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Impresiones de un hombre de buena fe (2)

en MicroRelatos

“La mujer como elemento indispensable para la respiración”.

El título de esta obra de Enrique Jardiel Poncela, siempre me ha parecido exagerado, porque, el hombre puede desarrollar los trabajos domésticos más rápido y mejor que cualquier ama de casa, y si no, lean:

Esto de no tener fámula no es tan gran problema como yo me imaginaba. Hace más de quince días que, acabados mis compromisos familiares, regresé a mi piso de Valencia y, después de abrir las tres cerraduras de la puerta blindada, metí la cabeza dentro del recibidor escuchando atentamente por si oía a la maldita súcubo que me martirizó cuando vivía con Lina y la jovencita fámula Carla. Como no escuché nada, di por supuesto que, harta de soledad y de no poder hacerme la puñeta con sus invisibles pero continuas y molestas ingerencias verbales y ectoplásmicas, se había largado: Hasta ahora estoy más tranquilo de lo que estuvo Dinio con Marujita Díaz.

A mi me encanta la limpieza y, dado que vivo solo sin perro que me ladre ni mujer que me acompañe, me hago la colada, extiendo el mocho por el piso dejándolo como un espejo, aspiro el polvo, paso el plumero por los muebles con cuidadoso esmero, limpio los platos todas las semanas, que para eso está el lava vajillas, en fin, que vivo la mar de feliz.

Bueno, todo hay que decirlo, vivía feliz hasta esta mañana cuando se me ocurrió hacer una limpieza en profundidad que había estado aplazando de un día para otro desde que llegué.  Después de limpiar mi despacho a conciencia, adecentando incluso el cenicero, abrí la ventana para que se oxigenara la habitación y desapareciera el humo. Fue entonces cuando me di cuenta que la alfombra que tengo bajo los pies en invierno, estaba sucia como el palo de un gallinero. Sin problemas.

Enchufé la aspiradora y, aguantando la alfombra con el pie para que no se la llevara la fuerza de la aspiración ya que el aparato es muy potente, pasé y repasé el confortable felpudo de proa a popa y de babor a estribor, pero tan potente es el puñetero aspirador que, en una de las  esquinas, se tragó media alfombra y, mientras estiraba para desatascarla, a pesar de que estaba enchufado, se detuvo el artilugio. Estiré del cable porque es lo lógico y, para mi sorpresa, después de soltar un chispazo de tormenta veraniega, la vivienda se quedó sin luz.

Otro en mi lugar se hubiera puesto nervioso. Yo no. Además, estoy acostumbrado a quedarme sin luz de noche y en pleno océano, cuando el generador principal decide que ha trabajado bastante y que va siendo hora de que empiece a trabajar el secundario que para eso está. Como no hay mal que por bien no venga, al quedarse sin corriente eléctrica, el aspirador soltó la alfombra tan rápido como si la hubiera vomitado. Una vez más me auto convencí de que el hombre puede realizar las faenas caseras, de las que tanto se quejan las mujeres, con la misma facilidad que ellas y sin tantas alharacas, ni declaraciones de igualdad de oportunidades o el correspondiente cupo de paridades en cualquier empleo gubernamental.

Así que me senté tranquilamente en mi sillón giratorio de ruedas de goma, encendí un cigarrillo parsimoniosamente y me dediqué a pensar en la situación con detenimiento, analizando pormenorizadamente los pasos a seguir:

A saber:

Encajar la tapa del cajetín estaba chupado; conectar la luz, más chupado aún; volver a conectar el aspirador, cosa de niños. Acabé el cigarrillo y para no ensuciar el cenicero me fui a la cocina y apagué la colilla con un chorrito de agua tirándola al cubo de la basura. Todo funcionó tal y como lo había calculado, excepto que el aspirador no quiso ponerse en marcha. Esto, en principio, tampoco era demasiado grave. Lo que hay que procurar es no ponerse nervioso porque entonces es cuando todo sale mal.

Mira, lo que tienes que hacer – me dije – es bien fácil: desmontas la bomba aspirante esta, le cambias el fusible, y problema resulto.  Por extraño que parezca no funcionó. Seguramente, - pensé – se ha quemado el inducido. Cambiar el inducido de un rotor ya es algo más complicado, porque primero hay que desmontar todo el aparato. Resultó fácil. Ni diez minutos me costó tener todas las piezas desparramadas en la alfombra. Como todas estaban en perfecto estado y las conexiones también, volví a montarlas en el mismo orden que las desmonté, y aunque me sobraron tres o cuatro que no les vi utilidad alguna, las metí en una bolsa y guardé el aspirador en el trastero.

Ahora bien, yo tenia que acabar de limpiar la alfombra porque, cuando de nuevo le eché una ojeada, me pareció más sucia que antes. A tozudo no me gana ni Mouriño, que ya es decir, porque mi amigo Rosendo es el hombre más tozudo de España y Portugal. Así que le dije a la alfombra muy seriamente: A ti te limpio yo aunque me cueste todo el día dejarte como una patena. Y así fue. La enrollé, me la cargué al hombro y me fui a la galeria que da al patio de luces, donde se encuentra mi flamante New Pol, de 800 revoluciones por minuto y que compré antes de que Lina y Carlita se convirtieran en dueñas y señoras de la vivienda; aunque ya le ha caducado los cinco años de la garantía, está prácticamente nueva.

