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Un grave encoñamiento (5A)

en Grandes Relatos

UN GRAVE ENCOÑAMIENTO – 5ª –

A las ocho de la tarde, después de haber llamado a los hospitales, a las comisarías y a tráfico sin que nos dieran razón de ninguna detención ni accidente de tráfico de un Jaguar, llamamos al aeropuerto de Barajas. Su respuesta fue que ningún señor Cuesta figuraba en las listas de pasajeros de aquel día e, inmediatamente pensé sin saber por qué en el chalet de Las Rozas.

Maldonado y Luis Gracia, un empleado del servicio de pedidos, me acompañaron, después de hablar con la jefa de lo que pensaba hacer como último recurso. Convino en que era posible que hubiera tenido un ataque al corazón, (estaba demasiado grueso) y no pudiera pedir auxilio; era la única explicación que encontraba a su silencio y me lo dijo tan fresca como una lechuga recién cortada, y yo, pensé, si es lo que me imagino, por Dios que te vas a enterar de lo que te espera.

Nos llevamos todas las llaves del chalet y llegamos a Las Rozas pasadas las nueve de la noche. Todo estaba en silencio en la urbanización, todos los chalés tenían las luces apagadas incluido el de los Cuesta. Sólo brillaban las luces de las farolas dando un carácter tenebroso a la Avenida de los Álamos donde se ubicaba el chalet.

Aquí no hay nadie, hombre – comentó Luís – Está todo en calma.

Bueno, ya que estamos aquí entremos – indicó Maldonado mientras yo abría la verja, aunque verdaderamente empecé a sospechar que el viejo quelonio ya se había fugado a Sudamérica.

¡Joder! – exclamó Maldonado al entrar en la planta baja -- ¿Qué olor es este? Ni siquiera un muerto de quince días huele peor.

Es que no es olor a muerto – indiqué sin poder identificar aquella pestilencia.

Nunca en mi vida, ni antes ni después de aquella noche, he vuelto a oler nada parecido. Por nuestro trabajo en el laboratorio estábamos acostumbrados a pestilencias como la de los ácidos nítricos, sulfúricos, clorhídricos etc, etc. pero el que se olía en la planta baja del chalet era mucho peor incluso que el del clorhídrico con su característico olor a huevos podridos.

Da las luces y miremos a ver de dónde sale – indicó Maldonado y conecté el mando de la luz general.

Lo primero que miramos fue el váter del servicio que estaba limpísimo. La cocina, la despensa, el trastero, el recibidor y el salón comedor despedían el mismo olor, pero todo estaba vacío y en silencio. Sólo se oían los grillos cantando a más y mejor en el exterior. Al subir las escaleras hacia el primer piso el olor fue decreciendo, pero las tres habitaciones, limpias y arregladas igual que el cuarto de baño, también estaban vacías. Comprendimos que Cuesta estaría en cualquier parte pero no en el chalet.

Cuando ya nos disponíamos a marchar, Maldonado me preguntó que era la edificación que dentro de la parcela se veía a mano izquierda. Volví a entrar y a conectar todas las luces y se iluminó el cenador situado en un plano elevado al que se subía por docena y media de escaleras; se olía el perfume de las buganvilias que formaban un emparrado a modo de techo sobre el cenador.

No necesitamos subir porque desde abajo podía apreciarse que estaba vacío, pero busqué la llave del garaje ubicado bajo el cenador. Al abrirlo nos quedamos mirando asombrados al Jaguar granate. Pero el Jaguar también estaba vacío. Y entonces me acordé del pequeño taller de bricolaje al que era muy aficionado y que había edificado hacía poco más de dos años.

Atravesamos todo el jardín hasta el taller, abrí la puerta y conecté la luz… y allí estaba; colgado por el cuello con una cuerda doble similar sino la misma con la que cuelgan los chacineros los jamones y con media lengua de fuera. Bajo sus pies un banquito de madera tumbado. Entre las vigas un trozo de madera que, dadas las medidas y lo perfecto de la hechura, la había preparado el mismo.

Ten la llave – le dije a Maldonado y vete al comedor.

¿Pero no lo descolgamos? – me preguntó, pálido como un difunto – Quizá esté vivo, aún.

Sí, hombre, más muerto que mis abuelos, está. Se ha estrangulado el muy imbécil.

¿Cómo lo sabes?

Porque si el techo hubiera sido más alto se habría partido las cervicales y no tendría la lengua fuera. Vete al comedor y llama al 091 y date prisa.

