EL NÁUFRAGO
Nadaba con largas brazadas, hundiendo el rostro en el mar para expulsar el aire, y torciendo el rostro hacia la derecha al sacar la boca del agua para aspirarlo y volver a hundirla en el mejor estilo de un nadador profesional de crawl.
Las olas, con senos de diez y doce metros, le impedían ver la lejanía de la costa que sólo distinguía cuando llegaba a la cresta elevando su cuerpo y permitiéndole ver entonces que se acercaba a los arrecifes muy lentamente. Las luces de los relámpagos iluminaban el crepúsculo; la tormenta debía estar lejana todavía porque no oía los truenos. Tampoco estaba en condiciones de calcular los segundos entre relámpagos para determinar su lejanía. Sabía que en cuanto aquella tempestad se acercara más, las olas pasarían de arboladas a montañosas y sus dificultades serían mayores.
Su profesión de piloto naval le había acostumbrado a calcular las distancias marinas y sabía que, poco más o menos, antes de llegar a los peligrosos arrecifes, tenía por delante media milla de mar embravecida en la que era difícil avanzar.
Estaba seguro que cuando traspasara los arrecifes y alcanzara el principio de la herradura de la pequeña ensenada, las olas disminuirían de tamaño y podría avanzar con mayor rapidez, buscando entre los arrecifes el paso sumergiéndose, pues de continuar en la superficie posiblemente se encontraría en dificultades al enviarlo la fuerza del oleaje contra las afiladas puntas coralíferas, que representarían una muerte atroz.
Por eso, procuraba cansarse lo menos posible, girándose de espaldas y "haciendo el muerto" unos minutos para recuperar fuerzas. Las necesitaría para sumergirse y nadar entre los arrecifes, única manera de alcanzar la blanca arena de la playa sin sufrir un descalabro.
Procuraba concentrarse en el ejercicio, cruzando a veces las crestas sumergido para salir al seno de la siguiente ola y recuperar el aliento. Eso le permitía avanzar más rápido.
Este sistema natatorio, que ya había experimentado en algún naufragio anterior, siempre le había dado buenos resultados pese a encontrarse en situaciones tan pésimas como las actuales. Tras media hora de esfuerzos pudo oír el bramido de las olas contra el arrecife, supo que estaba cerca y se puso vertical en el agua para apreciar la distancia a que debía sumergirse; diez minutos más y sería hora de hacerlo.
Antes de hundirse descansó cinco minutos dejándose arrastrar por la corriente hasta que la espuma del oleaje le advirtió que había llegado a la zona de mayor peligro. Llenó sus pulmones de aire, se dobló por la cintura y se hundió dos o tres metros nadando a braza como una rana, con fuertes movimientos de brazos y piernas, única manera de avanzar bajo el agua atento a las mortales puntas del coral.
Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza. Pensó de inmediato angustiadamente:
-- ¡Estoy perdido, las olas me destrozarán contra las rocas!
-- ¡Bruto! ¡Animal!, deja de bracear que casi me rompes la nariz bramó la esposa.
-- Lástima de arrecifes musitó
-- Si que tiene narices, si bramó de nuevo la voz
-- Y encima sorda suspiró resignado.
Un trueno retumbó bajo las sábanas cuando ella se giró de espaldas.
¡¡Claro!! Faltaban los truenos pensó irritado.
Y se marchó al jardín a oxigenarse.