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La inmaculada

en Confesiones

INMACULADA.

Tenía trece años, siete más que yo, me parecía preciosa y me enamoré de ella nada más verla. Tocaba el piano, mejor dicho, aprendía a tocar el piano. Ver sus afilados y elegantes dedos recorrer las teclas y oír horas y horas la escala musical me dejaba embobado. Para mí era arte de brujería mover los dedos con tanta rapidez.

Mis abuelos vivían en el primer piso y ellos llegaron a principios de verano como vecinos del segundo. Tenía dos hermanos y dos hermanas, ella era la segunda de los cinco. Se llamaba Inmaculada.

Comencé a frecuentar su casa porque sus dos hermanos pequeños eran casi de mi edad y nos hicimos amigos jugando en las escaleras. De las escaleras pasamos a mi casa y de mi casa a la suya. Al final era yo quien, nada más levantarme y después de desayunar, me sentaba al lado de la ventana del patio de luces, en la misma habitación sobre la que ella tocaba el piano. Allí sentado esperaba oír la primera nota de la escala musical para subir como un galgo hasta el segundo piso. Aporreaba la puerta con los puños, porque no llegaba al llamador ni poniéndome de puntillas, e, invariablemente abría la madre que, también invariablemente, comentaba zumbona al abrirme la puerta de la habitación:

— Inma, ahí va tu pretendiente.

Ella dejaba de tocar, me sonreía haciendo girar el asiento de tornillo y me daba un par de besos en las mejillas, revolviéndome el pelo y preguntándome que tal había pasado la noche o cualquier otra tontería. Era muy amable y yo la encontraba la mujer más simpática y guapa que había conocido en toda mi vida. Cada mañana ocurría lo mismo. Era un ritual que se repetía incluso todas las tardes después de comer.

Mis tías, y mi abuela también, si alguna vez hablaban con Doña Encarna, la madre de Inma, se deshacían en disculpas por mi machaconería y por las molestias que le originaba. Doña Encarna siempre contestaba lo mismo. Yo no originaba molestia alguna, al contrario, era una distracción y un descanso para la hija, pues las lecciones de piano eran muy aburridas y monótonas. Por lo visto le hacía un favor. Además, mi amor infantil por su hija les hacía gracia y las conmovía a todas ellas. Bueno, pues mejor.

Cuando Inmaculada, después de saludarme, volvía de nuevo a su teclado y a su escala musical yo me sentaba en un pequeño escabel al lado del piano y me pasaba las horas muertas mirándola de perfil sin pestañear. Un perfil que se me antojaba el más hermoso del mundo. Me tenía hechizado con sus grandes y rasgados ojos negros, su fina naricilla, sus pómulos altos, la graciosa curvatura de su cuello y su blanca y maravillosa sonrisa.

Era mi amor tan platónico que ni una sola vez se me ocurrió pensar que quizá ella tenía entre los muslos la misma herida que hacía siglos le había visto a la chacha Concha. Pensar tal porquería de mi amada hubiera sido como ultrajarla. Ella era para mí como la Virgen María, como la Inmaculada cuyo nombre llevaba.

Cuando descansaba, sentada en aquella banqueta de tornillo que hacía girar para hablar conmigo, y estando yo más bajo que ella, podía verle los muslos hasta las bragas. Bueno, pues, ni siquiera viéndole los muslos y las bragas tan a menudo tuve un mal pensamiento. Imaginaba que no se daba cuenta y que se los veía por casualidad y, por lo tanto, apartaba la mirada pudorosamente, antes de que ella pudiera sorprender mis indiscretas aunque inocentes miradas.

Cierto día me preguntó si me gustaría aprender a tocar el piano. Le dije que si y me sentó en su regazo cogiéndome los dedos de la mano derecha para llevarme con ellos sobre las teclas, mientras me sostenía con la izquierda por la cintura para que no resbalara de sus muslos al suelo. Yo no comprendía por qué resbalaba con tanta facilidad sobre sus muslos, tan rellenitos y macizos que me producían vértigo cada vez que los tocaba para no resbalar.