Meter la alfombra por el ojo de buey fue fácil, porque para un hombre de recursos nada tiene dificultad. Así pues introduje la mitad, la doblé, y con un poco de técnica logré incrustar la otra mitad dentro del bombo. Como es sabido vale más maña que fuerza. Abrí el cajoncito de los ingredientes limpiadores, puse una abundante ración de Ariel que lava más blanco que la cal de España y le añadí un buen chorro de lejía, apreté el botón del encendido y, cuando vi que tomaba agua, me fui a duchar.

Escribí luego un par de cartas para la familia, me fumé dos o tres cigarrillos, porque el ordenador tira del tabaco con mayor insistencia que el alcohol y, cuando me pareció  que había transcurrido el tiempo suficiente de lavado, decidí colocar la alfombra en el tendedero de la galería.  Me pareció ver unas pequeñas volutas de humo por la parte trasera de la New Pol  pero, al fijarme en la numeración del lavado, vi que no había pasado del número 1, aunque seguía runruneando como si quisiera ponerse en marcha… sin embargo, permanecía inmóvil. Pasé al número 2, que tampoco le gustó, luego al 3, al 4, al 5 y al 6 sin que hiciera movimiento. Lo extraño es que agua no le faltaba porque el bombo veíase más que mediado. Aquí pasa algo raro, me dije.

Total que, después de mucho manipular arriba y abajo y apretar cuantos botones encontré en el panel, siguió empecinada en no funcionar. Terminé desenchufándola, puse una palangana bajo la puerta de apertura y al cabo de un tiempo la abrí. El agua cayó por todas partes, aunque alguna también en la palangana, pero para eso está el mocho y el cubo, así que en menos de una hora lo tenía todo seco otra vez.

He tenido que llamar a un experto; gracias a él, hemos conseguido sacar del bombo, tras no poco esfuerzo, la alfombra, que no fui capaz de  reconocer de tanto como había engordado. Estoy seguro que se le habían aflojado los nudos, porque de otro modo no me explico como pudo contraer tan extraordinaria hidropesía.

Aunque el técnico se mostró amabilísimo y me ayudó incluso a extenderla en el tendedero del patio de luces todo funcionó perfectamente; ahora, mojarnos, lo que se dice mojarnos, nos mojamos desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie y, pese a todo, sudábamos como fogoneros al acabar de extenderla. Sin embargo,  no fue capaz de hacer funcionar la lavadora pese a que lo intentó en repetidas ocasiones

Tras invitarle a un Marlboro por su cortesía, nos acercamos al radiador de la cocina para secarnos y, mientras nos ahumábamos mutuamente con señales de humo de tipo indio navajo, me fue informando de la grave enfermedad contraída por tan extraordinario artilugio. Por lo visto, se le había calcinado no sé qué circuito y tenía que llevársela para cambiarle todo el cerebro en el quirófano del Distribuidor. ¡¡Madre mía – pensé afligido – me va a salir la torta un pan!! Y ya que estábamos en plan confidencial y amistoso, le hablé de los problemas del aspirador cuya compra efectué en el mismo establecimiento. Le echó una mirada apreciativa, abrió la bolsa, y dijo que no funcionaba porque le faltaban piezas y yo dije que era culpa de mi sobrino que todo lo anda cambiando de sitio.

Se llevó la bolsa y el aspirador dejándome con la lavadora en la cocina mientras él iba a buscar una carretilla. Y allí me quedé mirando el gran ojo frontal del cíclope blanco en espera de su regreso. Cinco minutos antes de la una y media de la tarde apareció la carretilla con el técnico detrás, y él la carretilla y la lavadora desaparecieron de mi vista después de cerrar la puerta.

Acabé sentándome en uno de los sillones de mimbre de la cocina y dime en pensar y añorar la compañía femenina por culpa de Mábel, una rubia de ojos verdes, cuerpo de instrumento musical con clavijas que vosotros imagináis; me refiero a Mábel, no a las clavijas, de la que creo que ya os he hablado así como de sus amigas Amparo y Sonsoles. De las tres, Mábel es, con mucha diferencia, la más bonita y, además, tiene una sonrisa fascinante y un cuerpo que para si lo quisiera el de Artillería.

También Amparo es muy atractiva y está bastante bien confeccionada. De Sonsoles es mejor no hablar porque, aparte de ser delgada como una espingarda, usa unos pantalones con la cintura tan baja que si no se le ven los rizos es porque se ha depilado el hangar del Columbia.

Este último comentario no quiere decir que yo no posea todas y cada una de las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que  son principio de otras en ellas contenidas; las expondré,  en un escrito según ordena la escolástica, cuando consiga recuperar la lavadora y el aspirador. Si ven que no aparece el artículo den por hecho que he tenido que vender el ordenador para pagar la factura de la reparación.

 Y como ya era la hora de almorzar me fui al Restaurante Mouriño con la esperanza hablar con a esa preciosidad de los ojos verdes, Mábel, de la que me parece que ya les he hablado en un anterior escrito. Su carita, su melodiosa voz, y su cuerpo de ánfora romana hacen de ella una muchacha tan femenina que estoy seguro que tiene la mitad de testosterona que las demás mujeres

Y, sí, tuve la suerte de poder sentarme a su lado, mientras degustábamos un sabroso plato de bacalao a la gallega.

Como se me hace tarde, mañana les contaré sobre qué versó nuestra conversación, pero ya les adelanto que creo que estoy enamorado.

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