ANA
Ana es una mujer preciosa de piel del color de la canela. Tiene un cuerpo capaz de poner derecha la Torre de Pisa, y eso que sólo la conozco en fotografía, en varias, pero en todas está para mojar pan, ya saben, una buena salsa, mojas pan, chupas y comes,
Tiene una dentadura perfecta, blanquísima y pareja. Una delicia de mujer. Es un poco arisca y aunque parezca una incongruencia, también es dulce como el arrope.
No sé por qué me enamoré de ella y en muy poco tiempo; quizá se deba el contrate entre lo dulce y amargo de su carácter porque a veces me pone de vuelta y media con una sola palabra y eso que dice que está enamorada de mi, y, la verdad, yo estoy chalado por ella, posiblemente porque es la mujer más sincera que he conocido, además de guapa, inteligente y con un cuerpo que me encalabrina como a un verraco en cuanto hablo con ella.
Claro que la culpa de que siempre me la empine aunque hablemos de literatura, la tiene un señor muy respetable y con buena facha que conozco desde que nací, al que no puedo llevarle la contraria porque se cabrea muchísimo y, aunque es mudo, sus señas son inconfundibles y es tan tozudo que no me queda más remedio que tener paciencia y aguantarlo porque creo que también él está enamorado de Ana. Algo tiene mi hermosa Anita que enamora a todo Dios.
Mi nena tiene veintinueve años y estuvo casada, pero creo que sigue siendo virgen, o, por lo menos, medio virgen. Lo sé porque me explicó su vida matrimonial con la sinceridad que la caracteriza, aunque no consiente que nadie hable mal de su ex, lo cual dice mucho a su favor, pero viene en darme cuenta que, la pobre muchacha, pese a ser una mujer despampanante y tener una voluntad de hierro, también tiene una feminidad y una dulzura más que asombrosas para tal carácter. La mala suerte quiso que le tocara un marido más inexperto que un bebé de dieciocho meses.
La mujer con una fuerza de voluntad que nada es capaz de torcer, acostumbra a ser una virago, unos marimacho que no hay Dios que soporte. Ella no, Anita es tan tierna y femenina que me tiene alelado, y aunque ya soy gato viejo y escaldado, cuando menos me lo espero me suelta un jarro de agua fría que me deja tiritando; me desconcierta dejándome pasmado y ahí está lo asombroso, tengo tanta paciencia con ella como con una niña de diez años. Me lo expliquen ustedes porque yo no lo entiendo. Debe ser cosa del amor que siento por ella.
Siempre que hablamos, y como ya dije, tengo al señor que me acompaña desde que nací, echo un basilisco y cuando me acuesto pensando en ella, no me queda más remedio que tranquilizar al enojado señor dándole unos toquecitos cariñosos y dulces, pero no hay tu tía, el muy desgraciado acaba lanzándome varios escupitajos sin importarle si me caen en la cara o en el pecho, pero lo peor es cuando me caen en el pelo porque no sé que coño de saliva tiene que parece engrudo. Con decirles que, para quitármelo, tengo que lavarme la cabeza mientras me ducho tres o cuatro veces.
Pues en este plan pasó casi un año, o quizá más de un año, hasta que durante una de mis singladuras tuve que descargar en el puerto de su ciudad. No podía estar muchas horas, pero ella me esperabas en el muelle como le dije.
Después de besarla como un loco furioso, la tomé del brazo y sin casi hablarnos nos dirigimos al hotel. La desnudé por completo besando enfebrecido su carne de terciopelo, la levanté como a una pluma y la dejé en la cama tan suavemente como a una figurita de porcelana.
Y ahora, esperan ustedes un relato porno, ¿verdad? Pues no, lo único que les diré es que se la metí a las once de la noche y se la saqué a las siete de la mañana cuando el día ya clareaba. Era mucho el tiempo que me había contenido esperando estrecharla entre mis brazos.