GUARDANDO EL LUTO
Mercedes despertó de la siesta bañada en sudor. Tenía el pelirrojo pelo mojado en la nuca, empapando la almohada de la cama matrimonial. Durante unos segundos palpó con su mano la parte del lecho que hasta hacía unos meses ocupaba su marido, su pobre Pepe. Ahora estaba sola, sola sola
Sollozó y sus opulentos senos de hembra cuarentona bailaron al son de sus gemidos. Uno de ellos se le había salido por el escote de la combinación de seda negra y un pezón tan rojo como una fresa aparecía coronando la montaña de nata que era su teta. Al ir a meterlo dentro de la ropa, rozó la punta del pezón y una descarga eléctrica recorrió su blanquísimo cuerpo de pelirroja natural. En aquél momento fue consciente de que, durante el sueño, la goma de sus bragas había cedido y éstas se le habían bajado hasta mitad del muslo, con lo que su vello púbico aparecía como una llama emergiendo del pubis. Y así se sentía ella : como si estuviese ardiendo su bajo vientre. Su mano de largas uñas rojas inició el descenso sinuosamente hasta alcanzar la zona prohibida.
No, no, no debía ceder. Debía guardar el luto por su pobre Pepe.
A él le gustaba acariciarla "allí " con su riente lengua , chapotear con sus labios en la charca que se formaba con su propia saliva y los jugos que destilaba el cuerpo de Mercedes. Y luego metía sus gruesos dedos de campesino, encallecidos por el azadón, y ella arqueaba su cuerpo elevando la pelvis hacia aquella mano que la tenía loca desde que se hicieron novios.
Y un ansia loca de tener "algo de él " dentro de sí , la hizo pensar en el garrote que Pepe, pobrecillo, había tenido que usar para desplazarse los últimos meses de enfermedad, antes de caer definitivamente en cama. El garrote. Aquél bastón de madera labrada, cuya empuñadura curva era una cabeza de serpiente. Intentó recordad dónde lo había dejado al fallecer Pepe. Sí, si, ya lo recordaba : en la habitación de los nenes.
Se levantó sigilosamente. No se oía un alma en aquella tarde dominical Agustina. Sólo las cigarras rechinaban entre las matas calcinadas por el sol. Recorrió la casa en penumbra ( para guardar la frescor ) y , descalza, llegó hasta el cuarto de sus hijos. Debían haber estado jugando y ahora oía sus suaves ronquidos desde el pasillo. Empujó la puerta y entró con cuidado de no tropezarse. El bastón, ahí estaba, donde lo había dejado arrinconado, junto al armario ropero. Lo agarró con mano trémula y , antes de salir miró a la cama donde dormían sus hijos. Al entrar solamente había distinguido unos bultos. Ahora sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo ver con más detalle a sus nenes.
Alberto, el mayor, ocupaba la mayor parte de la cama. A sus veintitrés años era el orgullo de su mamá : guapo y fuerte. Simpático y varonil, como su padre. Mercedes ya sabía que iba con novietas y lo había pillado una vez, en aquella misma cama, con una vecinita que bebía los vientos por él. Aún recordaba las hermosas nalgas de su hijo subiendo y bajando , arreando embites con su vientre contra el de la chica, enterrando aquél gordo miembro( sin duda heredado de Pepe, su padre,) y haciendo gozar lo indecible a su receptora. Mercedes, incoscientemente, recorrió con sus dedos la curva del bastón, comparándola mentalmente con el otro bastón, el de carne, que ahora reposaba sobre el vientre desnudo de su hijo Alberto. El hermano pequeño, Quique, el dieciochoañero revoltoso, pelirrojo como su madre y tan caliente como ella, descansaba su hirsuta cabeza en el estómago de Alberto, con una mano descansado lánguidamente en el muslo de su hermano, como si el sueño lo hubiese vencido a mitad de una caricia. Y de sus labios, tan sensuales como los de Mercedes ( aunque enmarcados por la suave sombra de un rubio bigote),se deslizaba una perla cristalina, una gota de semen.
Mercedes sintió un fogonazo entre sus piernas y , sin apartar la mirada de los cuerpos de sus hijos, enlazados voluptuosamente en aquella tarde de verano, puso la curva cabeza del bastón boca abajo y buscando en su grieta lo fue introduciendo hasta que la serpiente desapareció por entero en la cueva vaginal. Cogiendo el bastón por la parte recta y abriendo ligeramente los muslos, comenzó el vaivén deseado para lograr el estallido final.