Aquello de enseñarme a tocar el piano y sostenerme sobre sus muslos vino motivado por otro acontecimiento anterior. Tardé muchos años en asociar los dos sucesos. Ocurrió a los pocos meses de llegar con su familia como inquilinos del segundo piso y cuando ya subía a oírla a tocar el piano y me había enamorado de ella hasta el delirio.

Cierta mañana me desperté con unas ganas de orinar impresionantes y como consecuencia con una erección que me llegaba al ombligo. Me fui al cuarto de baño que daba al patio de luces igual que el del segundo piso. Mi habitación, sobre la cual tocaba ella el piano, también tenía ventana al patio de luces. Me fue difícil orinar hasta que la erección se rebajó y no me di cuenta de que la ventana estaba abierta. Fue al girarme para regresar a mi habitación que miré hacia arriba. Había ropa tendida en los hilos y ella estaba quitando las agujas que la sostenían. Lo curioso del caso es que volvía a ponerlas en el mismo sitio. No me miraba y yo escapé corriendo a mi habitación muy avergonzado. Como ella no me dio motivos para pensar que me había visto la pilila erecta ni hizo comentario alguno, olvidé el suceso por completo. Pero, años más tarde, me pregunté:

¿Qué motivo tenía para quitar y poner de nuevo las agujas que sostenían la ropa puesta a secar? ¿Y por qué, poco después se empeñó en enseñarme a tocar el piano sentándome en su regazo? ¿ Y por qué cada vez que me deslizaba de sus muslos al suelo me subía cogiéndome por la entrepierna y no por la cintura como sería lo lógico? Pues con todo y eso seguí creyendo que era la mismísima virgen Inmaculada.

Y lo seguía creyendo cuando cierto día, sentado en su regazo, silbaba yo entre dientes algo que ya no recuerdo y que me parece que no tenía ningún sentido, pero, sin embargo, me dijo al oído con su mejilla pegada a la mía:

— ¿Sabes que estás silbando las primeras notas de la ópera Carmen?

¿De verdad? – pregunté girándome hacia ella.

Mi boca quedó tan cerca de la suya que casi se rozaban nuestros labios. No sé si fue ella o fui yo, pero nos dimos un beso que duró mucho tiempo. Sólo fue con los labios y supongo ahora que no quiso asustarme metiéndome la lengua. Pero, desde entonces, si no había peligro de que nos sorprendieran, se dejaba besar en los labios cada vez que teníamos ocasión.

No pasó mucho tiempo después del primer beso que, sentado yo en el escabel, adorándola en silencio, dejó de tocar cerrando y abriendo los dedos debido al cansancio. Como siempre, giró el taburete y con él su cuerpo hacia mí. Tenía los muslos separados y la faldilla más arriba de las rodillas. No quería mirarla, pero cuando giró la cabeza hacia las partituras los ojos se me fueron hacia abajo y vi que no llevaba bragas. Mientras revolvía los papeles pude apreciar los negros rizos del pelo púbico, menos abundante que el de la chacha Concha, y los abultados labios de su sexo con toda claridad. Estuvo tanto tiempo rebuscando las partituras con los muslos bien separados que, a no tener por ella un amor tan platónico e idealizado, posiblemente me habría atrevido a tocárselo, pero, en aquel entonces, me pareció una acción repugnante y una ofensa que mi amada no se merecía. Le vi el sexo muchas veces, pues, a partir de aquel primer día, ir sin bragas se convirtió en algo habitual.

Sus hermanos se pirraban por jugar en la calle y mis tías y mi abuela me lo tenían taxativamente prohibido. La calle era un peligro y ellas no podían estar pendientes de mí todo el santo día. De modo que les venía de perilla que yo me pasara el día en el segundo piso en compañía de mí adorada virgencita

Mis lecciones de piano comenzaban cuando Doña Encarna salía a realizar la compra. Me pasaba más de una hora sentado en su regazo, besándola en los labios mientras ella me subía una y otra vez sobre su regazo cada vez que resbalaba. Tenía una facilidad pasmosa para hacerme resbalar hasta sus rodillas y, entonces, me arrastraba hacia atrás de nuevo y siempre con la mano sobre mi paquete. Hoy ya sé cual era el truco para que yo resbalara tanto. Simplemente, estiraba las piernas y a mí me resultaba imposible sostenerme sin resbalar o sin cogerme a sus muslos. Ella tenía buen cuidado de sujetarme por el paquete en el último segundo.

