EL ORGASMÓMETRO 2
Problema etimológico.
El hombre debe conocer sus limitaciones. Yo tardé mucho tiempo en darme cuenta de tan sencilla máxima. Había heredado una fortuna considerable al morir mis padres en un accidente de aviación. Tenía más dinero del que podía gastar y, pese a que siempre le he dado poca importancia posiblemente porque nunca me ha faltado, no era hombre para derrocharlo sin ton ni son.
Aquella noche había permanecido despierto más tiempo del habitual; yo, en cuanto pongo la cabeza en la almohada, me duermo como un tronco. Pensaba en la palabra placerómetro; etimológicamente no me gustaba. Si me fijaba en termómetro, podía darme cuenta que derivaba de las dos palabras griegas "Thermë", calor y metron, medida. Así ocurría también con la palabra termógeno que deriva de thermë y gennao, engendrar, producir. Termógeno, en ciencias médicas y físicas es una palabra genérica dada a los aparatos destinados a producir calor mecánicamente.
Por el contrario, placero significa persona que se dedica a vender mercancía en las plazas, lo cual desvirtuaba el significado del aparato que Carlos debía inventar. Lo que me extrañaba es que mi amigo, no me hubiera corregido cuando se la expuse; aunque bien es cierto que es un hombre muy despistado. Por lo tanto, a placerómetro le sobraba la tercera vocal, aunque empezara a contar por cualquiera de los extremos de la palabra.
Placérmetro no me gustaba. Recurrí pues a todos los sinónimos de la palabra placer y pese a que tenía más de veinte ninguna de ellas se adaptaba correctamente a lo que yo deseaba. Tenía que escoger entre clímax, éxtasis y orgasmo. Me decidí por la última que deriva del griego orgaö, estar lleno de ardor. Orgasmo y metro. Orgasmómetro = medida del ardor sexual. Esta palabra incluiría no sólo el momento de la eyaculación, sino el incremento paulatino que sienten los amantes desde que empiezan las caricias previas, hasta el momento álgido en que los dos disfrutan del orgasmo. Y con estos pensamientos me quedé dormido.
Desperté ya bien entrada la mañana con el mismo pensamiento. Era como una obsesión, una obsesión que me mantenía con una erección que me tapaba el ombligo.
Después de hora y media en la habitación de gimnasia con las pesas, el saco, el remo y el punch sudaba como un fogonero. Tomé una larga ducha fría que no rebajó en nada mi erección. Me puse un albornoz y me dirigí a la cocina para prepararme el desayuno. Estaba fregando los platos cuando sonó el timbre de la verja. Aparté el visillo para mirar quien llamaba.
Se trataba de dos monjas, una alta y otra más bajita, las dos llevaban en la mano una de esas huchas metálicas como las que usan las mujeres en la cuestaciones contra el cáncer o durante el día de la Cruz Roja. Estuve por no hacer caso y desconectar el timbre. Tenía ya alargada la mano cuando cambié de parecer y apreté el portero automático y se abrió la puerta de la verja. Las vi avanzar por el caminillo de losas cimentadas entre el césped de la parcela. Durante aquellos veinte metros tuve tiempo de observarlas.
La más alta, escasamente llegaría al metro setenta, ya no era joven, pero mantenía un cutis fresco, lozano y sin pintura. La toca enmarcaba un ovalo alargado de ojos negros y boca grande de labios finos, en conjunto era bastante guapa. La otra parecía una niña a su lado, no tendría más de diecisiete o dieciocho años pero cuando se fue acercando a la puerta distinguí unos ojos rasgados de un precioso color azul, una boca de labios jugosos tan rojos como si se los hubiera pintado y unos pómulos altos que daban a su fisonomía un aire inocente y cándido por lo que imaginé que era otra pobre criatura engañada por la beatería de la madre abadesa de algún convento.
Bajo la amplitud de los hábitos me era imposible apreciar los cuerpos pero mi imaginación las desnudó como si caminaran en pelota picada. Recuerdo que pensé que sería fantástico poder follarlas a los dos, una detrás de otra, pero si tenía que escoger, desde luego me hubiera decidido por la pequeñita. No sé por qué, pero siempre me han gustado enormemente las mujeres pequeñas, caso bastante extraño tendiendo en cuenta que yo soy casi tan alto como un jugador de la NBA.
Les abrí la puerta cuando entraron en el porche. Se acercaron despacio sonriendo azoradas. Las dos saludaron al mismo tiempo, como si lo tuvieran aprendido de memoria de tanto repetirlo:
-- Bueno días, señor.
-- Buenos días, hermanas. ¿Qué desean?
La monja más alta comentó:
-- Perdónenos que le molestemos, señor
-- Antonio Guevara, hermana, para servirla.
