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Despacito, cariño, muy despacito (5)

en Grandes Relatos

DESPACITO, CARIÑO, MUY DESPACITO.

 

Capítulo quinto.

Pretexto para un divorcio.

Es indiscutible que cuando una mujer inteligente se propone conseguir algo, lo obtiene aunque tenga que seguir caminos más tortuosos que el Laberinto de Creta.

David Sleither sabía que su mujer era mucho más inteligente que él y no le molestaba reconocerlo, lo cual dicho en honor del señor Sleither lo colocaba en un plano bastante más elevado que el común de su congéneres que, por lo general, son tan presumidos como gallos de corral y, las más de las veces, tan ingenuos como bebitos de la teta.

El señor Sleither era incapaz de imaginar que a su bella y joven esposa le pasara por la cabeza la idea de asesinarlo. Después de cinco años de matrimonio, aunque sin hijos y no por falta de haberlo intentado, creía firmemente en su fidelidad y en que su educación y firmes creencias morales la mantenían alejada del peligroso pecado de la carne.

El cumplía fielmente el precepto que indica: Sábado, sabadete, polvo polvete. ¿Para qué necesitaba más si los sábados, después de hacer el amor, estaba seguro de que ella quedaba tan derrengada de placer como él? Jamás sospechó que su bella esposa no obtenía suficiente placer con su rapidez eyaculatoria, y aún menos llegó a sospechar que su único orgasmo fuera fingido, ni podía imaginar que ella acabara masturbándose cuando él dormía.

El primer día se sorprendió cuando a las seis de la tarde su esposa no apareció para cambiarse de ropa y estaba ya con el teléfono en la mano dispuesto a llamarla cuando sonó el timbre de la puerta; lo primero que pensó es que había olvidado las llaves en el despacho. De nuevo se sorprendió al abrir la puerta y ver ante él una hermosa jovencita con una minifalda a medio muslo y un cuerpo deslumbrante que preguntó:

-- ¿El señor Sleither?

-- Sí, yo soy ¿Qué deseas?

-- Soy Laura, la secretaria de tu esposa. Me envía para que le recoja alguna ropa.

-- ¿Le ha pasado algo a mi mujer? ¿Se encuentra bien? – preguntó David en tono intranquilo.

-- ¡Oh, sí! Se encuentra muy bien, pero agobiada de trabajo y por eso no ha podido venir ella. Me ha explicado la ropa que debo recoger de su armario. Si eres tan amable de indicarme…

-- Pasa, pasa, por favor. Te indicaré el camino.

Mientras caminaban hacia el dormitorio tras el hombre, la bella muchacha comentó que su esposa le había pedido que pusiera la ropa en una maleta azul, y quería saber si dicha maleta se encontraba también en el armario.

-- No, pero yo te la traeré mientas recoges la ropa.

-- Ah, muy bien – comentó la muchacha al entrar decidida en la habitación del matrimonio – Según me ha explicado, el segundo cuerpo del armario es el que corresponde a su ropa de calle y en los cajones de la cómoda tiene la ropa interior.

-- Sí, eso es.

-- Muy bien. Entonces dejaré la ropa encima de la cama hasta que me traigas la maleta, si eres tan amable – comentó la chica, mirando a David Sleither con ojos incendiarios.

Por muy fiel y honesto que fuera David Sleither no lo era tanto como para no comprender lo que aquella mirada significaba. Tragó saliva mirándole los impresionantes muslos, la hermosura generosa de sus dos colinas gemelas y la estrecha cintura que enmarcaban unas caderas tan sinuosas como el cuerpo de una guitarra. Parpadeó antes de comentar tragando saliva:

-- Ahora mismo te la traigo.

-- Ah, se me olvidaba – advirtió la muchacha cuando ya David Sleither estaba en la puerta -- Me ha dicho que en el neceser ponga los artículos de aseo personal, las cremas y las colonias que están en el baño. Lo que no sé es donde está el neceser.

-- Está en el armario blanco del baño, esa puerta de la derecha.

-- Vale, gracias – respondió la chica girándose de espaldas e inclinándose para abrir uno de los cajones de la cómoda.

El hombre se quedó clavado en la puerta, hipnotizado por las macizas y respingonas nalgas de la muchacha y la incrustada tanga que mostraba nítidamente los gordezuelos labios de su preciosa y depilada vulva. El montecillo de su sexo resultaba tan delicioso y provocativo que el hombre tuvo que pensar en su esposa para no lanzarse a lamer y mordisquear tan satinado, delicioso y juvenil coñito. Siguió adelante, apresurando el paso con el deseo de regresar cuanto antes. En su cerebro estaba clavado, como en una foto fija, el carnoso montecillo del sexo de la muchacha.

Subió rápidamente las escaleras del sótano procurando no hacer ruido al caminar. Esperaba encontrar a la muchacha en la misma posición en que la había dejado. Pero no, ni siquiera estaba en la habitación.

Dejó la maleta en el suelo y caminó hacia el baño cuya puerta se encontraba abierta. Justo la halló en el momento que se limpiaba los morritos del sexo con papel higiénico. Ella con la cabeza baja no lo vio y él pensó en retirarse pero antes de que pudiera hacerlo ella se levantó mirándolo muy sonriente y subiéndose la tanga de forma tan lenta que tuvo la impresión de que estaba provocándolo.

