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Tiberio Julio César, el crápula

en Textos educativos

TIBERIO JULIO CÉSAR, EL CRÁPULA.

 

Tiberio Julio César, nombre adoptado por este Emperador desde antes de serlo, o sea, desde que fue adoptado por Augusto para sucederle, puede que no hubiera pasado a la posteridad con el protagonismo con que lo hizo a no ser por, entre otras razones ganadas a pulso, ser el dueño del Imperio Romano en la época en que será ejecutado Jesús de Nazareth en la cruz.

También contribuyó a ser conocido por su morbosa conducta sobre todo tras su retiro en la isla de Capri, con su vida de crápula que, quiza hiperbólicamente, tan bien describió el historiador Suetonio. Además, Tiberio, que antes que emperador fue un excelente militar que luchó y ganó territorios para el principado de Augusto primero, y para el Imperio después, será en realidad el primer Emperador que lo fue de principio a fin, a diferencia de su padrino Octavio Augusto, que había empezado su mandato bajo el Principado, que era un régimen-puente entre lo anterior, la República Romana, y lo que será, muy pronto, el Imperio.

Nacido en Fondi (Palatino), como ya se ha dicho, Tiberio fue el segundo mandatario que usó el título de emperador de Roma tras Octavio Augusto. Alguien dijo que con Tiberio se inauguraba la serie de los emperadores monstruos, cuyos extravíos, en particular los de Tiberio, serían conocidos y, de alguna manera, aceptados e imitados por el propio pueblo.

Tiberio Claudio era hijo de Tiberio Nerón y de Livia Drusila, después mujer de Octavio Augusto, siendo adoptado por éste, al que sucedió ya en plena madurez (contaba 55 años) el año 14 en el trono imperial, con el nombre de Tiberio Julio César. Al nacer se presentaron algunos signos que el astrólogo Escríbonio interpretó en el sentido de que aquel niño tenía al destino de su parte y que llegaría a ser todopoderoso en la gobernación de Roma.

Fue adoptado por el senador M. Galio, quedando huérfano de padre a los 9 años. A diferencia de los astros, según los cuales el destino le reservaba un porvenir espléndido y triunfal, su profesor de retórica Teodoro de Gadara, vio en su pupilo algo muy distinto. Con sus propias palabras, su alumno era «lodo amasado con sangre».

Dueño de una robusta juventud y una belleza serena, Tiberio gozaba de una excelente forma física, que le hacía despreciar a los médicos y sus consejos. Era vegetariano, costumbre que no consideraba incompatible con la afición de excelente bebedor, que llegaría a límites extraordinarios a partir de su autoexilio en la isla de Capri.

Como se apuntó, Tiberio fue adoptado por Octavio Augusto y nombrado heredero junto a Marco Agripa Póstumo. Ambos eran buenos guerreros que lucharon juntos y sometieron a los panonios, después de lo cual, algún tiempo más tarde, Tiberio deportó y mandó asesinar a Marco y quedaba como único sucesor del primer emperador de Roma. Se había casado en primeras nupcias con Vipsania Agripina, con quien tuvo un hijo. Druso. Pero Octavio le fuerza al abandono de aquella primera esposa y le obliga a casarse con su propia hija, Julia.

Sin embargo su nueva esposa tampoco le duraría mucho ya que, debido a su vida disoluta y libertina, de acuerdo con Octavio, el esposo ultrajado agravará el destierro que le había impuesto el Emperador, prohibiéndole salir de su casa y —castigo particularmente muy cruel para el temperamento de Julia—, mantener bajo ningún concepto relaciones sexuales, y menos con aquel su último amante que no tenía empacho en exhibir en público, Sempronio Graco. Además, y aprovechando la oportunidad de la ausencia de la hija de Octavio, Tiberio acabó apropiándose del dinero y de las rentas de su segunda esposa a la que posteriormente también ordenará matar junto a su amante.

Tiberio había iniciado su carrera militar a las órdenes del que sería su suegro y protector, Octavio Augusto, combatiendo a los rebeldes cántabros en España, y a los armenios en el otro extremo del Mediterráneo. En este tiempo de servicio a Octavio, gobernó la Galia y guerreó en Germania.

