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El pájaro de fuego

en Confesiones

EL PÁJARO DE FUEGO

 

— Voy a darme un baño -- comentó alisándose la minifalda.

El hombre se levantó del sofá cuando ella empezó a subir las escaleras. Se acercó al mueble bar. Sabía que intentarían matarlo aquella noche.

— ¿Quieres un whisky? – preguntó con voz sin emoción, cogiendo dos vasos de tubo del aparador.

Se giró a mirarlo desde lo alto de la escalera. La corta faldilla dejaba al descubierto casi todos los muslos hasta el nacimiento de las nalgas.

El sintió un ramalazo de deseo y se mordió los labios. Ella sonrió ante el deseo que vio en los ojos del hombre asintiendo con la cabeza y desapareciendo en el cuarto de baño del piso superior mientras él escanciaba dos generosas raciones de Jack Daniels.

Oyó correr el agua en el cuarto de baño y bebió un largo trago imaginando el espléndido cuerpo desnudo. De nuevo se sirvió más whisky y, con la botella en una mano y los dos vasos en la otra, se dirigió hacia las escaleras.

Se detuvo de repente frunciendo el ceño. Le pareció ver un resplandor en la oscuridad de la cocina. Se maldijo por haberse dejado la automática en el Porsche.

Depositó botella y vasos sobre la mesa del aparador, sin apartar la vista de la oscura cocina. De nuevo volvió a ver el resplandor y todo su cuerpo se puso en tensión. Pensó si Helga Hamsen tendría la pequeña Beretta todavía en el bolso y dirigió la mirada hacia el sofá. No podía verlo desde donde estaba, pero recordaba que la mujer había subido hasta el baño con las manos vacías.

Con la suavidad de un gato retrocedió hasta el sofá. Vio el bolso apoyado en la esquina del respaldo y levantó la solapa. La pequeña pistola brillaba entre infinidad de cachivaches de maquillaje, tabaco, perfume y pañuelos. La sacó quitando el seguro y con la misma suavidad caminó hacia la cocina.

Con la espalda pegada al ángulo de la puerta, alargó la mano para encender la luz pero el leve movimiento de las pequeñas llamas del calentador del agua aumentaron de tamaño de repente produciendo un nuevo fogonazo y comprendió de repente a qué se debía el resplandor. Encendió la luz comprobando que la puerta estaba cerrada por dentro con llave y cerrojo y, la cocina, tan solitaria como la primera vez que entraron en ella. Tan sólo se trataba del calentador del agua, no obstante, con la pequeña Beretta desvargó todos los proyectoiles del cargador volviendo a colocarlo vacío con un leve chasquido.

Se dirigió al garaje por la puerta interior recogiendo su automática, el silenciador y la sobaquera del vehículo y con ella colgada del brazo, devolvió la pequeña pistola al bolso de la mujer poniendo el seguro, recogió de nuevo la botella y los vasos subiendo hasta el baño.

Parado en el umbral contempló el hermoso cuerpo semi desnudo sentado en el taburete desabrochándose las hebillas del liguero que sujetaban las medias. De nuevo el deseo lo sacudió como un trallazo.

La mujer levantó la cabeza al cruzar las manos a la espalda para desabrocharse el sostén, le sonrió. La prenda cayó al suelo y los senos femeninos en forma de copa, firmes y duros, le apuntaron con descaro como dos globos de suave carne aterciopelada mientras se recogía la rubia melena en un moño en lo alto de la cabeza.

Él empezó a desnudarse con toda lentitud, como si estuviera efectuando un lascivo baile dedicado al espléndido cuerpo de la mujer desnuda que le observaba en silencio con los pulgares metidos entre la carne y el elástico de las diminutas bragas. Se quedó en esa posición sin dejar de mirarlo, como si estuviera esperando la completa desnudez del hombre para rematar la suya.

Se quitó el slip y dio un par de pasos hacia la mujer. La descomunal erección quedó a la altura de la cara de la joven que parecía fascinada sin poder apartar los ojos de la dura carne del hombre.

La acunó en la mano murmurando:

— Es hermosa

La bañera estaba más que mediada de agua humeante y ella alargó la mano hacia atrás comprobando con los dedos su temperatura. El hombre la levantó del asiento sin esfuerzo aparente cogiéndola por la cintura y quitándole las braguitas.

Ella enroscó las piernas alrededor de las caderas masculinas sosteniéndole la erección para dirigirla hacia su sexo. Pensaba que sería la última vez que tendría que someterse a sus caprichos.

El hombre sintió el húmedo calor femenino al ir encajándose despacio dentro de ella. La mujer ronroneó de placer abrazándolo mientras él se metía en la bañera sentándose despacio, sin soltarla.

Gravitó sobre él presionando las caderas. Tenía los muslos abiertos de par en par para permitirle alcanzarla en el fondo de la fuente de la vida.

Eres demasiado grande, mi amor -- le musitó al oído.

