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Memorias de un orate

en Confesiones

MEMORIAS DE UN ORATE

ESTAS MEMORIAS SON MÍAS, y, en principio, su título era "Miguel Estrogolfo", que soy yo. No ha podido ser porque era un título que podía confundirse con "El Correo del Zar" y me han aconsejado titularlas Memorias de un Demente, titulo al que me opuse rotundamente porque la palabra demente tiene connotaciones peyorativas. Entonces me aconsejaron que consultara con la RAE. Expuestas mis razones en La Real Academia de la Lengua Española, en donde tengo un buen amigo que se llama Juan Luís, que tiene de académico lo que yo de Obispo, me aconsejó el de orate y como me pareció algo de iglesia y de rezos, le puse éste título que, si se fijan bien, lo pueden leer con letras mayúsculas en el título.

Nadie que esté verdaderamente loco escribe sus memorias. Ni Calígula, que hizo senador a su caballo, ni Nerón, que le pegó una patada en el vientre a Popea cuando estaba embarazada, las escribieron, y los dos estaban como cencerros. Se preguntarán, entonces, por qué escribo mis memorias. La razón es muy sencilla: Para demostrar que me han encerrado en el frenopático, no porque estuviera loco, si no para robarme mi herencia; una fortuna que me legó un tío que tenía en La Habana, hermano de mi madre, que murió millonario y para conseguirla, mi mujer, que es una arpía, se puso de acuerdo con su amante, un médico famoso, y entre los dos y un juez prevaricador y desaprensivo, hermano del amante de mi esposa, me declararon loco y me encerraron en el frenopático acusándome de haber dado muerte a una niña de nueve años cuando en realidad la salvé de morir abrasada en un incendio, ¿Ustedes que hubieran hecho? Lo mismo que yo, liquidarla antes de que ardiera como una tea, porque es horrible morir quemado, y si no que se le pregunten a Juana de Arco. Como después de muerto ya no padeces para convertirte en cenizas, eso fue lo que hice, estrangularla para que no sufriera el tormento que santa Juanita sufrió en la hoguera. Yo, por el contrario, soy un hombre pacífico, servicial y amable, como lo prueba la filosofía de Juan Jacobo Rousseau, que ha demostrado axiomáticamente que el hombre es esencialmente bueno y, a mayor abundamiento, el hecho de que yo mismo haya sufrido quemaduras para salvar a la niña del tormento de las llamas. Además, como les parecía poco acusarme de asesinato, también me acusaron de provocar el incendio para borrar el rastro de la violación… ¡Mentira cochina! Quien derribó la gasolina fue la niña con su pataleo. Sus zapatos tenían conteras de hierro y al patalear produjeron chispazos al chocar contra los largueros metálicos de la cama, chispazos que provocaron el incendio. Si la niña no hubiera pataleado, ni la gasolina se habría derramado, ni se habrían producido los chispazos que la incendiaron y aún estaría viva. El hecho de que yo llevara puesta una capucha no fue, como aseguran, para que la infeliz criatura no me reconociera. Me puse la capucha para que el humo no me sofocara al intentar salvarla., y de la violación nada de nada, de no ser así toda la axiomática filosofía rousseauniana quedaría invalidada que sería tanto como invalidar la ley de la gravedad.

