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El ingenuo amoral (4)

en Confesiones

EL INGENUO AMORAL IV

Cherchez la femme.

Capítulo IV

Maruja, viuda de un capitán de corbeta fusilado en Cartagena tres meses después de casado, a la que toda la familia y amigos conocían como Mary, aceptó vivir con su tía, la hermana de su padre y abuela de Tito, al quedarse viuda, por dos razones. La primera, que era huérfana desde el principio de la guerra civil pues sus padres fueron "paseados" por los extremistas de izquierda y nunca pudo averiguar donde los habían enterrado; la segunda, que la pensión de viudedad no le permitía vivir con el decoro de la posición que ocupaba en una sociedad de la posguerra bastante pacata e hipócrita.

Cuando su tía le propuso "desinteresadamente", acogerla en su casa le faltó tiempo para aceptar. Cuatro mujeres y un niño podían vivir más desahogadamente con dos pensiones de viudedad que con una. Ella no se mostró remisa en compartir todos los gastos de la casa en la misma proporción que la abuela de Tito que los administraba con mano de hierro.

Que sus primas no contribuyeran con su trabajo a dicho mantenimiento no le pareció extraño, porque, en aquella época, estaba muy mal visto que las señoritas de "familia bien" descendieran a ocuparse en trabajos fuera de casa como unas vulgares proletarias. Y, ciertamente, la posición de su tía en la ciudad rayaba las más altas cotas de la consideración social., pues no en vano había sido la esposa, y ahora la viuda, de uno de los más altos jefes del Departamento Marítimo. Había que sostener el rango a toda costa.

También la Iglesia, con mayúsculas, ejercía todo su poder con mano de hierro en aquella posguerra de hambruna y represalias. Los párrocos controlaban a las feligresas de sus parroquias como el halcón vigila al conejo con el que piensa alimentarse. Eran temibles sus denuncias por no asistir a misa todos los días y comulgar cuando menos sábados y domingos. Todas las mujeres de las casa, provistas de breviario y velo, acudían diariamente a la iglesia, más para que las viera el párroco y el resto de feligresas de la alta burguesía, que por verdadera fe.

Asistían a Triduos, Novenas y Vía Crucis. Contribuían en Acción Católica y en la Sección Femenina; eran, en definitiva, no las seguidoras de Cristo, sino las nuevas forzadas del negro ejército del Vaticano que, como los galeotes, remaban forzadas por las circunstancias, poniendo al mal tiempo buena cara; como si la fe pudiera imponerse como se imponen los artículos del Código Penal.

Mary confesaba y comulgaba no sólo los sábados y los domingos sino dos días más por semana, igual que su tía y primas. No tenía problemas de conciencia a la hora de confesarse pese a que todas las noches se dejaba poseer por su sobrino, o por mejor decir, le provocaba a que la penetrara acariciándole el miembro, sacándoselo del calzoncillo, excitándolo con caricias hasta la erección y soltándolo cuando lo notaba próximo a despertarse. El resto ya se encargaba el jovencito de consumarlo.

La hacía gozar intensamente con su respetable miembro, incluso más de lo que la había hecho disfrutar su marido durante las pocas semanas que tuvieron para amarse antes de que lo movilizaran; del hombre que, tan ingenuo como el niño al imaginarla dormida mientas la follaba, también él había imaginado haberla desvirgado la noche de bodas; Mary estaba convencida de que casi todos los hombres son niños ingenuos desde que nacen hasta que mueren.

Pero, naturalmente, sus confesiones nada tenían que ver con sus nocturnos orgasmos, con el disfrute del sexo que necesitaba como el campo el agua de mayo. Tres años de abstinencia eran muchos años para una mujer joven y de temperamento sano y bien constituido. Sus confesiones se limitaban a pecadillos veniales: olvidarse de rezar algunas noches las oraciones – en realidad se olvidaba todas las noches – en contar algunas mentirijillas – la mayor parte de las veces inventadas – o, el peor de sus pecados, olvidarse de rezar el rosario todas las tardes – rosario que ninguna de las cuatro mujeres rezaba si no tenían visita anunciada, pues hasta las visitas eran entonces así de protocolarias.