¿Más que Rudolf? -- murmuró él

Por la mirada que la mujer le dirigió supo que había dicho una inconveniencia, pero no le importó. Necesitaba saberlo, sentía deseos de hacerle daño y volvió a preguntar: No iban a engañarlo por segunda vez.

-- ¿Más que Rudolf?

Quiso separarse enfadada, pero él la sostuvo apretándola con fuerza por las nalgas y embistiéndola con un golpe de caderas, rápido y fuerte que originó un gesto de dolor en la cara de la mujer. Tuvo que morderse los labios para no gritar al sentirse golpeada violentamente en el útro por el descomunal falo-

.

— ¡Me has hecho daño¡ -- se quejó, pero dejó de luchar contra él apoyó la cabeza en su hombro PATRA que no viera la ira reflejada en sus ojos --Eres un animal, un... animal.

— Pero te gusta - seguía apretándola con fuerza.

Movió la cabeza en sentido afirmativo, respirando entrecortadamente y abandonándose por completo a las brutales caricias masculinas. Gritó de dolor cuando los dientes le mordieron con fuerza la areola del pezón y de inmediato clavó los suyos en el cuello del hombre hasta que él la separó violentamente.

Se levantó con ella entre los brazos. Tenía los ojos encendidos de ira pero ella no pudo apreciarlo hasta que la depositó en la cama y pudo ver su cara y la sangre que corría por su cuello. Por un momento intentó separarse pero, bajo la presión de los brazos y del cuerpo masculino, no pudo moverse. Tuvo que dejarse amarrar a la cabecera de la cama con sus propias medias.

— ¿Te has vuelto loco? -- comentó pataleando en su intento por desasir los brazos.

Sin contestar, el hombre le abrió los muslos tanto como le permitía la anchura de la cama de matrimonio, amarrándola por los pies al igual que había hecho con las manos. Preguntó enojada:

— ¿Qué intentas hacerme, Armando?

Tampoco le contestó, limitándose a mirarla esparrancada sobre la colcha en la misma posición que un San Andrés crucificado. Los intentos por desatarse sólo dieron por resultado que las ligaduras fueran apretándose más en torno a las muñecas y los tobillos. Desistió de seguir forcejeando.

El se sentó en la cama jugando con los suaves rizos de su pelo púbico inclinándose sobre su pecho para acariciar con los labios la señal que sus dientes habían dejado sobre la rosada areola del pezón y ella bajó la cabeza para mirarlo. Vio la sangre ya reseca de la pequeña herida casi circular dejada por sus dientes y pasó la lengua suavemente limpiando la herida hasta que la sangre desapareció.

Las caricias del hombre fueron haciéndose más intimas, más intensas. Obraba con una lentitud estudiada y desesperante, que le producía pequeños espasmos nerviosos e incontrolables.

— ¡Suéltame, por favor! -- le susurró al oído con voz pastosa.

Tenía ya el cuerpo curvado y tenso a causa del placer que le producían las caricias cada vez más íntimas con que la estaba fustigando. Se revolvía y temblaba con el frenético deseo de abrazarse al cuerpo que sentía apoyado contra el suyo, mirando con ojos hambrientos el enorme falo que le rozaba el pecho. Quiso acariciarlo y abrió la boca, pero no pudo alcanzarlo.

Cuando le abrió la vulva y rozó su clítoris, le sobrevino un orgasmo incontenible e interminable que la tensó como la cuerda de un piano mientras oprimía su sexo aleteante contra la succión de la boca masculina, aspirando el aire a bocanadas y girando la cabeza de un lado al otro con frenesí incontrolable.

Pasó la primera oleada y fue calmándose poco a poco, quedando finalmente quieta y exhausta sobre el lecho, pero no por ello cesaron las caricias del hombre que, minutos después, volvía a ponerla nuevamente en marcha hacia el éxtasis.

Fue a la mitad del tercer orgasmo que el hombre la penetró tan despacio, con tan desesperante lentitud que antes de juntarse sus vellos púbicos la había hecho explotar nuevamente.

Una hora después le suplicaba que no continuara. Estaba rota, desmadejada. La había cambiado hasta el color de los ojos; se le habían vuelto de un verde más claro, más líquido, como si el verde esmeralda se hubiera diluido en el placer de los orgasmos, transformándose en un fulgurante verde aguamarina.

Pero tampoco esta vez el hombre abandonó a su presa. Siguió bombeándola y acariciándola tan largo rato que de nuevo la mujer se acompasó a las embestidas del hombre.

Estaba alcanzando la sexta culminación cuando el hombre se apartó saltando de la cama y dirigiéndose hacia el lavabo. Le vio regresar con un tarro de su crema facial. Al pronto no comprendió sus intenciones pero, por la forma de mirarla supo de repente lo que le iba a ocurrir y se revolvió en sus ligaduras intentando de nuevo escapar pero él, sin hacer caso de sus palabras, le separó las nalgas untándola con crema profusamente.

Se puso de rodillas entre sus muslos, levantándola por las nalgas. El duro y grueso miembro se apoyó contra su ano.

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