Pues bien, a pesar de todos mis excepcionales razonamientos dirigidos a los jueces del Tribunal Supremo, los muy cenutrios, ni siquiera se han tomado la molestia de contestarme y ha sido el Director del frenopático, otro zopenco de mucho cuidado, quien me comunicó que la policía tenía suficientes pruebas de que yo fui el asesino de la niña, el que provocó el incendio y el autor de la violación, lo mismo hubieran podido achacarme la muerte de Viriato cuando todo el mundo sabe que fueron Aulaco, Ditalco y Minuro, o achacarme también el incendio de la ciudad de San Francisco en 1.906 provocado por una vaca asustada a causa del terremoto al derramar de una patada un quinqué de petróleo sobre la paja de la cuadra. No me han podido achacar todos estos crímenes porque yo aún no había nacido y eso me ha salvado. Sin embargo, creo que será mejor que empiece por el principio para que ustedes comprendan hasta que punto era yo inocente cuando me colgaron el sambenito de "esquizofrénico" que, como ya he dicho, fue una socaliña jurídica para apropiarse de mi más que millonaria herencia, pero ahora que ya soy libre otra vez, porque, según ellos, ya estoy curado, voy a explicarles con todo detalle mi vida para que juzguen imparcialmente, dado que ustedes no tienen intereses económicos que les muevan a tergiversar la verdad. No estoy muy seguro de que estas memorias las publiquen ni con el nuevo título tan cortito y tan elegante. En este país, el que no tiene padrinos no se bautiza y no estando en posesión de la fortuna que me robaron, la cual me habría permitido comprar una imprenta para realizar una tirada de doscientos millones de ejemplares, me veo constreñido, por falta de ordenador e impresora, a escribirla en un Ciber Café rodeado de muchachos y muchachas vociferantes que me ponen de los nervios. Suerte que tengo a mi lado una muchachita rubia muy modosita y muy guapa que me mira de cuando en cuando como si me conociera de algo, quizá porque ha visto mi fotografía en los periódicos, lo cual es una forma tan buena como otra cualquiera para trabar amistad con jovencitas tan lindas y educadas como mi vecina de ordenador que estoy casi seguro que no patalearía tanto como Laurita, la niña que estuvo a punto de morir abrasada en el incendio que ella misma provocó, y que ya les he explicado. Pero vamos a lo que íbamos.

Yo nací hace treinta y ocho años, de los cuales diez los pasé encerrado en el manicomio por las causas antedichas y, por lo tanto, no sólo me robaron la herencia si no diez años de mi vida. No me negarán que tengo motivos más que suficientes para degollarlos y arrancarles el corazón a dentelladas. Suerte tienen que soy hombre pacífico y de buenos sentimientos porque otro en mi lugar los habría amarrado a una silla rociándolos con gasolina para convertirlos en antorchas humanas, como hacía Nerón con los cristianos.

De mi infancia les diré que lo primero que recuerdo fueron los gritos de mi madre cuando yo nací, gritó tanto que se ahogó, lo cual me produjo un dolor muy profundo, ya que tuve que criarme con biberón en casa de mi abuela con mi hermano mayor que murió cuando yo tenía ocho años y él doce. Jugábamos con la escopeta de mi padre que era un cazador empedernido y al disparárseme lo mató, claro que la culpa fue de mi padre por dejar la escopeta cargada al alcance de unos niños tan pequeños. Desde entonces odio las armas de fuego. Prefiero los cuchillos, arman menos ruido y si están bien afilados puedes cortar el jamón en lonchas muy finas, claro que sólo en el caso de que tengas un jamón.

Yo, desde luego tampoco los utilizo desde que mi padre amaneció con uno clavado en el corazón cuando yo tenía diez años, después de que el día anterior me diera una paliza descomunal que a poco más me deja lisiado, quizá se suicidó a causa del remordimiento de haberme pegado tan salvajemente, porque eso fue lo que dijo mi abuela antes de morir ahogada en el muelle cuando paseábamos por el malecón mirando las barcas de los pecadores que se balanceaban dulcemente, ya que la dársena es muy abrigada.

Fue una desgracia terrible, resbaló en una piel de plátano y se fue de cabeza al mar sin que yo pudiera hacer nada pese a que intenté salvarla bajando rápidamente las escaleras del malecón, saltando a una barca y lanzándole un remo para que no se hundiera, con tan mala fortuna que el remo le dio un golpe en la cabeza y ya no la volví a ver hasta que la sacaron al día siguiente unos pescadores enganchada en una de las redes y me quedé solo en el mundo sin más familia que mi tío el de La Habana, así que ya pueden imaginar lo triste que fue mi infancia al encontrarme huérfano a la edad de once años, huérfano y sin casa donde vivir.

Para mayor desgracia, la misma noche que mi abuela murió, ardió nuestra vivienda por culpa de los bomberos que tardaron casi diez minutos en acudir a sofocar el incendio y yo me salvé de puro milagro, pues gracias a mi rapidez de reflejos tuve tiempo de escapar por una de las ventanas del sótano donde me había refugiado persiguiendo a una rata tan grande como un gato que se comía todo el queso que guardaba en la fresquera y que era el único alimento que me quedaba para subsistir. Debía de ser una rata de circo muy bien amaestrada, porque aún hoy no me explico como pudo abrir la puerta.