Pero, pese a las preguntas capciosas del confesor, ansioso por saber de sus pecados sexuales aunque sólo fueran de pensamiento, porque también con el pensamiento se pecaba, el mismo se los recordaba y exponía con todo lujo de detalles mientras con toda seguridad se masturba, a juzgar por los extraños movimientos que la confesanda observaba bajo la sotana del sacerdote a través de la rejilla. Respondía la feligresa que ella respetaba la memoria de su marido por el que aún guardaba luto como una buena católica practicante y, el confesor, se quedaba con las ganas de que soltara prenda excitada por las rijosas preguntas y explicaciones del sinuoso e hipócrita vicario de Cristo. La verdad era que abandonaba el confesionario más excitada que al empezar la confesión, esperando impaciente que llegara la noche y el niño la hiciera disfrutar con su duro y respetable miembro.

La semana que, obligada por la naturaleza debía abstenerse del disfrute sexual, dejaba que el jovencito durmiera de un tirón hasta la amanecida, notando como el adolescente se levantaba con una fuerte erección provocada por la retención urinaria durante las horas de sueño. Quería a aquel chiquillo con toda su alma e incluso llegó a pensar si en realidad no estaría enamorada de un muchacho que bien podría ser su hijo y aquel pensamiento la hacía infeliz y desgraciada obligándola a mostrarse muy cauta en sus expresiones y caricias delante de sus primas y de su tía.

También el chiquillo era cauto, y más que cauto, astuto pese a su ingenuidad; más cauto y astuto que inteligente Era un muchachito delgado más alto que ella y muy guapo, pelo negro y rebelde, de grandes ojos verdes nimbados de espesas pestañas, voluntarioso y simpático, tanto o más de lo que había sido su padre el hombre del que, antes de que él naciera, había estado enamorada como una colegiala y al que había entregado su virginidad. Se preguntaba ella ahora si aquel enamoramiento de adolescente que tuvo por el padre no estaría trasladándolo sobre el hijo, y también este pensamiento la hacía sufrir procurando desecharlo para convencerse de que era sólo una válvula de escape para su necesidad fisiológica del disfrute carnal. El chiquillo, con su potente virilidad y sus penetraciones inmóviles, le arrancaba aquellos orgasmos estáticos, incluso más profundos e intensos que los experimentados durante su corta vida de casada.

Dormían juntos desde que llegó a casa de su tía dos meses antes. Más de una noche había notado por encima de la ropa el gran tamaño del miembro en erección, impropio de un adolescente de once años. Se había excitado más de una vez y terminado por masturbarse mientras él dormía, pero masturbarse con la erección pegada a sus nalgas le servía de poco y la avergonzaba tanto o más que dejarse poseer.

La masturbación no la satisfacía plenamente, quedaba ansiosa de sentirlo dentro de ella, de gozarlo pero el adolescente tenía que estar despierto y excitado y ella dormida para que se atreviera a penetrarla. Y de ese pensamiento a encontrar la solución de su deseo medió un paso, paso que puso en práctica a la segunda semana de dormir juntos. Influyó en ello, en no poca medida, que podía permitirle disfrutarla y disfrutarlo ella sin temor a quedarse embarazada. Sin embargo, pese a que no creía que el muchacho se atreviera a más que a gozarla inmóvil, se quedó gratamente sorprendida cuando, con timidez y mucho sigilo, se había atrevido acariciarle los pechos y los pezones, durmiéndose con su mano encima de su seno y su miembro dentro de ella lo que más de una vez la obligaba también a masturbarse mientras él dormía después de haberse gozado los dos un par de veces.

La proximidad del cuerpo juvenil, fuerte y desarrollado para su edad, le encendía la líbido como una llama que se arrima a la paja enciende el pajar. Y ocurrió poco después lo que ella deseaba y esperaba que ocurriera. Fue una tarde mientras hacía los deberes del colegio que él le pidió ayuda para un problema de álgebra que ella le explicó pasándole un brazo por encima de los hombros inclinada sobre su espalda. Sus pechos, turgentes y macizos, se apoyaron en el muchacho y para cuando le preguntó si lo había entendido, por toda respuesta recibió un beso en los labios. Se echó a reír revolviéndole el pelo, conteniéndose a duras penas para responderle apasionada y dichosa.