Tras estas campañas militares, en las que desarrolló como excelente estratega, regresó a Roma, donde fue recibido multitudinariamente enarbolando las insignias del triunfo, nueva clase de trofeo y de premio inexistentes antes de él. Contra todo pronóstico, el general victorioso no se dejó llevar por el ambiente de euforia y decide abandonar la ciudad dirigiéndose, primero a Ostia y después a Rodas, llevando allí una existencia modesta y tranquila durante siete años.

En su autoexilio recibió la noticia de que su suegro lo había divorciado en su nombre de su hija, legalizando así la separación de hecho que ya existía entre los esposos. Después será nombrado tribuno por un lustro y, a su regreso a Roma, coronado de laurel, podrá tomar asiento junto al Emperador. Cuando Octavio Augusto muera, Tiberio estará junto a él, retardando el tiempo de dar la noticia al resto de la gente para poder desembarazarse de Agripa, su coheredero según deseo del Emperador fallecido.

Una vez cometido el crimen, entonces sí, Tiberio asumirá que es el nuevo amo de Roma. Tiberio, a pesar del primer crimen de su reinado, fingió no desear el ejercicio del poder, hasta el punto de sentirse verdaderamente presionado para que tomara el mando del Imperio, lo que aceptó, aparentemente, de mala gana. Una vez ante el hecho consumado, prosiguió su etapa de abulia personal aunque compaginó su aburrimiento con certeras medidas de gobierno tendentes a sanear la vida romana y, al mismo tiempo, pareció evidenciar su deseo de hacer feliz a su pueblo.

En este sentido son paradigmáticas algunas decisiones como, por ejemplo, la que prohíbe terminantemente que se levanten templos en su honor, o que se cincelen estatuas con su figura, o que se reproduzca su rostro en retratos, entre otras en esta dirección. Además, evita también que se le coloque junto a los dioses como una más de las divinidades. Admite las críticas y suyas son estas palabras: «En un Estado libre, la palabra y el pensamiento debían ser libres».

Poco adicto a las religiones, prohibió todas las foráneas, incluso la de Isis y la de los judíos, a los que sumó la persecución de los astrólogos, que con sus artes adivinatorias, sin duda pudieron ver la llegada de malos tiempos para sus lucrativas predicciones. En consecuencia, y a tenor de lo anterior, y aunque al principio demostró ser bastante hábil y prudente (de hecho, hay historiadores que intentan rescatar su lado positivo, y lo presentan como el más inteligente de los emperadores, gran trabajador y buen administrador, sin olvidarse de su buena disposición como guerrero), lo cierto fue que muy pronto se volvió un desconfiado patológico, lo que le convirtió en un ser de crueldad manifiesta.

También se entregó desde el primer momento, a la consecución de todo aquello que excitara y aumentara sus placeres, sobre todo los relacionados con el sexo, sin diferenciar el género de estos. Incluso llegó a crear el cargo de intendente de los place res, con la tarea única de buscarle carne joven y dispuesta que satisficiera su gula sadopatológica. Patología que se extendía a su crueldad incluso para con personas de su familia. Así, dejó morir a su propia madre y, una vez muerta, prohibió absolutamente que fuese recordada con cariño.

Más tarde, y perdido ya el norte, impidió a los familiares de los que mandaba matar que exteriorizaran su dolor llevando luto, al mismo tiempo que premiaba espléndidamente a toda clase de delatores, sin comprobar la veracidad de las delaciones.

Persiguió con ensañamiento a los políticos más importantes que le rodeaban, apoderándose sistemáticamente, tras la defenestración de los mismos, de sus posesiones y riquezas. Para ello le fue muy útil la promulgación de la Lex Majestatis (Ley de Majestad) que le otorgaba plenos poderes y que, bajo la más mínima sospecha, le permitía acabar con la vida y los bienes de cualquiera.