No creo que haya en el mundo una sola persona que sufriera tantas desgracias seguidas como yo. Otro en mi lugar se hubiera vuelto loco, cosa que a mí no me ocurrió porque tengo una personalidad muy acusada y un cerebro muy despierto, que unido a mi congénita bondad, me ha permitido superar los muchos avatares y desgracias que me han caído encima desde mi más tierna infancia.

No sólo se resintió mi vida familiar, también mis estudios que tenía muy avanzados. Para mi edad, no sólo sabía leer y escribir de corrido sino que, además, sabía sumar, restar y toda la tabla de multiplicar hasta el siete. Estaba empezando la del ocho cuando murió mi abuela y se incendió la casa con todos mis libros dentro. Eso no me arredró porque tuve la suerte de encontrar al lado de la portería de fútbol del patio del colegio una mochila abandonada con todos los libros que se me habían quemado, seguramente olvidada por algún condiscípulo mío, pero como ya no volví por el colegio que también ardió por culpa de los bomberos, no pude averiguar a quien pertenecía.

Sin embargo, a las pocas semanas de vagar por las calles y dormir en los banquillos de los parques, me recogió una familia muy influyente y muy adinerada que tenían un chalet muy elegante recién edificado con chapa ondulada reforzada con cartones de tres capas embreadas con alquitrán, incluso tenía un porche cerrado con cortinas de artesanía metálica de tapones de cerveza, mosquiteras de esparto en las ventanas, un yate de remos, un carricoche y un caballo, grande como un burro, que pastaba libremente, la mayor parte de las veces a la orilla del río, donde crecía abundante hierba, perejil e hinojo.

Resultaba un paisaje romántico y bucólico pues en el cauce, podíamos recoger toda clase de cantos rodados para sostener la chapa ondulada y los cartones del chalet. Incluso, cuando llovía mucho, bajaba tanta agua por el riachuelo que todo el paisaje parecía mismamente un lago por donde podíamos realizar viajes de placer remando con el yate hasta la ciudad para buscar más cartones con que reforzar los que se habían mojado, de ese modo, con los años, las paredes de cartón llegaron a tener tanto espesor como los muros de Jericó; estoy seguro que ni las balas de una ametralladora del 30 hubieran podido atravesarlas, pero, por si acaso, vigilábamos muy atentos para que nadie tocara la trompeta por las cercanías.

Reverendo, que así se llamaba el cabeza de familia, era un hombre muy aficionado a los discursos que por el más mínimo motivo te endilgaba durante un par de horas pellizcándote para que no te durmieras; moreno, alto y delgado como un bastón, patillas hasta el pescuezo, bigote copioso y una mosca bajo el labio inferior tan bien cuidada que sólo le faltaba volar. Reverendo sabía de todo, excepto desde el sábado por la noche hasta el domingo al mediodía. Tenía rayos X en los ojos y podía distinguir a diez metros de distancia de qué material estaba compuesto cualquier clase de objeto metálico en el dedo, en la oreja o en el cuello. También tenía la facultad de adivinar en donde se había perdido una cartera con treinta mil pesetas, lo sé porque, más de una vez le he visto levantarse de la cama asegurando que iba a recogerla antes de que otro la encontrara. Pocas veces fallaba, y, cuando no acertaba con la cantidad exacta, casi siempre era por defecto pero, sin embargo, pese a sus dotes de vidente, nunca lograba adivinar a quienes pertenecían las carteras que encontraba con tanta frecuencia.

Su mujer, Remigia, no paraba en todo el día pues era una trabajadora incansable que ahorraba hasta el agua del arroyuelo. Cocinaba de maravilla, de cualquier cosita hacía unas migas con hierbas aromáticas que hasta Clavijo, el caballo, relinchaba tan entusiasmado que luego había que ir corriendo a buscarlo kilómetro y medio río abajo.