Pero hay que avisar a la jefa. Menudo disgusto tendrá la pobre. Vete tú y habla con ella a mí me tiemblan las manos tanto que ni siquiera podré marcar los números.

A mí no me mires, Toni. Estoy a punto de vomitar – comento Luis Gracia despavorido, y era cierto porque hasta le temblaba la voz.

Mientras marcaba el número de la policía fui pensando que la noticia del suicidio del esposo sería mejor que se la dieran ellos. No le tenía ninguna simpatía a boquita de rape, pero todo tiene un límite y yo nada tengo de sádico, aunque si he de ser sincero el suicidio de aquel hombre que había sido mi jefe durante seis años me afectó más de lo que en principio imaginaba.

Decidí llamar a Yeya. No sabía cómo darle la noticia y menos si estaba mi madre delante.

Diga – era su voz.

¿Está mamá contigo? – pregunté procurando que mi voz sonara normal, pero era demasiado lista para poder engañarla y menos a las once de la noche.

No, ya está durmiendo – y a renglón seguido me comenta -- Se ha fugado a Sudamérica como imaginábamos ¿No?

Peor – respondí escueto.

¿Se ha suicidado? – volvió a preguntar con voz alterada.

Si.

Tras un silencio prolongado, volvió a preguntarme:

¿Y cómo?

Se ha estrangulado en el taller de bricolaje.

Querrás decir que se ha ahorcado.

No, mi vida, ha calculado mal la altura y se ha estrangulado en vez de partirse las cervicales.

¡Vaya por Dios! – exclamó con voz quebrada.

No te me pongas a llorar ahora, mi vida, no lo soportaría; ya estoy bastante nervioso. Y no se lo digas aún a mamá.

Ya te he dicho que está durmiendo, cariño. ¿Tardarás mucho? ¿Quieres que vaya a decírselo a la Jefa?

No creo que sea buena idea.

Yo creo que sí, cualquier otra persona se lo dirá menos diplomáticamente que yo. Ya me conoces.

Mejor no, Yeya, hazme caso.

Toni, cielo, compréndelo, es una noticia terrible.

Haz lo que te parezca, mi niña.

Esta tarde he estado revolviendo papeles en contabilidad, y la cosa está mucho peor de lo que imaginaba.

¿A qué hora fuiste?

Al ver que no venías, cogí un taxi y llegué sobre las ocho o poco más.

Pues casi nos cruzamos, mi amor, porque yo salí a las ocho en punto. Pero ya hablaremos más tarde, ahora siento la sirena de la ambulancia. Besitos, mi amor.

Besitos, cielo.

Con todas las luces del chalet encendidas salí a recibir a los policías y a dos enfermeros de la ambulancia. Tuve que explicarles todo lo que había pasado. Los tres declaramos lo mismo básicamente. Que éramos empleados suyos, que tardaba mucho en regresar, que preguntamos en todos los hospitales, comisarías y Tráfico y que al obtener respuestas negativas de todos nos decidimos a comprobar el chalet de Las Rozas y lo habíamos encontrado cuando yo les había llamado.

Los enfermeros metieron el cadáver en una bolsa, lo pusieron en una camilla con ruedas y ésta dentro de la ambulancia, firmamos nuestras declaraciones, cerramos el chalet y las luces, subimos al Mercedes y antes de encender el motor Maldonado me pregunta:

Vamos a dejar el Jaguar en el chalet.

Por supuesto – respondí sin dar más explicaciones y en silencio, una hora después, entrábamos en el Laboratorio de la calle Orense.

Las naves estaban cerradas, lo cual no dejó de sorprendernos porque hasta habían puesto el cartel de "Cerrado por Defunción".

Estarán en el piso – comentó Luis.

Pues ya podía haber esperado a que llegáramos o, al menos, llamar por teléfono al chalet para saber lo que había pasado. Joder, que gente – comentó Maldonado de malhumor.

Esto es cosa de Pepe Porqueras – comenté - como si lo viera.

¿El hermano pequeño de la Jefa? – inquirió Luis Gracia.

El mismo. El muy cabrón está pensando en llevarse todo lo que pueda rebañar.

Jo, Toni, si que eres malpensado. No creo que le haga esa putada a su propia hermana – comentó Maldonado.

Tú, observa y calla Pepe y ya te enterarás.

Permanecí en silencio hasta que de nuevo subimos al coche. A medio camino del domicilio les pregunté:

¿Queréis subir para darle el pésame?

No – respondieron los dos al unísono, añadiendo Luis Gracia – Ya se lo daremos en el funeral.

Muy Bien. ¿En donde queréis que os deje?