-- Perdona. No sabía en dónde estabas – se disculpó sin dejar de

 mirarle el coñíto, que le pareció una de las siete maravillas del mundo.

-- Es que me estaba haciendo pis y no pude aguantar más – respondió al tiempo que dejaba correr el agua de la cisterna, pero sin dar muestras de sofoco alguno.

-- Te he dejado la maleta a los pies de la cama.

 -- Vale, gracias. Ahora mismo la hago – comentó al pasar a su lado rozándole el pecho con sus primorosas tetas – Por cierto, te he dejado el Wolswagen rojo delante de la puerta tal como me ha indicado la jefa.

-- Muchas gracias ¿Pero tú en qué vas a volver?

-- En el elevado, claro, pasa muy cerca.

-- No, de ninguna manera voy a consentirlo -- respondió rotundo – Yo te llevaré hasta la Chrysler y luego regresaré

-- Bueno, si te empeñas, te lo agradezco.

Sin ninguna prisa por llegar al edificio Chrysler, David condujo a menor velocidad de la permitida, mirando de reojo los espléndidos y juveniles muslos de la muchacha que sostenían el delicioso coño que tanta impresión le causó. Ella preguntó de repente dejándolo asombrado:

-- ¿Nunca le has puesto los cuernos a tu mujer?

-- No, ni se me ocurriría – respondió no muy convencido.

--¿Quieres decir que ni siquiera lo has pensado? – volvió a pregunta  la muchacha, mirándole sonriente.

-- Hasta hoy, no. – respondió sin pensar

 -- Me halaga tu sinceridad. ¿Conoces el motel New York?

-- Si, está cerca, ¿por qué?

-- Esta noche, como tu mujer no va a estar, podríamos pasar unas horas muy agradables ¿No te parece bien?

-- Sí, me parece de perlas, pero no puede ser.

-- ¿Por qué no, por los niños?

-- No, no tenemos niños. No, no es por eso.

-- ¿Entonces por qué?

-- Porque a mí tampoco me gustaría que ella me engañara con otro.

 -- ¿No sabes lo que dice el refrán español?

 -- No, ¿qué dice? 

-- Ojos que no ven corazón que no siente.

 -- ¿Tú eres española?

 -- No, soy norteamericana,  de padre polaco y madre española. Ella me lo enseñó después de encontrarla en una situación… extramarital ¿Lo entiendes?

-- Sí, sí, ya lo creo que lo entiendo. ¿Es que no quería a tu padre?

 -- Sí, lo quería, y mucho.

-- Entonces no lo entiendo.

 -- Esta noche te lo explicaré mientras follamos en el motel New York ¿Te parece bien?

-- Parecerme bien sí que me parece, ¿A quién le amarga un dulce?– respondió deteniendo el coche en el aparcamiento del edificio Chrysler mientras notaba como la polla se le ponía dura al pensar en metérsela en el precioso y cachondísimo coño de Laura

Fue así como aquella misma noche y casi a la misma hora, Megan y David, se ponían los cuernos mutuamente con gran satisfacción de los dos. El marido pensaba en lo acertado del refrán hispano, al decir que ojos que no ven corazón que no siente; la esposa pensaba cuando se quitó el diafragma para que la gran verga de Charly la penetrara por completo, que el ratón había caído en la ratonera

 Mientras David lamía ansioso la sabrosa góndola de Laura y se tragaba gustoso el espeso néctar de sus entrañas, comentó separando la boca de la carne íntima:

-- Creo que dentro de un rato habrá tormenta.

-- ¿Por qué lo dices? – preguntó ella con voz pastosa.

-- He visto tres o cuatro relámpagos y pronto tronará.

-- Debe de estar muy lejos, yo no oigo nada, anda sigue, que lo haces muy bien-- urgió ella aplastando con las manos su cabeza contra su coño hirviente.

Durante toda la semana, Laura y David hicieron el amor todos los días durante cinco horas cada día; desde las siete de la tarde hasta la doce de la noche. David no se extrañaba de su nueva potencia sexual. Encontraba natural que así fuera porque, incluso comer jamón pata negra todos los días produce hastío.

El nuevo manjar que se comía era más fresco, más apetitoso, pareciéndole de tan excelente calidad que ni siquiera le pasó por la mente que jamás en sus veintisiete años de vida había logrado echar tres polvos en una noche y mucho menos cuatro, como a veces ocurría con la jovencita Laura. El cerebro tiene reacciones muy extrañas.

Esperó la llegada de su esposa mustio y abatido, estado de ánimo que desapareció cuando de nuevo se presentó Laura muy sonriente con la maleta de la ropa usada informándole de que su esposa necesitaba ropa interior y de calle que ella, según le dijo la jefa, no podía regresar todavía pues el trabajo de la nueva sección requería de otra semana de trabajo.

Con la inconsciencia propia del hombre encoñado, él mismo ayudó alegremente a la muchacha a preparar la famosa maleta azul y el bolso de viaje e incluso, como todos los días, cada uno en su coche, viajaron hasta el edificio Chrysler y, acabada la entrega, se encaminaron al motel New York. La vida es bella y la jodienda no tiene enmienda.

Y en este plan pasaron tres semanas más sin que David diera muestras de impaciencia por la tardanza de su esposa en regresar al hogar, ni se le ocurriera pensar si su esposa no echaría de menos el polvo polvete de los sabadetes. Para cuando reaccionó, harto ya de marisco bivalvo, la bomba le estalló en los morros.

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