Claro que todo aquel arte culinario de Remigia se debía en buena medida a la muy moderna cocina con fogón de petróleo que funcionaba sin un fallo, excepto cuando se quedaba sin combustible, pero eso también les pasaba a los automóviles de gasoil cuando Reverendo salía por las noches a repostar el fogón. Y no digamos nada de lo bien que le salían los cardos a la brasa, resultaban tan sabrosos que hasta podían comérsele las espinas; los boniatos asados en la ceniza resultaban tan deliciosos como para soplarte los dedos porque, las más de la veces, si te apresurabas para no quedarte sin tu boniato, se te pegaban las brasas a los dedos haciéndote cada ampolla que valía un credo; el perejil, que crecía a la orilla del río a toneladas, lo cocinaba riquísimo, ahumándolo con ramas de pino verde y salsa de hinojo, aunque mientras lo ahumaba teníamos que colocarnos todos unas caretas antigas que había fabricado Reverendo para vaciar las letrinas del chalet, pero valía la pena porque el perejil ahumado era muy alimenticio según aseguraba muy convencida la dueña de la mansión. Le gustaban mucho los claveles y siempre llevaba uno en el pelo que, cuando echaba raíces, lo trasplantaba a las macetas del porche dándole a éste un aspecto de invernadero tan agradable y oloroso que teníamos que vigilar continuamente a Clavijo para que no se los comiera. Era madre de tres hijos, casi todos de Reverendo que los quería mucho y raramente les daba más de cuatro hostias cuando no le obedecían al momento o, todo lo más, un par de patadas en el culo si no podía alcanzarlos con la mano, dado lo rápidos que eran escabulléndose.

El hijo mayor, Renato, el preferido de Reverendo, tenía trece años, dos más que yo y era el que se llevaba las mejores tajadas en la comida, aunque el pobre se murió a los tres meses de entrar yo en el chalet al caerle en la cabeza un canto rodado de quince kilos que sujetaba las planchas onduladas del tejado. Nadie encontró una explicación razonable para tan luctuoso acontecimiento porque aquel día ni siquiera hacía viento. Se le hizo un entierro de primera al que asistió incluso Clavijo con gualdrapas de luto hechas por Remigia con tela asfáltica que sacamos del tejado para la ocasión porque no llovía. Logramos embutir el cadáver en una de las mejores cajas de cartón que Reverendo trajo de la ciudad. Lo enterramos en el cauce del río pero, por poco tiempo, a causa de las lluvias torrenciales que cayeron cuatro días después y que se llevaron al pobre Renato hasta el mar con caja y todo, caja que ni siquiera pudimos aprovechar porque estaba hecha unos zorros, lo único que logramos recuperar fueron los dos trozos de hierro sueltos que formaban la cruz hecha con todo esmero por Reverendo que no se explicaba como habían podido desprenderse de los fuertes nudos marineros con que los había atado.

Romualdo, el hijo segundo, tenía doce años, uno más que yo, aún era más tragón que Renato su hermano mayor, y tres meses después de morir éste, Romualdo tuvo un accidente mortal con una lata de fabada asturiana de dos kilos que encontré en el cauce del riachuelo a tres kilómetros del chalet después de la riada que se llevó a Renato al mar. Conociendo lo tragón que era Romualdo la escondí debajo de un árbol advirtiéndole que no husmeara cerca de aquel árbol para que no la encontrara y evitar un accidente, pero la encontró y se la zampó de una sentada, pese a que hacia tres años que había caducado y estaba tan hinchada como una preñada de siete meses. Le produjo un cólico miserere que se lo llevó en unas horas durante las cuales estuvo berreando como un energúmeno antes de callar para siempre. El cadáver lo compró el departamento de Patología de la Universidad para investigar sobre los cólicos misereres y por el que pagaron cinco mil pesetas, aunque al principio sólo querían pagar dos mil quinientas y gracias a que Reverendo se puso tozudo pidiendo siete mil quinientas que, al final, partieron la diferencia y le entregaron los mil duros si no, aún estarían discutiendo.

Reverendo y Remigia se encontraban tan afectados por la muerte de su segundo hijo que nos llevaron a todos a la iglesia para que oyéramos misa mientras ellos compraban algunas provisiones necesarias para la despensa del chalet, y allí estuvimos tres días esperándolos, comulgando hostias cinco o seis veces en cada misa a base de ponernos en la cola de los comulgantes varias veces, y además, cuando cerraban la iglesia, nos zampamos todas las obleas que quedaban en la sacristía regándolas con el vino de misa para poder tragar tanto pan ácimo, lo malo fue que, al acabar el vino, cantábamos bastante fuerte música gregoriana por el alma del difunto y nos descubrió el vicario durmiendo en los confesionarios expulsándonos de la iglesia sin consideración alguna, pese a que le aseguramos que estábamos rezando por el alma de nuestro hermano Romualdo. Pues nada, ¡A la puta calle!