Cierto día lo repitió tantas veces que el manoseo me produjo, en contra de mi voluntad, una erección tan descomunal que, parte del rojo y congestionado glande, asomó por la pernera del pantaloncito corto. Fue sobre el glande donde concentró toda su amabilidad. Pero no debió de parecerle suficiente trozo el que tocaba porque cuando de nuevo me arrastró hacia atrás lo hizo por la pernera de forma que dejó casi todo el miembro al descubierto. Puso la mano encima y allí la dejó. Me giré a mirarla y entonces dijo:

¿Qué es esto, Tito?

¿El qué? – pregunté rojo como un tomate.

Esto que estoy tocando – respondió, apretándomela con fuerza.

Yo... no quería... – estaba tan angustiado que hasta hacía pucheros.

Vamos, cariño, no llores. Los hombres no lloran ¿verdad? – preguntó, acariciándola - ¿Verdad que no lloran, Tito?

Claro que no – respondí, besándola muy emocionado, abrazándome a ella y sintiendo contra mi pecho la protuberancia de sus dos pomelos.

Tuvimos que separarnos rápidamente al oír que su madre abría la puerta al regresar de la compra. Volvió a sus prácticas y yo me senté en el escabel procurando esconder como pude mi congestionada virilidad.

Por la tarde de aquel mismo día ella se entretuvo de nuevo en darme clases de piano, pero yo ya no resbalé de su regazo por la sencilla razón de que su mano izquierda, nada más subirme en su regazo, se metió por la pernera de mi pantalón y me acarició sin más disimulos el miembro, hasta que lo puso tan duro como el granito. Teníamos que andar con cuidado porque su madre iba y venía por el pasillo continuamente, y aunque era raro que entrara en la habitación, podía sorprendernos y adiós enamoramiento y adiós virgencita de mi alma.

El pensamiento de que su madre pudiera sorprendernos me ponía nervioso, y aunque su caricia me encantaba y sus besos en mi cuello y mis orejas me erizaban el cabello, estaba siempre temiendo que nos sorprendiera. Ella no parecía preocupada por tal evento de modo que poco a poco me fui tranquilizando. Su mano era tan suave como el miraguano de mi almohada.

Cuando estábamos más entretenidos la madre abrió la puerta. La mano de Inmaculada se detuvo aunque sin soltarme. La derecha comenzó a moverse con mis dedos sobre el teclado. La madre ya me había visto muchas veces sentado en el regazo de su hija aprendiendo a mover los dedos y quizá no se dio cuenta de lo que me estaba haciendo con la mano izquierda, porque le dijo desde la puerta que tenía que salir y que no se olvidara de la merienda de los niños. Cerró la puerta y se fue. El susto me había dejado flácido como una flor marchita. No fue por mucho tiempo, porque entre sus besos, los movimientos de la mano y la tranquilidad de saberme solo con ella me encabritó más que al principio.

De pronto me hizo bajar de su regazo diciendo que deseaba descansar un poco. Se sentó en el sofá y me puso entre sus muslos. Ella sentada y yo de pie estábamos a la misma altura. Le rodeé el cuello con mis brazos besándola tan fuerte como podía, sus labios se separaron y noté su lengua rozándome los labios de un lado al otro hasta que yo también separé los míos y la punta de nuestras lenguas se acariciaron. Su mano izquierda volvió a aferrarse a mi erección, la faldilla se le había subido y pude verle los muslos, las ingles y el escaso vello rizado de su pubis y aquella extraordinaria visión me encalabrinó todavía más. Me desabrochó el cinturón y me bajó los pantalones hasta los tobillos.

