojara sin molestar a los demás, a ella sí la había molestado y lo que era peor, se había dejado engañar miserablemente sólo por su incontenible deseo de que la follara una verga caballuna.

Le había dolido y seguía doliéndole por haber sido la mosca enganchada de patas en el plato de miel. Creerse enamorada por el tamaño de la verga de un hombre era absurdo, aunque esta verga la hubiera hecho correrse con orgasmos avasalladores, como nunca en toda su vida había conocido. Bien pensado y analizado, no toda la culpa había sido del striper.

Pero aquel doloroso engaño le había servido, por lo menos, para tener preparado para el lunes a primera hora el importante informe de la absorción de la empresa Talbot por parte de la Chrysler. El director general se lo había pedido en cuanto llegó a su despacho con su larga cabellera rubia aún medio húmeda por el agua de la ducha. ¿Pero por qué estaba tan enfadado y tenía tanta prisa? ¿Adónde iban? ¿Por qué no se había atrevido a preguntárselo? De pronto, sin separar la cabeza del respaldo se giró a mirarla con sus ojos de halcón y preguntó:

-- ¿Ha desayunado?

-- No, señor.

-- Vamos a solucionarlo, espere un momento – y se levantó rápido caminando hacia la azafata con la que habló un par de minutos regresando de nuevo a su asiento. Fue entonces cuando ella se atrevió a preguntarle:

-- ¿Puedo saber adónde vamos, señor Laroca?

-- Claro, a París.

-- ¡A París! – exclamó asombrada y de inmediato preguntó --¿Y regresaremos hoy?

-- No. Tenemos habitaciones reservadas en el París Hilton para una semana. No creo que nos cueste más tiempo arreglar el asunto de la Talbot.

-- ¡Pero señor Laroca – exclamó nerviosa -- no me ha dado tiempo ni a recoger una muda, no llevó más que lo puesto!

-- No se preocupe por eso. Lo que sí quería decirle… – y aquí el joven director general de la Chrysler se detuvo pensativo. Ante su silencio ella preguntó:

-- ¿Qué deseaba decirme, señor Laroca?

-- Quizá piense que no es de mi incumbencia – aclaró el hombre sin mirarla.

-- Sea lo que sea me gustaría saberlo.

-- Tiene usted una figura espléndida, y es una pena que no use sujetador. La Ley de la gravedad le estropeará sus hermosos pechos más de prisa de lo que imagina.

-- ¡Vaya! – exclamó atónita -- ¿Y cómo sabe que no lo llevo?

-- La he visto correr en el aeropuerto, sus mamas son muy hermosas y si persiste en no utilizar sujetador, antes de los treinta años se le caerán hasta el ombligo y tendrá que acudir a la cirugía estética, lo que sería lamentable.

-- ¡Pero si usted no me ha dado casi tiempo a vestirme, demonios! – protestó enojada.

-- No se me enfade, Megan – era la primera vez que no la llamaba señora Sleither.

-- Señor Laroca…

--John, me llamo John.

-- Pues John, cuando me llamó con tanta urgencia su secretaria, no podía imaginar que haríamos un viaje y menos al extranjero. Debió habérmelo dicho antes para hacer el equipaje.

-- Lo siento, pero no tuve tiempo y no podíamos perder el avión y, además, ya le he dicho que no se preocupe por eso. Las braguitas puede lavárselas en el lavabo del Hotel por la noche; al día siguiente estarán completamente secas – lo miró atónita creyendo haber oído mal pero, por su irónica sonrisa, comprendió que se estaba guaseando de ella.

-- Ya veo – comentó intentado no enfadarse -- Me está tomando el pelo. ¿Puedo hacerle una pregunta?

-- Por supuesto.

-- ¿Por qué me eligió a mí para que le acompañara? Podía viajar con su secretaria, por ejemplo.

-- Ella no ha hecho el informe ni está capacitada para hacerlo, pero no es esa la razón principal – comentó, reclinando de nuevo la cabeza en el respaldo del asiento sin dejar de mirarla fijamente, para añadir luego – La razón principal por la que me acompaña es porque los franceses son muy sensibles e impresionables ante una mujer de una belleza tan sublime y espléndida como la de usted y si encima es inteligente pude conseguir en un día lo que un hombre tardaría una semana en lograr.

Megan se quedó mirándolo intentando disimular su asombro. Aquel hombre era un redomado machista. Utilizaba a las personas como si fueran piezas de ajedrez y no seres humanos y compadeció a su esposa por tener que aguantarlo. Procurando utilizar un tono neutro, comentó:

-- Es usted muy extraño, John; por un lado me halaga con lo de la belleza sublime, espléndida e inteligente, halagos que considero desproporcionados, y por el otro me dice que me lleva con usted como un cazador de patos llevaría su pato de madera y su silbo como cimbel. Si lo pienso detenidamente…

-- Pues no lo piense y déme el informe – cortó seco y ceñudo.

-- Sí, señor – respondió en el mismo tono seco que él, abriendo su cartera de mano y entregándole el cartapacio.

De nuevo recostó el hombre la cabeza sobre el respaldo abriendo la carpeta del informe y leyendo muy detenidamente. Megan se dio cuenta que, de cuando en cuando, enarcaba las cejas y volvía atrás dos o tres páginas, como si cotejara los datos posteriores con los anteriores. Esperaba no haber cometido ningún error. Aquel informe le había costado nueve horas de trabajo agotador consultando archivos, cotejando informaciones financieras, nombres, números, teléfonos, diagramas y todo un pandemonium de datos muchas veces contradictorios entre sí, que tuvo que expurgar para realizar un análisis comprensible y verídico.

La máquina pensante que John Laroca tenía por cerebro le causaba a Megan un considerable respeto y en este momento, mientras él leía, ya no estaba tan segura de no haber cometido algún fallo. Ahora que lo podía contemplar a placer comprobó que vestía con sobria elegancia y un cierto abandono muy chic entre distinguido y despreocupado, sosteniendo con las dos manos, firmes y bien cuidadas, el informe.

Inconscientemente echó una mirada a su entrepierna y le pareció ver un respetable paquete que, por el tamaño, debía tener en erección. Apartó la mirada preguntándose si no serían imaginaciones suyas. El hombre no tenía motivo alguno para estar en erección. Desde luego el informe no era la lectura más apropiada para excitar a nadie, pero también se preguntaba por qué John Laroca se había fijado tanto en sus tetas.

Ella sabía que las tenía muy hermosas y que los hombres, después de sus facciones e incluso antes, era lo primero en que se fijaban. Pero no recordaba haber corrido en el aeropuerto y si lo hubiera hecho él no podía habérselas visto bailar pues siempre había caminado delante de ella. Únicamente pudo saberlo mientras subían las escalerillas de embarque ayudándola a subirlas. Volvió a mirar su entrepierna fugazmente y la impresión fue la misma de la primera vez. Dejó de pensar en ello para mirar por la ventanilla la blanca masa nubosa que sobrevolaban.

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