Volvimos al chalet preocupados por la ausencia de Reverendo y Remigia. Temíamos que hubieran sufrido algún accidente. Duró poco nuestra preocupación porque, al entrar en el chalet, los encontramos roncando a pierna suelta, debido, seguramente, al cansancio, y como teníamos bastante apetito porque las hostias alimentan muy poco, nos dedicamos a buscar con mucho sigilo las provisiones que habían comprado. Lo que encontramos fueron cien metros de cordeles rojos de ristras de chorizos picantes, un cesto enorme de pieles de gambas y cacahuetes, seiscientos envoltorios de quesitos y once garrafas de cinco litros de Valdepeñas tinto vacías, y aunque tardaron quince horas en despertar, por lo menos estaban vivos y sanos, lo cual era un consuelo.

El tercer hijo del matrimonio, era una chica, Remedios, que tenía once años igual que yo, me gustaba mucho porque me parecía muy guapa y era tan amable que, una noche, cuando ya casi estaba dormido, me despertó para explicarme como se fabricaban los bebés. En menos de una hora fabricamos cuatro casi seguidos, pero me cansé y le dije que para aquella noche ya estaba bien de fabricación, pues nada, quería obligarme a fabricarlos en cadena como Henry Ford los automóviles. Estaba ya harto, muerto de sueño y con ganas de descansar cosa que ella no estaba dispuesta a consentirme. Me amenazó con decírselo a su padre, así que, después de mucho discutir, con no poco trabajo, me dediqué con ahínco a fabricar otro par de bebés. Aún así no se dio por satisfecha, de modo que acabé echándola a patadas de mi petate y armó tal escándalo que se despertó Reverendo y me endilgó un discurso sobre paternidad responsable que hubiera durado hasta el amanecer si la hija no interviene preguntándome al oído:

--¿Qué prefieres?

-- La fabricación - respondí

Regresamos los dos al petate sigilosamente mientras Reverendo seguía a oscuras con su discurso porque la luz fallaba en cuanto oscurecía y no comprendió que estaba solo hasta que salió el sol y se fue a la cama renegando.

A partir de aquella ocasión y durante dos meses más, todas las noches sudaba la gota porque a Remedios le ilusionaban los niños y pronto comprendí que de continuar aquella inacabable fabricación acabaría como la carabina de Ambrosio, sin poder disparar ni un tiro, y más escuálido que la flauta de Bartolo del mucho trabajar y poco comer.

Desgraciadamente, tres meses más tarde, cuando ya casi no me sostenía de pie, Remedios desapareció de repente y por más que buscamos desde la montaña hasta la ciudad y por todo el cauce del río hasta casi su nacimiento, no hubo manera de encontrarla. Apareció seis meses más tarde, cuando vaciamos la letrina. Entonces comprendimos que había resbalado en las maderas de caoba del cagadero que estaban mojadas por la lluvia, cayendo de cabeza en la mierda y ahogándose completamente sin tiempo para gritar. Fue una desgracia muy sentida, pero como ya estábamos acostumbrados a su ausencia no tuvimos que asistir a misa porque al departamento de Patología de la Universidad no le interesaron los restos de la infortunada Remedios.

Con el paso del tiempo echaba en falta lo que me había enseñado Remedios, de modo que comencé a encontrar muy guapa a su madre Remigia, pese a que ya tenía casi treinta años, pero como el clavel en el pelo la favorecía mucho parecía más joven así que, una noche de sábado, después de que Reverendo enganchara a Clavijo al carricoche y se marchara a meditar a la ciudad, nos quedamos solos ella y yo en la cocina-salón-comedor-dormitorio del chalet, decidí meterle la mano por debajo de la faldilla mientras preparaba la cena. Deseaba consolarla por las tres desgracias que había sufrido aquel año. Me soltó una bofetada que me aflojó las muelas. Aunque soy totalmente refractario a la violencia de género, no les extrañará que le sacudiera un puñetazo en la mandíbula que la tumbó de espaldas completamente K.O., sin que ello quiera decir que yo tuviera un ataque de idiofrenia ni nada parecido, al contrario, mi mente estaba bien lúcida porque, cuando estaba fabricando el primer bebé, se despertó mostrándose muy contenta y dispuesta a cooperar, moviendo la grupa más deprisa que Clavijo el rabo cuando le picaba un tábano.