Muy influido por el prefecto Sempronio (que en realidad era el que llevaba las riendas del Imperio), las continuas delaciones de éste provocaban, indefectiblemente, la más dura represión del Emperador, que no sólo conseguía ejecutar y eliminar a cientos de personas acusadas de lesa majestad, sino que sólo con el terror que se respiraba en el ambiente provocó gran número de suicidios entre sus enemigos. Por ejemplo, ordenó la muerte de la madre de Fusio Gemino (al que acababa de matar) porque aquella lloró desconsoladamente el trágico fin de su hijo.

Mató también al hijo adoptivo de Agripina, Gernánico, muy querido por los romanos, haciendo que la gente le gritara con desesperación y rabia: «Devuélvenos a Germánico!». Incluso llegó a azotar de forma humillante a la misma Agripina, convertida en su nueva esposa, que, a consecuencia de la terrible paliza, acabó perdiendo uno de sus ojos. No contento, la encerrará y la irá matando de hambre poco a poco.

Pero tardaba tanto en morir que, impaciente, mandó que la estrangulasen. Su vesania no conocía límites, y también llegaría hasta el propio ejecutor de sus maldades, aquel ministro cómplice, Sejano. No sólo ordenó la muerte de su hasta hacía poco brazo ejecutor, sino el de toda su familia, incluida una niña de once años. Como las leyes prohibían condenar a muerte a las vírgenes, Tiberio ordenó al verdugo que antes de cumplir la sentencia, la violara y desvirgara.

Una mujer de la corte, Malona, anunció su suicidio antes que yacer con «ese viejo sucio y repugnante». Era ésta la hija de un senador llamado Marco Sexto, hombre honrado que se sentía orgulloso de aquella hermosa hija que guardaba con celo en su mansión ante los peligros de la corte imperial y, en especial, deseaba que Tiberio no supiera de su existencia. Pero al cabo el Emperador se enteró y, jugándoselo todo para conseguir aquella virgen, acusó a la hija y al padre de incesto, condenando a ambos según las leyes.

Una vez con el camino más despejado, Tiberio quiso abusar de su prisionera quien, ante el ataque del César, se resistió violentamente, cediendo tan sólo a un cunilinguo de Tiberio. Fue después de esta humillación cuando Malonia regresó a su casa y se atravesó el corazón con un puñal, no sin antes maldecir al viejo de Capri.

Ese viejo sucio y repugnante no lo era tanto cuando decidió retirarse a Capri (ya nunca más regresará a Roma), idílica isla donde se entregará, libre de cualquier atadura, a dar rienda suelta a todos sus vicios hasta entonces más o menos controlados y ocultos. Así se desarrollaría su estancia en tan paradisíaco lugar hasta el último momento de su existencia, instalando una escandalosa corte en la que tenían lugar desenfrenadas orgías durante las que los protagonistas —y las víctimas también— eran niños y adolescentes con los que el selecto emperador practicaba y ensayaba todas las sevicias de las que su imaginación era capaz.

También disfrutaba con jóvenes y adultos de ambos sexos, con los que se solazaba asistiendo a un espectáculo llamado spintries, que consistía en una unión sexual a tres (muchachas y jóvenes libertinos, revueltos), que tenían que actuar hasta que el tirano se desahogaba. Para excitarse él y los que actuaban para él, tenía una apropiada biblioteca con obras de una célebre poetisa llamada Elefántide de Mileto, y de otros autores como Hermógenes de Tarsia o Filene, todas ellas hijas de un mismo motivo y un estilo especialmente dirigido a la excitación de los sentidos.

Pero si los textos sicalípticos ocupaban la biblioteca de Tiberio en Capri, también necesitaba, y buscaba, cuadros de la misma temática que acompañaran a sus escenas orgiásticas. A precio de oro compró una ya entonces célebre pintura de un artista llamado Parrasio que representaba con todo detalle una felación de Atalanta a Meleagro, obsequio que prefirió Tiberio a la entrega por el propietario del cuadro de un millón de sestercios si la escena representada la consideraba excesivamente obscena.

 Tiberio prefirió la imagen lasciva al oro y la colocó en la parte más excitante de su alcoba, de manera que siempre la tuviera a la vista en sus encuentros íntimos. Todo ello redundaba en una inacabable y continua prueba de nuevas hazañas sexuales que ocuparan las veinticuatro horas del día del Emperador, que, si bien prefería a niños y mancebos, también llamaba a mujeres a su lado, como la referida Malonia.

