EL BARCO FANTASMA.
Son muchas las personas que han oído hablar del islote volcánico de Pitcairn poco mayor de seis mil metros cuadrados, y muchas son también las que conocen la historia del navío Bounty y de la rebelión que en él se originó, comandada por el oficial de veinticuatro años Fletcher Christian, contra el capitán del buque, teniente de navío William Bligh, un antiguo contramaestre del capitán Cook. El cine se ha encargado de dar diferentes versiones de dicha rebelión, El Motín del Bounty, interpretada por Charles Laughton, Rebelión a Bordo por Marlon Brando etc.
El 4 de abril de 1.789 zarpaba el Bounty de Nueva Citera, conocida también como El Paraíso del Diablo, donde había permanecido fondeado desde el 28 de octubre. Cinco meses más tarde de su arribada al Paraíso del Diablo, y veinticuatro días después de zarpar, o sea el 28 de abril de 1.789, Fletcher, ayudante del segundo oficial, se amotinaba contra el capitán del barco a causa de la despótica y brutal manera de tratar a los hombres bajo su mando, comportamiento bastante usual en la armada británica por aquel entonces.
En el momento en que, desaparecido el capitán en un chalupa de ocho metros de eslora por dos de manga con diecinueve hombres a bordo que la sobrecargaban hundiendo peligrosamente su borda en el océano, Christian Fletcher consultó los mapas que tenía en su poder, dándose cuenta de que se encontraba 185º de longitud Este, al suroeste de la isla de Tafoa, en el archipiélago de Amis, uno de esos desérticos islotes rocosos que habían aparecido en mitad del Pácifico al noroeste de Nueva Zelanda.
Durante un tiempo, Christian Fletcher, permaneció ceñudo, absorto y silencioso mirando como desaparecía en el horizonte la chalupa del capitán Bligh con sus hombres, aunque este humor taciturno duró poco tiempo. Dio orden de desplegar las velas y poner rumbo a Tahití, lo que motivó una explosión de júbilo entre los amotinados, reacción natural motivada por el entusiasmo de la libertad y la victoria de los débiles sobre los fuertes.
Pero se insinuaba ya en el horizonte la amenaza de las represalias que a no dudar tomaría el Almirantazgo inglés contra los amotinados en cuanto las noticias del motín, llegaran a Londres.
Fletcher sabía que desde el mismo momento de la rebelión el navío y sus hombres se hallaban fuera de la ley y esto, en la imaginación de los sublevados se trasformaba en veinticinco cuerpos balaceándose colgados del palo mayor de un buque de su Graciosa Majestad británica sobre el cual ondearía en lo más alto la bandera de la Unión Jack. Por lo tanto, desde el mismo momento de la rebelión habían renunciado para siempre a su regreso a Inglaterra.
Fletcher pensaba que con la chalupa en medio del océano, sobrecargada y muy pocos víveres, sería un milagro que el capitán Bligh y sus hombres lograran sobrevivir. Sin embargo, el capitán Bligh también pensaba que Fletcher debería saber de lo que era capaz de hacer y estaba seguro de que Christian, tarde o temprano, colgaría de una soga. Estos dos milagros, tan diferentes uno del otro, no obstante, habían de cumplirse.
Bligh, en la chalupa de la última oportunidad con sus dieciocho pasajeros, tardaría 41 días en llegar a la isla de Timor en el archipiélago de la Sonda, una de las travesías y hazaña marítima más increíble y fantástica de la historia naval, después de cubrir desde el 28 de abril hasta el 14 de junio de 1789 cinco mil ochocientos kilómetros, durante la cual sólo perdió la vida de forma accidental al contramaestre J. Norton.
El 14 de marzo de 1790 la carabela holandesa Vlydte, fondeaba en la ensenada de Portsmouth y bajaba a tierra, después de dos años y medio de ausencia, el capitán Bligh, vestido con un impresionante uniforme de bocamangas galoneadas, y bajo el bicornio una peluca lujosamente empolvada.
El Almirantazgo disponía desde hacía tiempo de un amplio dossier, redactado por el antiguo capitán del Bounty, al que se añadieron los veinticinco nombres de los amotinados el 28 de abril de 1789.