No recuerdo si fue ella quien me arrastró o fui yo que la empujé, lo cierto es que quedé encima de ella tumbada sobre el sofá. Noté sobre mi verga la aspereza de los rizos de su sexo. Ella guió el mío de forma que tardé poco en notar la humedad de su carne íntima acariciándome el congestionado glande y poco después comenzó a hundirse dentro del delicioso calor de su sexo. Me apretó las nalgas contra su cuerpo y el miembro se hundió hasta que estuvo enterrado por completo. Tenía los ojos cerrados, las aletas de la naricilla dilatadas y se mordía los labios suavemente cuando dejaba de meterme la lengua.

Estuvimos así durante un rato. Yo notaba que su sexo palpitaba sobre el mío, como si me lo exprimiera con suaves contracciones que me producían un placer extraordinario. Entornó los ojos y me miró sonriendo, preguntándome con voz pastosa.

—¿Me quieres, Tito?

Más que nadie en el mundo – respondí, besándola y apretando mi pubis contra el suyo con todas mis fuerzas.

Estaba tan hundido en ella que su sexo humedecía mi carne de forma deliciosa y acariciante. Entonces recordé como un fogonazo la vez que la tuve dentro del sexo de Concha. Me pareció que habían pasado muchos años de aquella sensación tan placentera, pese a que en aquella ocasión no había podido hundirla toda dentro de aquel húmedo calor tan maravilloso.

Seguíamos tumbados en el sofá y sin movernos. Yo encima, ella debajo, sin parar de exprimir con sus contracciones la dura barra de carne que tenía dentro de su sexo. Era lo mejor que me había ocurrido en mi vida.

Comenzó a gemir al tiempo que movía levemente el culo, noté que mi miembro salía levemente para volver a hundirse hasta la raíz y fue en ese momento cuando sentimos el llamador de metal golpeando con fuerza la puerta del piso. Se detuvo, me miró y se levantó de golpe indicándome que me pusiera los pantalones.

No sé quien puede ser – comentó de mal humor, mientras se arreglaba el vestido y el pelo.

El llamador volvió a golpear con fuerza y ella salió de la habitación mientras yo me sentaba en el escabel recogiendo una partitura estudiándola atentamente como si todas aquellas cagadas de moscas del pentagrama me fueran imprescindibles para seguir respirando.

— ¿Quién es? – oí que preguntaba, antes de abrir la puerta.

Soy el afinador, señorita Inma – la respuesta me llegó apagada a través de la puerta cerrada.

Oí que abría la puerta y la voz de ella comentando:

Pase, pase, señor Lozano. No lo esperaba hoy.

No he podido venir antes, señorita, he estado en la cama unos días con gripe – respondió el hombre al tiempo que entraba en la habitación con una cartera de mano al parecer bastante pesada.

El señor Lozano no hacía honor a su apellido. Me pareció más viejo que mi abuelo, y tan arrugado como una pasa. No era más alto que ella y tenía una barriga bastante pronunciada. Levantó la tapa superior del piano metiendo la cabeza dentro. Miré a Inma y ella me miró a mí dedicándome una sonrisa de circunstancias.

Esperaba que terminara cuanto antes para seguir con nuestro juego amoroso, pero, al parecer, no tenía prisa alguna, porque pulsaba las teclas de una en una introduciendo el brazo dentro de la armazón del piano con una extraña llave en la mano. Calculé que aquello podía durar horas.

Quería indicarle a mi amor que mientras el hombre afinaba el piano nosotros podíamos seguir con nuestro juego en otra habitación. Me fui a la cocina y la llamé. Cuando llegó me preguntó:

¿Qué quieres, Tito?

Podemos ir a tu habitación mientras arregla el piano – dije metiéndole la mano bajo las faldas y acariciándole el coñito.

Me dio un sopapo moviendo la cabeza disgustada, parecía haber perdido todo interés por seguir con aquel juego tan delicioso. Cuando vio mi desilusión, me dio un beso y me dijo que otro día seguiríamos jugando, pero que ahora tenía que atender al señor Lozano por si la necesitaba y que no me moviera de donde estaba.

