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Crónica de la ciudad sin ley (10)

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CRÓNICA DE LA CIUDAD SIN LEY 9

No circulaban taxis, autobuses, coches particulares, motos, ni bicicletas. Los vendedores de helados, de periódicos y revistas, de perritos calientes y los limpiabotas habían abandonado sus chiringuitos. Las tiendas de comestibles, las de pret a porté, de confección en serie, tejidos, peluquerías, zapaterías, tiendas deportivas, charcuterías, y comercio en general habían cerrado sus puertas. La vida ciudadana se había paralizado completamente. Las calles estaban desiertas; no circulaban peatones ni se veían guardias urbanos poniendo multas a los autos aparcados en cuádruple fila. Sólo los bares, cafeterías y restaurantes se hallaban abarrotados de clientes mirando atentamente la televisión en el más absoluto y absorto silencio.

La expectación despertada por la entrevista de la presentadora de TV Internacional, señorita Fanny Hill, con el psiquiatra doctor Paniagua, mantenía a hombres y mujeres atentos a la pantalla. En los hogares, los maridos, comiendo pipas y bebiendo cerveza, mantenían la vista fija en la pequeña pantalla, mientras las mamás vigilaban que sus hijos pequeños no salieran de sus habitaciones, renegando de tanta expectación por parte de sus esposos y criticando a la presentadora Fanny Hill por haberse depilado la góndola porque, al fin y al cabo, ellas tenían una igual y no les hacían ni puñetero caso.

En aquel momento la presentadora de las puntiagudas tetas y la tanga al revés se dirigió a los de mantenimiento y, al girarse, separó aún más sus magníficos y excitantes muslos enseñando la góndola en todo su rosado esplendor mientras el pezón izquierdo asomaba indiscreto y erguido de la escotada blusa. Comentó dulcemente a los especialistas de la cadena:

-- Por favor, pónganle más cubitos de hielo en la palangana al doctor Paniagua y traigan un par de toallitas de bidé que éstas ya están quemadas.

Entonces habló el doctor Paniagua para comentar con voz agónica:

-- Y que traigan también una barra de hielo de medio metro envuelta en plástico.

-- ¿Por qué envuelta en plástico Doctor? -- preguntó la mojigata presentadora adelantando el busto para enseñar también el pezón derecho.

-- Para no mojarme los pantalones – respondió el sofocado psiquiatra.

-- ¿Es que se le quema algo, doctor? – sonrió amablemente la presentadora

-- Todavía no, pero habrá un incendio si no lo sofoco antes de que arda el tergal.

-- Entiendo – comentó la presentadora echando un vistazo a la entrepierna del doctor, mirando luego los papeles que tenía sobre los muslos – Bien, el caso es que nos va a hablar usted ahora de… a ver, déjeme echar un vistazo.

El doctor la miró ilusionado comentando:

-- ¿Y no pone un biombo delante de la cámara?

-- ¿Un biombo para qué?

-- Comprenda que si tengo que sacarla…

-- ¡Ah, no, no, doctor no saque nada! Quería decir un vistazo a los papeles.

-- Vaya, perdone mi confusión – comentó desilusionado el psiquiatra.

-- Lo comprendo. Decía que nos iba usted a hablar del Pornocrimen ¿No es eso?

-- Si, si, en cuanto llegue la barra de hielo hablaremos del Pirnocromen, perdón, Pornocrimen. Es que se me lengua la traba porque no se puede estar en la procesión y repicando la campanas y si no viene pronto esa barra de hierro…

-- De hielo, querrá decir…

-- Eso, de hielo, porque de hierro ya la tengo.

 

 

******************

 

Ululaba la sirena del coche patrulla atronando las silenciosas calles de la ciudad. Chirriaban las ruedas sacando humo contra el ardiente asfalto al girar el conductor a velocidad de vértigo en ángulo de noventa grados de una calle a otra. Patinaban las ruedas traseras por el exceso de velocidad, pero la pericia del conductor lograba enderezar el auto golpeando algunos vehículos a izquierda y derecha, según en qué sentido tenía que girar. Finalmente, la sirena se detuvo con un estertor mustio al detenerse el auto policial delante del número 27 de la calle de La Higa.

Ponciano Vargas oyó la sirena y salió de puntillas del comedor procurando que no lo oyeran desde la cocina. Con el oído pegado a la puerta escuchó como el policía subía de dos en dos las escaleras y antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre, abrió la puerta encontrándose frente a un uniformado oficial sudando a mares, abanicándose con un pay-pay de colores y una cámara fotográfica colgada del cuello.