Durante el año 1791, tras el regreso de Bligh a Inglaterra, el Almirantazgo británico envió al Océano Pacífico, a las órdenes del capitán Edwards, una fragata, La Pandora, armada con veintitrés cañones con una tripulación de ciento sesenta hombres, con órdenes de apresar a los amotinados del buque Bounty y regresarlos secretamente a Inglaterra.
Pero Fletcher hacía mucho tiempo que había calculado esa posibilidad y una apacible noche de la Polinesia, mandó desplegar velas al buque fantasma, zarpando de Tahití para no regresar jamás. De los veinticuatro hombres de la tripulación, dieciséis prefirieron quedarse en tierra y sólo embarcaron sus más fieles subordinados. Fletcher Christian nunca había tenido la intención de permanecer en Tahití, sino alejarse lo antes posible de las rutas más frecuentadas por los navíos de su Graciosa Majestad británica. Repostado de agua, víveres, algunas cabezas de ganado y con algunos indígenas que se unieron a la aventura así como doce tahitianas que se sumaron gustosas a los proscritos portando gran cantidad de cabras, cerdos y aves que abarrotaron las cubiertas y las bodegas. Los tres palos del Bounty, fueron vistos por última vez al noroeste del cabo Venus, en el extremo septentrional de la isla y nadie, desde entonces volvió a ver al barco fantasma y su graciosa y estilizada silueta.
Desde marzo hasta agosto de 1.791, la fragata Pandora bajo el mando de Edwards recorrió el océano Pacifico, patrulló, exploró, buscó sin descanso, inspeccionó con extrema minuciosidad las tierras y los mares cumpliendo a rajatabla las órdenes del Almirantazgo británico. La expedición tuvo por único resultado el descubrimiento, en un atolón perdido, de un pedazo del mástil de mesana que llevaba al lado la inscripción Bounty. Una lancha con cinco hombres que recorrió los parajes fue sorprendida por una tormenta y, en medio de una espesa bruma, naufragó con todos su ocupantes.
En cinco meses de búsquedas, el Pandora sólo consiguió encontrar de los dieciséis marineros que se habían negado a seguir a Christian en su última aventura, a catorce imprudentes que permanecieron en Tahití y que habían tomado parte en la rebelión a su pesar. Entre estos antiguos miembros de la tripulación del Bounty, cuatro perecieron posteriormente en un naufragio, y diez fueron llevados a Inglaterra.
Fueron juzgados por un Consejo de Guerra que presidía Lord Hood, vicealmirante de la Flota Azul, a bordo de un navío de su Graciosa Majestad británica, el Duke, anclado en la bahía de Portsmouth. El juicio duró del 12 de septiembre de 1.792 hasta el 18 del mismo mes. Tres de los acusados fueron reconocidos culpables del delito de piratería, reos de muerte y condenados a morir ahorcados.
Se trataba de tres marineros: Ellison, que estaba al timón en el momento del motín y que, por una ironía del destino, había intentado defender a los prisioneros en contra de Christian; Thomas Burkitt, que había entrado con Fletcher en la cabina del capitán y se había apoderado de Bligh; por último, John Milward que no logró probar su inocencia.
La ejecución de los condenados tuvo lugar el 28 de octubre de 1792 en Portsmouth, ante una numerosa asistencia de ingleses que se agolpaban en los muelles.
Fueron colgados en el palo mayor del Brunswick.
Un suceso casi increíble, aún para un juicio celebrado en aquel entonces, fue el hecho de que el capitán del Bounty, William Bligh, no participó en el proceso de Portsmouth. Había redactado un informe sobre los acontecimientos de abril de 1789 a bordo de su barco, informe que envió al Almirantazgo y que constituyó, casi sin variación, el acta de la acusación. Mientras tenían lugar los debates del consejo de guerra a bordo del navío Duke, Bligh ni siquiera se encontraba en Inglaterra.
Más de tres años y medio habían transcurrido desde el motín del Bounty, y el buque en rebeldía seguía sin aparecer; su paradero constituía un misterio indescifrable.