Estuve varios minutos oyendo el piano, despacio, tecla por tecla, hasta que dejé de oírlo durante un rato, creí que habría acabado de afinarlo y que podía regresar con mi adorada.

Pero al acercarme me pareció oír jadeos y suspiros. Abrí la puerta muy suavemente… y estuve a punto de caerme al suelo. El señor Lozano tenía los pantalones en los tobillos y mi virgencita, con las faldilla remangada hasta la cintura, le permitía meter y sacar un cachorro como el mío pero algo más grande. Se besaban con frenesí y ella le apretaba las nalgas para que la penetrara más profundamente. Oí que le susurraba con voz sofocada::

-- No goces dentro, espera a que goce yo, cariño.

Poco después se la sacó de repente y de la roja cabeza brotaron borbotones blancos y espesos que fueron a caer sobre el liso vientre de mi virgencita.

No quise permanecer viendo como el señor Lozano se desplomaba sobre mi dulce amor.

Fue un mazazo que me hizo llorar toda la noche, hasta que el sueño me venció apiadándose de mi congoja.

De repente, perdí el apetito y mis tías y mi abuela me hincharon a Ceregumil y Aceite de Hígado de Bacalao el resto del verano.

La verdad es que yo he sido siempre un despistado de tomo y lomo, muy poco observador y bastante ingenuo, cuando no tonto de remate. Quizá mi cerebro vive exclusivamente de fantasías, que no son propiamente fantasías sino una especie lapsus, de estar en otra parte. Si creo que algo es de cierta manera, me llevo una sorpresa cuando no es así porque esa creencia nada tiene que ver con lo que ocurre en realidad. Pero me resulta más agradable porque concuerda mejor con lo que quisiera ser y no soy. Me ocurría, y me ocurrió siempre, lo mismo que a Walter Mity en su vida privada. Son ensoñaciones que me apartan de la realidad pura y dura y que me hacen cometer toda suerte de patinazos e idioteces.

También fue aquel año cuando me enteré de que el cuento de la cigüeña era sólo eso, un cuento. Se encargó de explicármelo el hermano de Inmaculada, Félix, tres años mayor que yo. Supe como se hacían los niños y comprendí que lo ocurrido entre su hermana y yo era la forma adecuada de hacer los bebés y el que el zumo blanco del señor Lozano era la semilla de la que nacían los niños. Claro que a Félix no le dije nada de lo ocurrido entre ella y yo y lo que había ocurrido con el pianista. Despistado sí, pero idiota no.

No me gustó pensar que mi madre había hecho lo mismo para traerme al mundo. Hecho por ella me parecía deshonesto, y poco menos que una guarrada. Yo creía que mi madre me había encargado a París y que había llegado a España colgado del largo pico de la zancuda.

Cuando marché con mis padres finalizadas las vacaciones de verano, completamente trastornado, poco podía imaginar que tardaría ocho largos años en volver a verla. Ocho años en los que hubiera podido adquirir alguna experiencia con respecto a las mujeres. Pues no fue así. Seguía siendo tan pardillo como cuando me separé de mi primer amor infantil.

Con respecto al sexo y a las mujeres seguía siendo tan inocente como un niño de pañales. Creo que si perdí tantas ocasiones de poseer a más mujeres, se debió más que nada a mi eterna capacidad de "estar siempre en la luna". Dejé de gozarlas por las causas más peregrinas que se puedan imaginar.

Hasta aquí he relatado mis dos primeras experiencias. Por aquel entonces, aunque sabía ya como se hacían los niños, no tenía ni idea de lo que era un orgasmo y bien hubiera podido experimentarlo a no ser por un cazo de leche y de un piano desafinado. Cierto es que la metí en caliente y que hacerlo me proporcionó un placer excepcional que recordaré toda la vida.

Desde que vi a Concha desnuda de cintura para abajo me gustaron las mujeres a rabiar y me siguen gustando.

Ya lo creo.

Lo que no me gusta es siempre la misma durante mucho tiempo, porque tarde o temprano acaban traicionándote. No falla nunca, de una u otra manera se la apañan para engañarte.

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