En una boca del metro – respondió Maldonado – Aunque a mí me gustaría hablar contigo antes del funeral.

Y a mi – comentó Gracia.

Mañana estaré todo el día en la oficina.

¿Pero vas a abrir la empresa? – preguntaron mirándome extrañados.

¿Por qué no? Excepto que queráis perder los empleos – Maldonado, más enterado que Gracia de la situación, no dijo nada, pero Gracia preguntó:

¿Es que vas a dirigir tú la empresa?

Ya veremos lo que haré, primero hay que solucionar lo del funeral y lo del entierro. Los otros empleados nada saben, excepto que no han cobrado. Los que me interesen se quedarán, los que no a cobrar del paro.

Vale, vale, Toni, tú sabrás lo que haces. Mañana a las ocho estaré en mi sitio. Hasta mañana. ¿Tú no vienes, Pepe?

No, voy a charlar un rato con Toni.

Vale, pues hasta mañana – respondió caminando presuroso hasta la boca del metro.

Pues tú dirás – comenté apagando el motor.

Enciende y vamos hasta el domicilio de los Cuesta, te acompaño, será mejor darle hoy el pésame.

Arranqué y diez minutos después bajábamos los dos, subiendo en el ascensor hasta el segundo piso del inmueble. Salió a abrirnos Margarita, la cocinera. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y se sonaba con un pañuelito del tamaño de un sello de correos. Procuré consolarla diciéndole los tópicos al uso.

Oí la voz del hermano pequeño de Chón, Concepción, boquita de rape, la Jefa, ya era hora de conocer su verdadero nombre, diciendo muy alterado:

¡Vaya putada que te ha hecho, hermana! Lo que no entiendo es por qué no me pidió dinero. Tengo cuatrocientas mil pesetas en el banco que no las necesito para nada.

Mientras caminábamos despacio por el pasillo Maldonado me preguntó en voz baja:

Pero ¿éste imbécil quién es?

El imbécil de su hermano pequeño, que también se llama Pepe y tiene una tienda de comestibles en Vallecas. El y yo no nos podemos ver. Es alpinista, está casado pero sin hijos.

Entramos en el comedor los dos al tiempo. Ella se levantó para estrechar la mano de Maldonado y luego la mía. Era la única mujer que se mantenía serena ella y su madre. Lloraban: Asunción la doncella, Marta la vecina del piso de enfrente y su marido Ezequiel, la Señora López y su marido, unos amigos íntimos farmacéuticos que tardaron pocos días más en enterarse que también le había falsificado a él la firma por doscientas mil pesetas, Luisa la mujer de Luis el hermano mayor de la reciente viuda que tenía otra tienda de comestibles cerca de los Laboratorios. Margarita la cocinera y Asunción la doncella. En fin, toda la tropa

La madre de la viuda no hacía más que suspirar comentando una y otra vez:

Y yo, inocente de mí, que le di veinticinco mil pesetas la semana pasada diciéndole que estarían más seguros con él que con el Banco… si hasta me prometió que me daría más intereses que ellos. ¡Cómo iba yo a suponer que me haría esta marranada el muy cerdo!

Me alegré de que mi hermana hubiera decidido finalmente no darle la noticia en persona y que no estuviera delante para no tener que oír a la vieja aquel comentario. Se iban a enterar aquellos buitres que tenía por familia el difunto, lo que pensaba de todos ellos. Sólo me faltó oír a Pepe, el hermano pequeño, comentar:

Será mejor que empecemos a sacar los tomos del Espasa de las estanterías y los objetos y muebles de valor para dejarlos en casa de Marta. Allí, los Bancos, no podrán tocarlos. Supongo que no te importará ¿verdad Marta? – la interpelada negó con la cabeza sonándose con un pañuelito poco mayor que el utilizado por la cocinera.

Sentado en una esquina de la mesa Luis XV con un pié en el suelo, Maldonado me miró sombrado. Yo, hubiera estado tan asombrado como él si no conociera muy bien a aquella tropa carroñera. Y allí estaba hablando con unos y con otros más tranquila que nadie la más culpable y despilfarradora, la que más le había robado y malgasto el dinero de la empresa, tanto o más culpable que él del desastre. En aquel momento pensé en devolverle el piso, el coche y todos los regalos que me había hecho.

