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El orgasmómetro (4)

en Confesiones

EL ORGASMÓMETRO

Llegué al cuarto de control de seguridad del chalet justo a tiempo de ver como se quitaban aquella especie de tricornio que representaba la toca, y aquí surgió mi primera sorpresa, Tenían el pelo cortado como el de un muchacho. Paulina era morena, Angélica, rubia.

Cuando comenzaron a despojarse del hábito miré con atención las pantallas notando como mi erección palpitaba ante el espectáculo que me estaban ofreciendo. Las dos llevaban bajo el hábito una especie de camisón de un tejido parecido a la estameña corto hasta las rodillas. Paulina tenía unas piernas bien formadas algo huesudas en las rodillas pero las de Angélica eran verdaderamente las más perfectas que había visto en mi vida. No me extrañaba nada que el padre Damián anduviera detrás de aquel bombón, porque en realidad más que un bombón era una dulce golosina capaz de poner derecha la misma Torre de Pisa.

Paulina era la más rápida desnudándose, y cuando se quitó el camisón creí que alucinaba con las bragas y el sujetador que llevaba puestos. Del siglo XIX por lo menos. Sin embargo, cuando se quitó la prenda superior y sus cúpulas blancas de pezones morenos ya erectos a causa del deseo quedaron al aire, tuve que reconocer que, aunque un poco caídas, podía uno mamarle aquellos pezones y aquellas tetas hasta cansarse, porque bien se lo merecían. Claro que de aquel placer ya se había encargado de cuando en cuando el padre Damián.

La tenía de espaldas y las nalgas se veían magníficas. En vez de bragas llevaba pololos con puntillas y fue entonces cuando recogió el hábito y la combinación de estameña del suelo para colgarlo con mucha delicadeza en una percha del armario. Al darse la vuelta pude comprobar que los pololos tenían una mancha de humedad considerable entre los muslos, lo que me pareció signo de que la mujer ya se había corrido con el moviendo de sus muslos sentada en el sofá. Al quitárselo, el Delta de Venus, negro y brillante, vino a confirmar lo que ya sospechaba… que se había corrido más de una vez. La vi dirigirse al baño y encendí la cámara para ver como abría el grifo del lavabo, cerraba con el tapón y ponía bajo el agua la prenda, lavándola meticulosamente.

Entonces dirigí la vista hacia la pantalla de Angélica y se me alteró la sangre al verla con los mismos pololos, unos muslos divinos, macizos, rotundos, de una suavidad de raso y unas tetas redonditas y derechas desafianzo la ley de la gravedad, de areolas rosadas y pezones más oscuros pero también ya enhiestos a causa del deseo contenido. Cuando se quitó los pololos lo hizo a un lado de la ventana, de cara a la disimulada cámara. No tenía ninguna mancha de humedad en ellos, posiblemente tampoco tenía el temperamento ardiente de Paulina. Su Delta de Venus era pequeñito y de un rubio de trigo maduro, de escaso rizos que dejaban ver el principio de los gordezuelos labios de la vulva. La estrecha cinturita enmarcaba la rotundidad de las curvas de sus caderas.

Tenía el cuerpo perfecto, un cuerpo de mujer en sazón magníficamente esculpido, digno de una escultura de Fidias. Toda ella era la quinta esencia de la feminidad. Lo mismo que Paulina colgó los hábitos y las prendas con meticulosidad de convento dentro del armario. Sus nalgas, duras y prietas, ligeramente respingonas eran una tentación demasiado viva y me reiteré en mi deseo de desvirgarla en cuanto se hubiera duchado.

Se quedó de pie mirando los vestidos de mujer y revolviendo con curiosidad muy femenina los modelos que, por supuesto, eran todos de minifalda. Sacó uno rojo y con él en la mano se lo puso delante y se miró en el espejo dándose vuelta a un lado y al otro y abriendo la boca y los ojos como si estuviera escandalizada. Volvió a mirar al armario; colgó el vestido rojo y escogió otro de color rosa con la minifalda a tablas que se probó también poniéndolo delante del cuerpo.

Estaba tan bonita con aquel vestido que tuve deseos de hablarle a través del micro para que se decidiera por el, pero me contuve a tiempo. Hubiera sido un error. Finalmente se puso el vestido. Le sentaba como un guante y sus espléndidos muslos permitían imaginar el precioso templo de Venus que se sostenía sobre tan bellas columnas. Se ladeaba a un lado y al otro para comprobar el efecto. Finalmente volvió a quitárselo, lo dejó sobre la cama y caminó hacia el baño sin dejar de mirarlo. Le había gustado como le sentaba y me sentí satisfecho de que pensara lo mismo que yo.

