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Olfato de perro (1)

en Confesiones

DESEO DE MACHO 1

¡Dios!, estaba empalmado como un garañón ante una yegua en celo, al ver como balanceaba sus adorables caderas de un lado a otro mientras bajaba caminado por el sendero de tierra que la conducía desde la taberna directamente hasta su casa.

Era una mujer irritable, casada y malditamente honesta. Pero él sabía que se debía a la agitación y tal vez incluso al temor que le había causado su presencia. Era instintivo de su parte ponerse así a la defensiva. Ella no lo sabía, pero sólo hacía que él la deseara más con su gruñona muestra de espíritu combativo.

Se movió silenciosamente, demasiado rápido como para que algún testigo pudiera rastrearlo; y había bastantes de ellos, tratando de observarlo detenidamente desde las ventanas oscurecidas. Siguió a la mujer hasta que llegó bien a su casa, desde una distancia en la que estaba seguro de que podría enmascarar su presencia, de sus sentidos realzados. Su pelo lo volvía loco de lujuria.

Era tan oscuro, tan rojo; como una cascada de sangre; colgando más abajo de sus hombros en capas que se rizaban ligeramente. ¿Era natural o teñido? Sus cejas eran más oscuras, casi negras, tal como sus pestañas. Su cutis era cremoso, pero no tan translúcido como lo tenían la mayor parte de las pelirrojas. Sin embargo sospechaba que ése era su color natural. Quería acariciarla con sus dedos, besarla, lamerla.

Quería saber si el pelo entre sus piernas era del mismo color. Quería besarla y lamerla allí también. Con un gruñido, Julián se acarició a sí mismo con la mano, apretando su marmórea y dura polla con un estremecimiento de perverso placer. Sabía que si ella le hubiera vuelto a mirar con esos deliciosos ojos azules suyos una sola vez más antes de alejarse, él se habría corrido en los vaqueros.

Era únicamente con un feroz autocontrol que había logrado no tomarla en ese mismo instante y delante de la muchedumbre curiosa que se había reunido para mirarlos. Sí, la deseaba. Y la tendría. Pero sería complicado cortejarla. Ella no iba a sucumbir y dejar que la tuviera sin luchar. El puto marido ausente, ahora era el momento, ahora o nunca.

Eso era aún más atractivo, el desafío que ella había puesto en su camino, más que cualquier clase de fácil rendición. Nunca sabría que él la seguía. Nunca sabría con qué facilidad se había convertido en su objetivo. Nunca lo sospecharía. Ella simplemente balanceaba aquellas caderas suyas, bajando por el camino, perdida en sus propios pensamientos. Lo había mirado una sola vez en la taberna, una mirada de despreciativo deseo. Lo sabía, podía olerla, como un perro huele a una perra en celo en la distancia.

Y una vez que su compañera hubo alcanzado su casa y cerrado firmemente la puerta detrás, ignorante de que la había seguido en cada paso, se detuvo. Cambió de dirección. Y se movió para andar con paso majestuoso silenciosamente hacia el borde del bosque, escondiéndose en las sombras, vigilando su casa. Esperando a ver lo que vendría después.

No había pasado ni una hora cuando oyó un golpe en la puerta. Lena abrió con un gruñido impaciente. Y jadeó al encontrarse mirando fijamente los hombros vestidos con franela roja y negra del hombre que se había encontrado esa mañana temprano. Sus hombros parecían más grandes ahora que hacía una hora escasa. Era desconcertante.

—¿ Qué fue eso?— exigió como si tuviera algún derecho a saber.

—¿ Qué?— ella se quedó muda de sorpresa al verlo tan nervioso.

— El hombre que acaba de salir de aquí,¿quién era?¿ Qué quería de ti?

Lena se tambaleó.

— Maldición, sal de mi propiedad, ahora mismo, psicópata— intentó cerrar de golpe la puerta.

Él puso su pie enorme y calzado en la entrada, impidiendo con eficacia que la puerta se cerrarse. Los dedos increíblemente largos de una de sus manos empujaron la gruesa madera otra vez, a pesar de su resistencia.

— Solo contesta a la pregunta – le brillaban los ojos de ira.

Lena giró a su alrededor, pisando fuerte en su frustración, sujetándose el pelo entre sus manos temblorosas.

— Maldición! Todo el mundo en este lugar está desquiciado, lo juro por Cristo.

Él la siguió por la habitación, y ella estaba demasiado enfadada, demasiado ofendida para reparar o preocuparse por él. Cuando finalmente lo hizo, ya era tarde para decir algo que cambiara la situación y él ya había cerrado la puerta encerrándolos juntos. La curva orgullosa de sus fosas nasales tembló, como si él oliera algo en el aire de su casa. Ella no lo sabía, pero podía él oler la humedad de su sexo, la humedad de su deseo.

-- Él no te tocó.

-- No era un violador o ninguna cosa parecida — resopló indignada — Es un amigo de la familia. No — se apresuró a corregir — esto no es de tu incumbencia.

Podía oler su miedo, incluso si era especialmente inteligente en ocultar esa emoción sobre su rostro. Por supuesto, ella estaba muy asustada por su comportamiento.

— Yo podría poseerte ahora, lo sabes.

— No, por favor, no lo hagas.

-- No lo haré, pero tú me deseas, como yo a ti, no lo niegues.

Había visto el calor en sus ojos. Había sentido la dura hinchazón de su pene, aun cuando seguramente todo ese bulto no había sido su pene, era demasiado enorme. Había oído su rápida inhalación mientras sus cuerpos se rozaban. Él la deseaba. Era una completa locura, no quería reconocer que lo deseó desde el primer momento en que lo vio.

—¿ Por qué estás aquí? — tenía que saberlo.

-- Ya lo sabes – respondió en tono brusco, enojado.

-- No, no le sé – deseaba verlo enfadado de verdad, lo deseaba y no sabía por qué, o sí, si lo sabía.

Él inhaló aire bruscamente y Lena no tuvo tiempo de regodearse por haber conseguido enfurecerle antes de que él la atrajera hacia sí y la besara. ¡ Maldito….!, pero sabía muy bien cómo besar a una chica. Sus labios eran increíbles. Suaves y duros al mismo tiempo, calientes, exigentes e increíblemente pecaminosos cuando se movían sobre los de ella.

Su lengua rozando la comisura de sus labios, unas veces halagando y otras demandando para que ella los separase. El calor húmedo de su boca y su lengua se hizo más potente y ella se abrió para él, permitiéndole rápidamente saborear más profundamente. Los dedos largos, ágiles se alzaron, enmarcando su rostro. Sus pulgares se acercaron a la comisura de su boca, forzándola a abrirla más.

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