José Cuesta, era hijo único y de muy buena familia. Su padre, Josef Côte, de origen francés había españolizado su apellido empadronándose en Madrid como José Cuesta principios del siglo XX, al casarse con una muchacha de rancio abolengo de la nobleza española cuyo nombre y apellido no voy a revelar por razones obvias. La llamaremos Josefina y con eso sobra. El padre era multimillonario, y hubiera seguido siéndolo de no ser un empedernido jugador de bolsa en la que, finalmente, perdió todo su dinero quedándose en la más absoluta ruina. Terminó suicidándose arrojándose por un balcón del séptimo piso de un Hotel de la Ciudad Condal.

La esposa, Josefina, tan arruinada como él pese a su nobleza o quizá a causa de ella, se había vuelto a casar con un Director General de una gran industria española del ramo de la energía eléctrica. Se hablaban y se visitaban de cuando en cuando pues vivían también en el Paseo de La Castellana, en uno de los edificios más emblemáticos de dicho Paseo.

Cuando yo la conocí, ya muy mayor, aún conservaba vestigios de lo que debió ser una gran belleza juvenil y al hijo se le notaba que había sido educado dentro de una familia de modales exquisitos y algo caballerescos. Tras su suicidio descubrí en su despacho un letrero escrito de su puño y letra, con una caligrafía inglesa irreprochable, la siguiente frase:

""Un caballero no debe perder nunca la serenidad"

Y, en honor a la verdad, delante de mí nunca la perdió hasta que se suicidó, momento en que la perdió por completo. Nunca he guardado mal recuerdo de él. Pues bien, aquella noche de su suicidio, la única que faltaba entre los carroñeros, era Josefina, su madre. Quizá porque no se lo habían dicho pensando arramblar con lo poco que quedaba antes de que la mujer pudiera llevarse algún recuerdo del hijo.

Me puse de pie pues consideré que debía decir lo que tenía que hacer aquella tropa antes de que la avaricia los metiera a todo en la cárcel. Así que comenté:

Bien, nosotros nos vamos y ustedes deberían hacer lo mismo. Usted Chon, si quiere estar presente mañana cuando hable con los directores de los Bancos…

Pero ¿tú quien eres para hablar con nadie? Esto es cosa nuestra y no tuya, así que lárgate ya de una vez. Mañana no se abre – comentó despectivo el hermano pequeño.

Para empezar, Pepe, yo soy un metro más alto que tú. ¿Lo entiendes o te lo explico mejor?

¿A ver si te crees que te tengo miedo, soplapollas?

Me acerqué a él despacio que reculó hasta que la pared le impidió seguir más. Maldonado me sujetó de un brazo y me di la vuelta en redondo demasiado rápido, debido a la fuerza centrípeta del giro mi brazo izquierdo se levantó y Pepe recibió un codazo en la mandíbula que lo envió de cabeza al suelo.

Perdona, Pepe, ha sido sin querer – comenté sin alterarme levantándolo por las solapas hasta dejarlo de pie, pero se armó un cirio del carajo y tuve que explicar:

Ya he dicho que ha sido sin querer y le he pedido perdón. Lo que le quería decir, señora Cuesta, es que necesito las llaves de la empresa para abrir mañana y hablar con los empleados que aún no conocen la noticia. Por supuesto que cerraremos pues ya he visto que han puesto el letrero. Como también vendrán los directores de los Bancos intentaremos encontrar una solución que nos convenga a todos pese a que la empresa debe por todos los conceptos más de cincuenta millones de pesetas.

¡Cincuenta millones! – exclamó escandalizado Luis, el hermano mayor.

Sí, Luís, si no son cincuenta será más aún, cuando todo el papel en circulación y no vencido, salga de riesgo. Por eso quiero que tu hermana esté presente mañana cuando me reúna con los empleados y los directores.

¿Tú crees que existen posibilidades de reflotarla teniendo esa astronómica deuda? – Me preguntó el señor López.

Mañana lo sabremos, Andrés, después de la reunión con el director del Banco M, que es el que tiene la deuda mayor.

Yo quiero estar en esa reunión – comentó el hermano pequeño con la mano aún en la mandíbula.

Estás en tú derecho, si tu hermana te lo permite.

Mi hermana necesita toda la ayuda que pueda prestarle.

¿Y cómo la vas a ayudar, prestándole las cuatrocientas mil pesetas que no necesitas? – le pregunté y como permaneciera en silencio le indiqué:

Lo que si podrías hacer es ir en representación de la familia para estar presente en la autopsia.

¿Y por qué no vas tú?

Yo no soy de la familia.

Pocos minutos después, Maldonado y yo, nos despedíamos definitivamente después de informar a la señora Cuesta que la reunión con los directores tendría lugar a las diez de la mañana. Asintió entregándome las llaves sin hacer comentarios.

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