Acabado el primer bebé, aprovechando que comenzaba a llover, decidimos ducharnos desnudos enjabonándonos el uno al otro meticulosamente y secándonos al calor del fogón de petróleo, mientras cenábamos muy opíparamente una sopa de cardos y unos caracoles ahumados al perejil que estaban de muerte. Y ya, completamente secos, nos acostamos para seguir perfeccionando el sistema de fabricación de infantes, y como yo ya era un hombre alto y fuerte que aquel día cumplía doce años, Remigia se puso muy contenta porque no menos de ocho bebés dimos por finalizados durante la noche. Clareaba el día cuando nos quedarnos dormidos muy desnudos y abrazados y así nos encontró el domingo a mediodía Reverendo al regresar de sus meditaciones en la ciudad. Nos echó un discurso que duró hasta después de comer cuando dijo que estaba muy cansado y que necesitaba dormir un rato. Durmió tanto que ya no despertó porque Remigia decidió ahumar perejil al pino verde para la cena y no se acordó de ponerle la careta antigas al marido que murió asfixiado el día de mi cumpleaños.

Lo enterramos en la letrina y con el dinero que le había sobrado de sus meditaciones en la ciudad y el que tenía guardado Remigia en el colchón de hojas de maíz, compramos bombillas de colores y un alternador de segunda mano para producir electricidad. Como al cabo de dos semanas aparecieron por el chalet dos chicas preguntando por Reverendo las invitamos a comer indicándoles que Reverendo se había marchado a Francia con una sueca con la que había hecho amistad en la playa. Se mostraron muy apenadas y entonces se me ocurrió proponerles un negocio y como aceptaron muy entusiasmadas abrimos un puti-club en el chalet que dio muy buen resultado y nos produjo grandes beneficios cuando los mozos de la ciudad se enteraron de la apertura.

Las dos chicas, África y Asia, una era negra y la otra amarilla, no daban abasto a complacer a tantos caballeros como solicitaban sus servicios. Los maromos hacían cola, momento que yo aprovechaba para alquilar a Clavijo a doscientas pesetas el paseo de cien metros. Cuando era muy larga la cola de clientes, enganchaba el caballo al carricoche y los paseaba a todos juntos a doscientas pesetas el paseo y como cabían dieciséis, cada media hora ganaba tres mil doscientas pesetas, que era el tiempo que tardaba en ir y volver para descargar a uno aunque, a veces, tenía que fustigar a Clavijo para que regresara a galope ya que algunos caballeros padecían de eyaculación precoz.

Estos ingresos eran netos sin que las chicas tuvieran derecho a percibir el treinta por ciento que cobraban por sus servicios, el otro setenta por ciento era para la casa en cuyo porcentaje estaba comprendida la comida, el jabón, la toalla, la palangana y la cama. La bebida se cobraba aparte.

Al cabo de dos meses ya habíamos edificado tres habitaciones más porque África y Asia tenían dos amigas, América y Oceanía, a las que les explicaron lo bien que las tratábamos y el mucho dinero que ganaban. Con cuatro mujeres de la vida horizontal, a mi no me gusta llamarlas putas porque es un oficio tan respetable como el de diputada, trabajando a destajo día y noche, el dinero entraba a espuertas. Claro que también teníamos muchos gastos, ya que tuvimos que comprar cuatro toallas, cuatro palanganas, cuatro jofainas con armazón de madera, espejo regulable, cubo de desagüe y todo casi nuevo y además de porcelana que, como ustedes saben, es carísima, bueno… aclaremos esto, todo de porcelana menos las toallas que eran de arpillera, pero muy fina.

Como el dinero fluía con más abundancia que el agua del arroyo, al cabo de un año construimos dos cuartos de baño con ducha y todo a base de cegar la letrina y abrir un pozo negro tan grande como el estadio de Maracaná; cambiar la cocina de petróleo por otra de gas butano con horno y microondas, lavadora, montar un Bar aprovechando que teníamos una botella de coñac y otra de anís y eliminar las paredes de cartón edificándolas con arreglo a los planos tridimensionales que dibujé con ramas de pino. Conseguí amalgamar piedras del arroyo con tierra y arena de la playa lo que, al finalizar las obras, le dio un empaque y un estilo arquitectónico al chalet, entre jónico y dórico, que para si quisiera el Palacio de Oriente. Además como las mezclas de piedras, tierra y arena se hicieron con agua del mar ya no necesitábamos comprar sal en la ciudad; con pasar por las paredes el hinojo, el perejil y otras viandas, quedan completamente sazonadas.