-- Muchas gracias, Don Antonio, Yo soy la hermana Paulina y ella la hermana Angélica pues si, me dije, tiene carita de querubín -- verá usted, pertenecemos al convento de las Hermanas Misioneras de la Santa Caridad Cristina y estamos recogiendo fondos para nuestras misiones de Guinea y África Ecuatorial, si usted pudiera ayudarnos con algún óbolo le quedaríamos eternamente agradecidas y rogaríamos a Dios por la salvación de su alma.
La pequeñita me miraba turbada, quizá a causa de mi albornoz del que ni me había vuelto a acordar. Recuerdo que pensé "tengo varios cientos de millones de espermatozoides para vuestros óvulos", pero dije:
-- Muchas gracias, hermanas. Creo que si, que falta me hacen sus oraciones. Pero pasen y siéntense en el sofá, mientras subo a recoger dinero para sus Misiones.
-- No queremos molestarle, Don Antonio, esperaremos aquí mismo.
-- De ninguna manera, por favor, pasen, hace un calor espantoso y dentro con el aire acondicionado estarán más fresca; si quieren tomar algo, en la nevera encontrarán refrescos.
Pasó la mayor, pero al hacerlo arrastró con su hábito el largo de mi albornoz dejando al descubierto mi desnudez y la tremenda erección de mi miembro. La pequeñita no pudo evitar verlo y roja como una amapola exclamó:
-- ¡Dios mío, qué barbaridad!
-- ¿Qué pasa, Hermana Angélica? preguntó la mayor girándose.
Pero yo ya había tenido tiempo de taparme y la Hermana Angélica comentó:
-- Nada, que tenía razón Don Antonio, el aire acondicionado es estupendo.
Supuse que lo de estupendo tenía alguna connotación con lo que acababa de ver. Las dos se sentaron muy modositas en el sofá del vestíbulo, mientras yo subía de dos en dos las escaleras hacia mi despacho en donde recogí varios billetes de cien y cincuenta euros. Y, de repente se me ocurrió la idea, pasé a mi dormitorio y recogí tres dosis de cloruro de Yohumbina, un afrodisíaco muy potente. Luego, despacio, me asomé desde lo alto de la escalara para saciar mi curiosidad por ver qué hacían:
Habían dejado las huchas a su lado. La mayor se esponjaba la falda del hábito, como si deseara que el frío del aire acondicionado le refrescara la chocha que seguramente chorreaba de sudor y la pequeña, más inocente, se había subido el hábito hasta las rodillas dejándome ver unas piernas esculturales mientras se abanicaba entre los muslos la virginal conchita. Vestir aquellos hábitos y aquellas tocas durante un día de Julio que superaba los cuarenta grados pidiendo donativos para las misiones era, desde luego, una proeza y un sacrificio digno de unas mártires. Pero, si he de ser completamente honesto, aquellos ardores de las monjitas, me ponían cachondo hasta el extremo de que me palpitaba la erección contra el vientre de forma violenta.
Bajé despacio las escaleras al tiempo que ellas se levantaban.
-- No, por favor, no se levanten. Les prepararé un refresco antes de que se vayan.
-- Oh, no se moleste, por favor, Don Antonio.
-- No es ninguna molestia, Hermana Paulina. Tiempo tendrán de volver abrasarse en la calle. ¿Qué prefieren, naranjada o limonada?
La pequeña miró a la mayor casi con cara de súplica y respondió con candor:
-- Naranjada
-- ¿Con cubitos? pregunté sonriendo
La mayor asintió, volviendo a sentarse.
Preparé tres refrescos en los vasos más grandes que tenía, y los tres con vodka ruso y yohumbina un afrodisíaco capaz de despertar el apetito sexual de un difunto. Ni el vodka, y menos la yohumbina, dejan sabor en la bebida pero pegan como la coz de una mula. Puse los vasos en una bandeja mientras pensaba en lo muy a gusto que desvirgaría a Sor Angélica.
Regresé al vestíbulo depositando la bandeja sobre la mesita y me senté frente a ellas en uno de los sofás, recogiendo mi vaso. Ellas hicieron lo mismo. Comenté sonriendo amablemente:
-- A la salud de ustedes, hermanas.
-- Gracias, Don Antonio, igualmente. No ha debido molestarse comentó Sor Paulina.
-- Ninguna molestia, hermana.
Se bebieron medio vaso cada una de una tacada. Claro que tenían sed, con aquel sol de justicia hasta un camello la tendría. Ahora era cuestión de entretenerlas en espera de que surtiera efecto el vodka y el afrodisíaco. Las aletas de mi nariz palpitaron de deseo y mi olfato percibió en el aire el olor marino de sus sudorosas chochas.
Continuará.