En la bellísima isla, Tiberio era el dueño y señor de una docena de villas y palacios donde organizaba aquellas bacanales de sexo y sangre. En la hermosa Gruta Azul, por ejemplo, se bañaba desnudo junto a pequeñuelos (ya se ha apuntado antes) a los que llamaba «mis pececitos», y que previamente habían sido aleccionados en el arte de succionar el miembro del Emperador bajo el agua.

Si bien la mayoría de estas pequeñas víctimas les eran compradas a padres miserables, también provenían de algunos patricios y de ciertas familias nobles a las que, como compensación, el emperador hacía espléndidos regalos. El escándalo llegó a alcanzar cotas demasiado peligrosas incluso para la época, y a pesar de la lejanía de Tiberio de Roma, hasta la ciudad llegaban las noticias terribles del viejo decrépito y asesino.

Empezaron a aparecer por la ciudad pasquines ofensivos para el déspota y hasta los senadores no se privaban de insultarlo en público. Insatisfecho siempre, pero cansado de sus propios excesos, Tiberio llegó a desear morir puesto que ya nada le atraía ni interesaba, mucho menos le divertía. Por fin, un día murió estrangulado en Miseno (año 37), en la casa de un amigo llamado Lúculo, y en su propio lecho, a manos de Macrón, capitán de los pretorianos.

Contaba 78 años y había sido emperador de los romanos durante 23. Entre las causas de su muerte (obvia, si nos apuntamos a la del estrangulamiento con su propia almohada) se añadía, además, la del posible veneno suministrado por Cayo (el, después, emperador Calígula), o el de haberle dejado que se consumiera por hambre para que su sufrimiento fuese mayor.

Sea como fuere, con el cuerpo aún caliente, en las calles la gente ya pedía a gritos «iTiberio al Tíber!», desahogando así su odio para con un emperador maldito. En casi todos los casos, indagar sobre las causas, razones o porqués de la maldad de los poderosos, suele resultar inútil e, incluso, engorroso. Y esto es lo que se suele intentar cuando el tirano de turno muere.

En el caso de Tiberio no fue diferente, y tras su muerte, los juicios de sus contemporáneos y la de los que le juzgaron en los siglos futuros dieron ocasión para satisfacer todas las opiniones. Parece que, como gratuita justificación de los excesos de este segundo emperador romano, se afirmó que Tiberio estaba convencido, por aquella profecía emitida al nacer por la que se adelantaba su unión con el poder, de que contra el Destino nada se podía, lo que le permitía dejarse llevar muellemente por la senda más agradable para él, aunque, al mismo tiempo, fuese la más insufrible para los demás.

El déspota murió rodeado de riquezas que, un tanto avaro, había atesorado durante su reinado. Había exigido también a los demás que fuesen buenos administradores, siendo premiados aquellos que lograban exprimir mejor al pueblo con descomunales impuestos. Sin embargo, y dado que no era tonto, precisamente, como algunos se extralimitaran en exprimir a los ciudadanos, les amonestó con la sabia frase de que «a las ovejas se las puede esquilar pero no despellejar».

En contra de lo habitual, el anciano de 78 años que murió en Capri (sus enemigos le llamaron el Caprineo, palabra que significaba natural o habitante de Capri, pero también cabrón), era la estampa contraria a la bondad que, en general, el paso de los años refleja en los rostros de los que se van.

Por último, el Emperador ha sido premiado por adaptaciones cinematográficas, si bien nunca como personaje central y sí como secundario.

De manera casi ineludible, Tiberio estará en los numerosos films relacionados con la vida de Jesús como, entre muchos otros, Rey de Reyes (Cecil B. De Mille, 1927, y en la segunda versión de Nicholas Ray de 1961); La historia más grande jamás contada (George Stevens, 1965), sin olvidar la casi porno de Tinto Brass "Calígula" en la que Peter O’toole hace de actor secundario en el papel de Tiberio.

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