Ya me explicarán ustedes si existe algo de locura en todo lo que hasta ahora les he relatado. Me parece a mí que, pese a todas las desgracias por las que he tenido que pasar, más sensato y más ecuánime no se puede ser. Dudo mucho que exista otra persona con capacidades tan equilibradas e inteligentes como las mías y si no prueben a ver si son capaces de edificar un chalet con un estilo arquitectónico tan plateresco y armonioso como el que yo hice. No lo intenten porque es imposible y no estoy interesado en vender la patente, ni tendrían ustedes suficiente dinero para comprarla… ¿O sí lo tienen?

En fin, se me está haciendo tarde, y tengo que salir a pasear por la montaña para oxigenarme, por lo tanto, mañana continuaré con mis memorias… si me acuerdo.

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Memorias de un orate (5)

Memorias de un orate (4)

Enigmas históricos

Memorias de un orate (3)

Ensayo bibliográfico sobre el Gran Corso

El orgasmómetro (8)

El viejo bergantin

El mundo del delito (1)

El mundo del delito (3)

Tres Sainetes y el drama final (4 - fin)

El mundo del delito (2)

Amor eterno

Misterios sin resolver (1)

Falacias políticas

El vaquero

Memorias de un orate (2)

Marisa (11-2)

Tres Sainetes y el drama final (3)

Tres Sainetes y el drama final (2)

Marisa (12 - Epílogo)

Tres Sainetes y el drama final (1)

Marisa (11-1)

Leyendas, mitos y quimeras

El orgasmómetro (7)

El cipote de Archidona

Marisa (11)

Crónica de la ciudad sin ley (5-2)

Crónica de la ciudad sin ley (5-1)

La extraña familia (8 - Final)

Crónica de la ciudad sin ley (4)

La extraña familia (7)

Crónica de la ciudad sin ley (5)

Marisa (9)

Diálogo del coño y el carajo

Esposas y amantes de Napoleón I

Marisa (10-1)

Crónica de la ciudad sin ley (3)

El orgasmómetro (6)

El orgasmómetro (5)

Marisa (8)

Marisa (7)

Marisa (6)

Crónica de la ciudad sin ley

Marisa (5)

Marisa (4)

Marisa (3)

Marisa (1)

La extraña familia (6)

La extraña familia (5)

La novicia

El demonio, el mundo y la carne

La papisa folladora

Corridas místicas

Sharon

Una chica espabilada

¡Ya tenemos piso!

El pájaro de fuego (2)

El orgasmómetro (4)

El invento del siglo (2)

La inmaculada

Lina

El pájaro de fuego

El orgasmómetro (3)

El orgasmómetro (2)

El placerómetro

La madame de Paris (5)

La madame de Paris (4)

La madame de Paris (3)

La madame de Paris (2)

La bella aristócrata

La madame de Paris (1)

El naufrago

Sonetos del placer

La extraña familia (4)

La extraña familia (3)

La extraña familia (2)

La extraña familia (1)

Neurosis (2)

El invento del siglo

El anciano y la niña

Doña Elisa

Tres recuerdos

Mal camino

Crímenes sin castigo

El atentado (LHG 1)

Los nuevos gudaris

El ingenuo amoral (4)

El ingenuo amoral (3)

El ingenuo amoral (2)

El ingenuo amoral

La virgen de la inocencia (2)

La virgen de la inocencia (1)

La cariátide (10)

Un buen amigo

Servando Callosa

Carla (3)

Carla (2)

Carla (1)

Meigas y brujas

La Pasajera

La Cariátide (0: Epílogo)

La cariátide (9)

La cariátide (8)

La cariátide (7)

La cariátide (6)

La cariátide (5)

La cariátide (4)

La cariátide (3)

La cariátide (2)

La cariátide (1)

La timidez

Adivinen la Verdad

El Superdotado (09)

El Superdotado (08)

El Superdotado (07)

El Superdotado (06)

El Superdotado (05)

El Superdotado (04)

Neurosis

Relato inmoral

El Superdotado (03 - II)

El Superdotado (03)

El Superdotado (02)

El Superdotado (01)