-- ¿Es usted Ponciano Vargas? – preguntó el oficial

-- Si, yo soy, pase, pase, por favor – comentó Ponciano en voz baja

Entró el policía abanicándose. Ponciano se puso un dedo en los labios para comentar en un susurro:

-- No grite, puede oírlo el gigante.

-- ¿Las está violando ahora?

-- Creo que no. Ahora están preparando la cena.

-- ¿Pero están desnudos?

-- Eso, si. Seguro que están desnudos.

-- ¿En la cocina hay buena luz?

-- Supongo que si. Hay dos tubos fluorescentes de 40 watios.

-- ¡Vaya por Dios! – exclamó el policía pesaroso

-- ¿Qué pasa ahora? – quiso saber el señor Ponciano.

-- Que con 80 watios no tendré luz suficiente. ¿No tendrá usted un flash por casualidad?

-- No, no tengo, ¿Pero como es que ha venido sin flash?

-- Si que lo he traído, pero lo olvidé en el coche patrulla. Vaya usted mismo y pídaselo a mi compañero. Yo me quedo vigilando.

-- Pero ¿por qué no lo detiene ahora mismo?

-- No puedo detenerlo sin pruebas. El juez me pedirá evidencias de las violaciones y por lo menos tengo que enseñarle las fotografías

-- Claro, no había caído en eso. Voy a por el flash. Pero tenga cuidado que es muy peligroso.

Cerró la puerta con suavidad y de inmediato volvió a abrirla para preguntarle en un susurro:

-- ¿Tiene la pistola cargada?

-- Espere a ver… -- sacó el revólver de la funda y con un golpe secó abrió el tambor comprobando la munición -- ¡Vaya! Están gastados. Ahora que me acuerdo los disparé en la caseta del tiro al blanco de la feria para conseguirle a mi sobrina una muñeca. Dígale a mi compañero que le dé también un tambor nuevo.

-- ¿Es que va a detenerlo a toque de tambor?

-- No, hombre, no, pídale lo que le digo que mi compañero ya sabe lo que es.

-- Pero ¿Y si sale el gigante con qué lo detendrá?

-- No se preocupe, señor Vargas, aún tengo la porra – indicó el oficial de policía enseñándosela.

No muy convencido, Ponciano cerró la puerta definitivamente y bajó las escaleras de puntillas. Las luces blancas, rojas y azules parpadeaban intermitentes sobre el soporte de la baca del coche patrulla detenido en medio de la calle, pero dentro no había nadie. Ponciano comprobó que las puertas estaban cerradas. Sin embargo pudo observar que sobre el asiento trasero estaba el flash de la máquina fotográfica. Volteó el coche varias veces mirando con las manos como anteojeras sobre las ventanillas, intentado ver el tambor. Quizá estaba dentro de portaequipajes porque, desde luego, dentro del coche no estaba. Y de pronto oyó que alguien le gritaba desde la otra acera:

--¡Eh, que busca usted ahí!

Se giró a mirar quien le gritaba y vio asomado a la puerta del bar al oficial de policía compañero del que estaba en su piso. Se acercó corriendo para explicarle la situación. El policía le entregó las llaves advirtiéndole:

-- Recoja el flash, está en el asiento trasero.

-- Si, ya lo he visto, oficial, pero ¿Y el tambor?

-- No tengo más que el mío, de modo que dígale a mi compañero que se arregle como pueda. Y tráigame las llaves de inmediato. ¿Lo ha entendido?

-- Por supuesto, señor oficial. Ahora mismo se las traigo.

Sudaba como un fogonero cuando de nuevo abrió la puerta del piso. El policía ya no estaba en el pasillo, pero oyó voces en el interior y supuso que el gigante ya había sido arrestado y sólo faltaba hacerle las fotos para que el juez lo enviara a la cárcel. Sin embargo, al entrar en la cocina la encontró vacía y se dirigió al comedor quedándose sorprendido al ver la mesa preparada para seis personas. Uno de los asientos estaba vacío. Los otros asientos estaban ocupados por cinco personas desnudas: Su mujer, su hija, el policía Faustino, y el gigantesco Leo que con el ceño fruncido le espetó:

-- Pero, ¿Aún no te has duchado?

Ponciano agachó la cabeza, pasó al lado del policía desnudo y dejó el flash sobre la mesa, encaminándose luego al cuarto de baño pensando que aquella ciudad no tenía solución.

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