Al mirar el monitor de Paulina comprobé que ya se había metido en la bañera y tenía en la mano la manguera de la alcachofa. Abrió el gripo del agua fría y tuvo un escalofrío por lo que reguló el mando hasta que el agua perdió la frialdad. Se duchó desde la cabeza hasta los pies escogiendo un gel de avena para la cabeza que se lavó con minuciosidad. Luego, escogió otro Magno clásico de La Toja para el resto del cuerpo que pronto lo cubrió de espuma. Sus manos se entretuvieron entre los muslos más tiempo del normal y supuse que se estaba masturbando porque en poco tiempo empezó a estremecérsele el vientre, se mordía los labios, tenía los ojos los ojos semi cerrados y la mano moviéndose suavemente sobre el clítoris. Echó la cabeza hacia atrás cuando alcanzó el punto álgido del clímax que no le duró mucho tiempo.

Luego se quitó todo el jabón con el agua de la ducha y vi que se tumbaba en la bañera sin dejar la alcachofa. Con dos dedos de la mano izquierda se abrió la vulva dejando al descubierto la carne rosada de su intimidad. Puede apreciar el pequeño botón del clítoris totalmente endurecido sobresaliendo de su capuchón como un diminuto pene y sobre él dirigió el agua de la alcachofa y de nuevo volvió a estremecerse y a morderse los labios. El afrodisíaco estaba produciendo en ella más efecto del que yo imaginaba o quizá Paulina tenía un temperamento tan ardiente como el mío. Con la fuerte lluvia de la ducha recorrió lentamente la vulva abierta de arriba abajo y de abajo arriba varias veces, hasta detenerse, definitivamente, sobre el excitado clítoris. Supe que aquel juego duraría un buen rato. Así que volví sobre el monitor de Angélica.

Estaba acabando de ducharse. No parecía que se hubiera masturbado, pero si se acariciaba los pezones y el coñito por encima de los suaves rizos rubios, pero sin abrirse la vulva. Cerré los monitores y me dirigí a su habitación rápidamente. Al entrar en el baño se asustó tapándose azorada pechos y sexo con un brazo y la mano, mirándome con sus bellos ojos azules con cierto temor. Preguntó sin acordarse de cerrar el agua:

-- ¿Puedes darme una toalla?

-- No – respondí serio – Quiero secarte yo

Cerré la ducha. Me despojé del albornoz y de nuevo parpadeó al ver mi erección. La tomé por la cintura y escondió la cara en mi hombro rodeándome el cuello con los brazos, susurrándome mientras la llevaba al dormitorio con la verga palpitando entre su vientre y el mío.

-- Me harás mucho daño. Es la primera vez.

-- No te haré ningún daño, Angélica, no tengas miedo. De momento sólo quiero secarte – comenté al dejarla sobre las sábanas.

-- Las toallas están en el baño.

-- Yo te secaré con la lengua, mi dulce niña.

-- ¡Oh, Dios mío! ¿Que vas a hacer?

Me acosté a su lado sin responderle y la besé intentado introducir la lengua en su boca, pero ella permanecía con sus labios firmemente apretados. Cuando le acaricié el casi imberbe sexo separando los cerrados labios de la vulva oí el leve chasquido de los labios al separarse. Quiso decir algo y fue entonces cuando encontré su lengua, pequeña, sabrosa y dulce como el arrope. De momento no respondió, pero bajo las caricias de mi mano, empezó a jugar con mi lengua igual que yo hacia con ella. Cuando de nuevo rodeo mi cuello con sus brazos supe que estaba ardiendo de deseo. Sus tetas, como dos duros pomelos los sentía presionándose contra mí pecho, movida por su deseo de entregarse completamente. Bajé la cabeza para mamarlos con toda la boca rozando con la lengua plana los duros pezoncitos. La jovencita suspiró y gimió, arqueando el cuerpo, arañando mi pelo con sus finos dedos.

Fui bajando mientras lamía toda la carne húmeda deteniéndome en su ombligo con la punta de la lengua y seguí bajando por la leve curvatura de su liso y satinado vientre hasta alcanzar su Arca de la Alianza. Con dos dedos separé de nuevo los gordezuelos labios y el leve chasquito sonó de nuevo como si estuviera partiendo una pequeña ramita de abedul. Su carne íntima de un fuerte color rosa sanguínea. Lamí toda la vulva abierta con la lengua de arriba abajo y la oí murmurar:

-- Oh, no, no hagas eso, por favor.

Apoyándome en un codo, me levanté para preguntarle:

-- ¿Por qué? ¿No te gusta?

-- No sé, me pone nerviosa y es indecoroso

-- ¿Indecoroso, mi niña? ¿Por qué? A mi me gusta, todo lo tuyo me gusta. ¿Esto no es tuyo?- pregunté apretándole suavemente el duro botoncito de clítoris.

-- Si, pero…

-- Tu déjame hacer, verás que gusto tendrás.

Volví a poner la boca sobre su clítoris chupándolo suavemente y titilándolo con la lengua, Noté como se arqueaba de placer y sus dedos se engarfiaban en mis cabellos. Volví a levantarme para preguntar de nuevo:

--¿Te gusta o no te gusta?

Cerró sus preciosos ojos, para susurrar:

-- Si… me gusta, pero…

-- Entonces disfruta, quiero beberme el néctar de tu orgasmo.

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