Fletcher Christian y sus compañeros de viaje, verdaderos autores del motín de 1.789, desafiando todas las pesquisas habían escapado a la justicia de su país y a la amenaza lanzada contra ellos por el capitán William Bligh. El tenebroso misterio que envolvía la odisea del diabólico barco fantasma que recorría los mares del sur se hacía más impenetrable a medida que transcurría el tiempo y pasaban los años. Muchos daban por seguro que el barco se había hundido, o que quizá, alguna tribu hostil había dado muerte a Fletcher y a sus hombres. Muchas eran las conjeturas sobre la suerte y el paradero de aquellos amotinados. Incluso llegó a suponerse que recorrían los mares del Sur como piratas sembrando de muerte y desolación aquellos parajes, aunque no era esta una posibilidad que pudiera sostenerse mucho tiempo dada la frecuencia del tráfico marítimo.
En Europa la opinión había evolucionado. En un principio la noticia de la revuelta de Fletcher Christian y sus hombres provocó una enorme barahúnda de ideas y suposiciones. Pero fue más tarde, cuando William Bligh publicó su relato en Paris y Londres en 1.792 y si bien, en principio, aumentó la indignación durante algún tiempo, en aquel momento y en ausencia de su principal acusador, cuyo testimonio debiera haberse confrontado con el de los acusados, se abrieron los debates de la corte de Portsmouth; las revelaciones que se hicieron en él fueron demoledores para la buena fama y la credibilidad del capitán del Bounty. Sin embargo, pese a la sentencia y ejecución de los tres jóvenes marinos, ésta opinión no varió.
Pero, mientras tanto: ¿Qué había ocurrido con el barco fantasma?
Después de abandonar Tahití, Christian y los treinta y cinco pasajeros del barco, hombres y mujeres, europeos y tahitianos, navegaron durante varios días de archipiélago en archipiélago. Por último Christian tomó una decisión. Acababa de acordarse de la descripción hecha, unos quince años antes, por el navegante inglés Philip Carteret, de un minúsculo islote abandonado al suroeste del archipiélago de Toaumotou, en las cercanías de las islas Garbier. Después de consultar las cartas marinas y comprobar que no existía tal islote en ninguna de ellas y sin pensarlo dos veces, ordenó aproar en aquella dirección.
A unas 1.300 millas de su punto de partida, los amotinados vieron surgir, en la superficie del Océano una roca escarpada, casi completamente inaccesible y protegida por una barrera casi infranqueable de arrecifes. Una pequeñas cala salvaje constituía su único acceso.
Fletcher Christian descendió a tierra con un marinero y, poco después, sus compañeros los vieron volver. El marinero saltaba delante de su jefe con grandes muestras de alegría y el mismo Fletcher mostraba un rostro satisfecho y alegre.
La isla, según les informó Christian, estaba completamente desierta, sin la menor traza humana y habían encontrado agua, árboles frutales, bosques, una tierra al parecer cultivable y algunas cavernas. Era muy difícil anclar en alta mar, el desembarco, incluso mediante frágiles embarcaciones, tan arriesgado, y el relieve de las montañas en el interior tan escarpado y difícil, que los proscritos no hubieran podido encontrar asilo más seguro ni soñar con un refugio que se adaptase mejor a sus designios.
Al pisar aquella tierra ingrata y salvaje, Christian y los demás personajes del drama de 1.789 no ignoraban, naturalmente, que de este modo se despedían para siempre del resto de la humanidad.
En adelante, nueve ingleses rebeldes, perseguidos por las leyes de su país, debían renunciar a la esperanza de volver a ver otros rostros que los de los hombres y mujeres dispuestos a compartir su suerte y la de los hijos que nacieran de ellos. Hasta el final de su vida y bajo pena de muerte, sus ojos no verían más que una línea de mar azul a lo lejos, a sus pies una costa escarpada y sobre su cabeza las copas oscilantes de los árboles tropicales, balanceándose en un cielo de destierro; todo ello constituía su libertad, su nueva patria y también su castigo.
En cierta manera el barco fantasma los había llevado a una vida de infierno y su reino iba a convertirse en su prisión. No habían pasado aún tres años y ya solamente cuatro de ellos habían sobrevivido a las rivalidades por las mujeres, a las luchas y al crimen. El mismo Christian, el gallardo e intrépido teniente del Bounty, había sucumbido.