Después de cenar, su abuela lo envió a dormir, y, como cada noche, el chiquillo obedeció sin rechistar. Después de charlar más de una hora, también las mujeres se retiraron a descansar. Al entrar Mary en la habitación suponiendo que dormiría ya como un tronco, encendió la luz y comenzó a desnudarse observándolo disimuladamente. Comprendió de inmediato que se hacía el dormido observándola a través de las pestañas. Sin dudarlo un segundo tomó la decisión de permitir que la observara. En contra de su costumbre aquella noche pasó el cerrojo esperando que la mente del chico tomara nota del hecho.

De espaldas, frente al espejo, sin apagar la luz, sin mirarlo, comenzó a desnudarse despacio, tranquilamente. Quedó completamente desnuda delante de sus ojos. La veía por delante en el espejo y por detrás ya que le daba la espalda, sacó un camisón del cajón de la cómoda. Sabía que su cuerpo era excitante, de curvas pronunciadas, que a él debían parecerle la quinta esencia de la belleza. Se demoró en ponerse el camisón, como si deseara que él se empapara bien de la hermosura de su cuerpo de ánfora romana.

Levantó las ropas de la cama destapándolo y reteniéndolas en el aire algunos segundos. Necesariamente él sabía que tenía que verlo sin calzoncillos y con una erección a toda potencia. Apagó la luz quitándose velozmente el camisón antes de acostarse a su lado. Al revés que los demás días cuando se giraba en sueños en la cama, él permaneció sin moverse. Su erección quedó aprisionada entre los vientres y los turgentes y macizos pechos pegados al amplio tórax del chiquillo. Convencida de que él de inmediatamente comprendería lo que ella estaba dispuesta a permitirle. No se equivocó. Cuando alargó la mano para acariciarle el sexo, separó los muslos permaneciendo inmóvil y en silencio dejándole hacer.

Fue acercando su rostro despacio sobre la almohada hasta que sus labios se posaron sobre los de ella. Se sorprendió al notar su lengua presionando sus labios y dejó que la lengua del chico jugara con la suya a placer. Tampoco se movió entonces y le succionó la suya suavemente mientras su mano jugaba con su tierna y húmeda vulva. Ni una protesta cuando su boca succionó una de sus hermosas cúpulas y lamió el pezón ya erguido por el deseo. Volvió sobre su boca y de nuevo sus lenguas se enzarzaron en un remolino de pasión.

Poco a poco fue inclinándose sobre ella que le siguió el juego dejándose inclinar hasta quedar boca arriba con el adolescente entre sus muslos y el respetable miembro presionando sobre sus sexo que, poco a poco, fue hundiéndose en su vagina hasta la cepa. Tanto él como ella mantenían un silencio absoluto limitándose a disfrutarse como si lo hubieran acordado de mutuo acuerdo y sin palabras. Tenía ella dieciocho años más que el adolescente y sabía muy bien lo que le estaba permitiendo y esa permisividad radicaba en el hecho de que ella esperaba aquella reacción mucho tiempo antes.

Notó que comenzaba a bombearla despacio mientras sus manos sujetaban su rostro para besarla enfebrecido sorbiéndole la lengua mientras su verga, en un delicioso vaivén cada vez más profundo la aproximaba al paroxismo del clímax de forma incontenible y explotó bañándole la dura barra que, al notar la tibia caricia de su néctar palpitó en su vagina en un potente y salve orgasmo que disfrutaron al unísono respirando los dos a bocanadas ante el desmesurado placer que los arrebataba.

Poco a poco fueron calmándose. Él con la cabeza apoyada en su hombro, besándola suavemente en el cuello y ella acariciándole con la yema de los dedos y las uñas la espalda desde la nuca hasta las nalgas. Comprendió que no era ella la primera mujer del adolescente y una punzada de celos le cruzó la mente durante un segundo. La experiencia del muchacho en aquellas lides era demasiado evidente para que así fuera. Los dos permanecían en silencio, besándolo ella en el rebelde mechón de su frente mientras él lamía su lóbulo y su cuello como un gatito un plato de leche.

Notó como la erección menguaba y, esperó sabiendo que pronto se repondría y no se equivocó. La sintió crecer en su interior hasta el máximo de su potencia y esa sensación fue tan placentera que también ella comenzó a excitarse.

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