Su mente se pobló de imágenes lúbricas. Se recordó a ella misma, el día del entierro, abrazada al ataud donde reposaba su Pepe. Gimiendo con la grupa levantada y recibiendo dentro de sí el grueso hisopo que había emergido bajo la sotana del joven cura de la aldea. Sus pechos se apretaban contra la fría madera de la caja de muertos, mientras ella clavaba las largas uñas de sus dedos en sus propias palmas casi sangrantes, para no lanzar alaridos de placer y pena
Con un enorme esfuerzo de voluntad, paró de acariciarse y salió precipitadamente de la habitación de sus hijos. En el patio se refrescó con una jofaina y agua del pozo. Después de vestirse con sus lutos obligados, que incluían medias negras sin excepción aunque fuese verano, se sentó en la cocina a rezar el rosario por el alma de su Pepe. Esperó que avanzase la tarde y , cuando el sol dejó de fustigar la tierra con tanto ensañamiento, cubrió su rojo cabello con el velo negro y se dirigió al cercano cementerio. Hoy llevaría flores también para Elena, su joven sobrina muerta al dar a luz a su primer hijo hacía unos meses. El niño tampoco había sobrevivido. Los habían enterrado en el panteón familiar, el mismo en el que descansaba su Pepe. Mercedes casi no la conocía, pues vivian en la ciudad. Y al marido de Elena , Ramiro, solamente lo había visto una vez, durante el entierro, y casi no lo recordaba porque ella estaba medio loca por la muerte de Pepe, que había fallecido una semana antes. De él sólo recordaba unos ojos muy verdes y una polla muy grande. Los ojos porque se habían mirado intensamente al darle ella el pésame en el cementerio. Y la mirada intensa había sido producida porque él la había descubierto mirándole la polla cuando meaba en el baño de la casa. La puerta estaba entreabierta y Mercedes, creyendo que era alguno de sus hijos había entrado sin llamar. Se quedó clavada ante la estampa de aquél chico, poco mayor que su hijo Alberto, con la bragueta desabrochada por la que salian grandes mechones de rizos negros, los testículos como bolsas pesadas llenas de monedas, la polla recorrida por gruesas venas azules. El ruido del chorro de orina la había vuelto en sí , y al levantar su absorta mirada al rostro del joven viudo, quedó paralizada al ver anegados en lágrimas aquellos maravillosos ojos verdes
Tal como esperaba, en domingo por la tarde y en pleno agosto, en el cementerio no había nadie, aunque siempre dejaban abierta la puerta hasta las nueve por si alguien iba a visitar a sus seres queridos. Mercedes caminó hacia la esquina del cementerio donde tenía su panteón la familia de su marido. Abrió con su llave y entró a la frescura de la cripta. En la lejanía le pareció oir un coche que llegaba. Se quitó el velo y desabrochó dos botones de su vestido para secarse con su fino pañuelo de batista el nacimiento de sus sudorosos senos. Arregló las flores en dos búcaros de plástico y luego, como siempre, se quedó mirando la foto de su Pepe que lucía en la lápida funeraria. Era el hombre más guapo que había conocido en su vida. Bueno, el de los ojos verdes tampoco estaba mal. Y de nabos andarían asi- así. Durante un fugaz momento Mercedes recordó la polla de su Pepe, tan activa, tan juguetona, siempre dispuesta para la fiesta. Y la tranca de Ramiro, el chorro de orina que salía humeante del grueso caño. Se estremeció desde el cogote hasta la rabadilla, pensando siquiera en poder tocar tamaña maravilla.
Una sombra tapó la luz que entraba por la puerta de la cripta. Ahogando un grito de susto, Mercedes se volvió bajándose la falda que se había subido al meter la mano derecha por sus bragas, buscando el botón de rosa de su clítoris.
Perdone. La he asustado.
Eres tú, Ramiro. No sabia que estuvieses en el pueblo.
Acabo de llegar. No podía faltar en un día como hoy.,
Mercedes recordó que ese domingo hacía seis meses de la muerte de su sobrina.
Claro, claro. Debes estar hecho polvo.
Se miraron a los ojos. Las esmeraldas verdes del chico rebosaban humedad. Ella se enterneció y se acercó a darle un abrazo. Ocultó la cara contra el pecho viril que olía a sudor sano de hombre joven. Mercedes se percató algo tarde de que el abrazo era un poco más íntimo de lo necesario; pero estaba muy bien con sus pechos pegados a aquél cuerpo y él debía estar también a gusto por la dureza que sentía ella latir contra su vientre.
Y sin poder contenerse, sollozando los dos, se desnudaron uno al otro, dejando los girones de sus ropas por el suelo. Los labios de Ramiro mordieron hambrientos los grandes y cremosos quesos que eran los pechos de Mercedes. Ella agarraba con ambas manos la tranca tanta veces soñada en aquellas siestas veraniegas. El chico la levantó como una pluma agarrándola por debajo de sus blancos muslos, justo donde terminaban las ligas de sus medias de seda negra, de luto riguroso. Ella enlazó con sus piernas los riñones de Ramiro y notó en la espalda el frío mármol de la lápida de Pepe cuando el joven viudo la apoyó contra la pared para tener un punto de sujeción al ir bajándola suavemente , ensartándola en su serpiente de carne, que entró , entró y entró hasta dejar solo fuera las bolas sedosas repletas de savia juvenil.
Y los fieles difuntos sonrieron comprensivos en sus tumbas al oir los sollozos, los suspiros y chapoteos de aquellos cuerpos hambrientos que compartían su tristeza entregando al otro lo único de lo que disponían : su cuerpo.
Mercedes, más relajada, volvió cansina por el caminito del cementerio. No había querido que él la llevase en el coche : debía guardar el luto.