Había tenido un hijo, el primero que nació en el islote. No obstante, y a pesar de tener todos su mismo origen, los relatos varían en lo que respecta a las circunstancias de su muerte. Unos aseguran que, atacado de locura, se precipitó desde lo alto de un acantilado, versión que no se sostiene pues no era Christian hombre de nervios flojos; según otros, habiendo ejercido sobre sus compañeros una especie de dictadura que recordaba a la de Bligh, había despertado la ira y el odio de sus compañeros, lo que aún es menos creíble dado el carácter que demostró ante el dictatorial William Bligh; la versión más en consonancia con su personalidad es la de que muriese asesinado mientras trabajaba en el campo a causa de los celos de un tahitiano. Tenía Fletcher el día que murió asesinado, veintinueve años.
Habían de pasar veinte años antes de que un capitán norteamericano enviara en 1.808 un informe a Sir Sydney Smith, jefe de la base inglesa establecida en Brasil. El capitán señalaba en su informe que, navegando por los mares del Sur llamó su atención una pequeña isla parecida a una gran roca cubierta de vegetación.
La roca se encontraba, aproximadamente, a quinientos kilómetros del archipiélago de las Gambier, y el capitán había indicado exactamente su posición, que estableció en 25º de latitud Sur y 130º de longitud Oeste, pero esta isla no figuraba en ningún mapa. Intrigado el capitán había hecho bordear con su navío la costa, y se había acercado a tierra todo lo que le permitieron los peligrosos escollos tan agudos como agujas. Pero el mayor asombro lo tuvo cuando, del fondo frondoso de la isla misteriosa, vio elevarse hacia el cielo una columna de humo, impulsada por la fresca brisa del mar.
Hacia finales de 1825, un poco antes de su muerte, un sexagenario fuerte y corpulento, de rostro curtido y arrugado, que conservaba aún hábitos de la Marina de guerra del rey Jorge III, había revelado a un oficial inglés, el capitán Beechey, el secreto de la isla Pitcairn.
Este hombre, conocido por los habitantes de la isla como Aleck y que había declarado llamarse John Adams, se llamaba, en realidad, Alexander Smith y era el último superviviente del motín del Bounty.
El capitán Beechey observó con satisfacción que Smith se quitaba respetuosamente el sombrero y permanecía descubierto cada vez que se dirigía a un oficial de Su Majestad, sin dejar nunca de llevarse la mano a la sien en señal de deferencia hacia un superior.
Smith indicó a Beechey comandante del Blossom, que exploraba el Pacífico remontándolo hacia el estrecho de Behring la existencia de una pequeña bahía en la costa norte de Pircairn. En aquel lugar, una mañana de invierno, treinta años antes, desembarcaron los amotinados del Bounty; allí en medio de las rocas que lo rodeaban, el 23 de enero de 1.790, el navío, embarrancando al abrigo de una muralla de batientes, había sido incendiado por el marinero Matthew Quintal, que prendió fuego al almacén de carpintería, y después hundido por la tripulación para escapar, de este modo, a las investigaciones de la policía marítima y así borrar las huellas del delito cometido por los nueve hombres que condujeron al barco fantasma hasta aquel paraje.
Pero ni Beechey ni sus oficiales, ni nadie después de ellos, se había arriesgado a comprobar la afirmación de Alexander Smith, alias Adams, que murió en 1.829.
No fue hasta 1.957, cuando el periodista norteamericano Luis Marden se dedicó allí a la pesca submarina que, durante una inmersión, descubrió a poca distancia de la costa montañosa y salvaje, el casco sumergido y calcinado de un pequeño buque cuyos restos, a los martillazos del americano, desprendieron bajo el agua abundantes vapores carbonosos.
Con ayuda de algunos indígenas, Marden sacó a a la superficie algunos restos del naufragio: planchas de acero, clavos, roblones, escálamos, que una prolongada inmersión había recubierto de incrustaciones de coral. Según los cálculos de Marden, los restos carbonizados de Pitcairn, debían remontarse a finales del siglo XVIII. No se había equivocado. Todo cuanto quedaba de una grandiosa balandra de tres mástiles, con una capacidad de carga de doscientas treinta toneladas aproximadamente, estaba allí, entre las rocas escarpadas de una isla polinesia, aproximadamente a medio camino entre Australia y América del Sur.