La maja medio desnuda.
La verdad es que entré en la cafetería por obligación. No tenía sed, ni apetito y por más que intento hacer memoria A ver, esperen un momento
Pues no , no hay manera. Ustedes perdonen, soy algo despistado. Sólo recuerdo que estaba muy cabreado y que tenía la vejiga a punto de reventar prácticamente, me estaba orinando.
Atravesé el local casi corriendo; cuando entré en el servicio ya tenía la herramienta en la mano. Sin embargo, me detuve en seco muy sorprendido, tan sorprendido que ni siquiera le dije buenas tardes, quizá porque tenía las bragas en las rodillas y la faldilla en las caderas. Secaba su excitante y depilado sexo con papel higiénico y, al acabar de limpiarse levantó la cabeza. Al verme allí plantado con la pirola en la mano y la boca abierta, se detuvo y me preguntó:
-- ¿Qué hace usted aquí?
Y le dije la verdad.
-- Orinar, si usted me lo permite. Estoy que reviento.
Con voz seca y una mirada azul Prusia me advirtió:
-- El servicio de caballeros está al final del pasillo.
-- No llegaré a tiempo. ¿Quiere levantarse, por favor? supliqué, apretándome el tubo para no soltar el chorro.
No se movió. Exclamó enojada:
-- ¡¡Sinvergüenza!!
Y yo respondí trémulo:
-- De aquí, desde donde estoy, y si tú lo determinas, te taparé el conqueorinas con el conqueorino yo.
Me acerqué al lavabo y aflojé la mano. Salió un chorro a presión que le salpicó la cara. Llorando de alivio, le ofrecí educadamente mí pañuelo:
-- Tenga, está limpio.
Los ojos azul Prusia miraron mi flauta mágica de reojo, pero no cogió el pañuelo. Recogió su bolso y se entretuvo en limpiarse la cara con una toallita de papel cuyo perfume percibí claramente. Se levantó poniéndose las braguitas. Con gran pesar por mi parte vi desaparecer los suaves y gordezuelos labios de su precioso estuche bajo el brillante y satinado tejido. Se bajó la minifalda hasta medio muslo, unos muslos en verdad excitantes, magníficos, superlativos; para lamerlos por su cara interna desde la rodilla a la ingle y, dado que soy lesbiano, el resto de la faena se la pueden imaginar.
-- ¡Miré lo que está haciendo, asqueroso! exclamó, taconeando muy erguida hacia la puerta.
Maldije las ganas de orinar; en aquel momento me la hubiera cepillado sin vacilar. Quería seguirla, pero el chorro seguía y seguía como si tuviera un pantano en la vejiga. Debido al alivio que sentía seguí llorando sin proponérmelo. Claro que, por mirar su precioso cuerpo de guitarra había mojado el espejo de arriba abajo y el rollo de papel higiénico estaba tan húmedo como si le hubiera pasado el Danubio por encima.
Al pensar en el Danubio me acordé que estaba en Viena. Cuando rememoré su fabuloso cuerpo y empecé a buscarla, nervioso y excitado, me la sacudí un par de veces, pero aún así me mojé la pernera del pantalón hasta el zapato antes de salir arreando detrás de ella.
No la encontré. Ya se había largado. Entonces si que me cabreé de verdad conmigo mismo y me pasé horas buscándola; incluso me subí en la noria del Prater por ver si la divisaba en la distancia. Pero nada.
Pero es que las mujeres son así, cuando se cabrean te hacen llorar incluso mientras orinas.
Claro que, por la noche, después de cenar, nos reconciliamos en la ancha cama del hotel dos o tres veces, porque para eso están los viajes turísticos con una compañera agradable. ¿No les parece?