SOLEDAD
Silba el tren al entrar en el túnel. Soledad prepara su maleta para bajar en la próxima parada. No mira a nadie y nadie la mira a ella. Es una de tantas mujeres marchitas que pululan en la postguerra. Aprieta sus humildes pertenencias contra su vientre y mira de refilón la imagen que se refleja en la ventanilla. Una mujer de edad indefinida, vestida con un sayón de beata anudado a la cintura con un cordón negro le devuelve la mirada . Se detiene el tren y ella baja al silencio calcinado de Castilla en verano. Corre el sudor por su espalda mientras camina, ligeramente inclinada por el peso de la maleta, hacia el cercano pueblo. En una calle solitaria se cruza con una viejuca y le pregunta por la Casa del Cura . Con un parpadeo de interés en sus ojos sin pestañas, la mujer le señala con un dedo sarmentoso una casona junto a la iglesia.
Al tercer aldabonazo se abre la puerta con un chirrido. Una figura regordeta y muy canosa le cede el paso :
Tú debes ser Soledad.
Si , tío.
No se cruzan ninguna palabra más. Todo está dicho. El viejo cura ya tiene un Ama que lo cuide, y ella un lugar donde cobijarse, ahora que no tiene nada ni nadie que la espere.
Por la noche, una noche más en vela. Recuerda los tiempos felices de antes de la Guerra. Su casa con sus padres y hermanos. Su novio Ricardo, el de la polla tan enorme que le huían todas las mozas del pueblo. Todas menos Soledad, que encontró con él el zapato para su pie. Soledad muerde la almohada para que no se oigan sus sollozos. Su mente revive los revolcones en el pajar, con su Ricardo metiendo hasta las bolas su enorme miembro de semental dentro de ella, arrastrando su virgo a lo más profundo del pozo vaginal
Se ha dormido de madrugada. Su sexo inerme no ha respondido a las caricias que ella misma se ha hecho para paliar su dolor. Y eso le ocurre desde que se enteró del fusilamiento de Ricardo, desde que supo que jamás lo volvería a ver, a sentir su cuerpo completamente lleno con su virilidad. Después llegó la bomba. Aquella bomba tan idiota que cayó donde no tenía que caer, y la dejó sin familia. Ya solo le quedaba aquel tio lejano, cura en un pueblo de la ancestral Castilla. Y allí estaba ella, con él. Esperando consumir lo que le quedase de vida sin ninguna ilusión, viviendo de recuerdos. Llorando sus recuerdos.
Soledad se esmera por cuidar a su tio. Por cuidar el templo, pues solamente están ellos dos y su tío no está para muchos trotes. La clientela es más bien floja. Cuatro beatas entre las que Soledad puede pasar perfectamente desapercibida. Su tío le comunica, en un ataque de locuacidad , que ha pedido al Arzobispado que le envíen un Vicario para que le ayude , por lo menos, en las próximas Fiestas en honor a la Patrona del pueblo. Y que vendrá en breve.
Se oye un aldabonazo y Soledad corre hacia la puerta pues su tío duerme la siesta. En la puerta, una alta figura con sotana se recorta al trasluz.
Soy Rafael, el Vicario que envía el Arzobispado.
Pase, por favor.
Entra el sacerdote y Soledad queda absorta mirando su rostro. Es guapo, muy guapo. Unos ojos verdes le sonríen bajo una frente sudorosa. Le pide donde poder asearse. Soledad le aclara que si quiere bañarse debe ser en el patio, pues el cuarto de aseo es pequeñísimo y solo hay sitio para un lavabo. Asiente el sacerdote y la mira de refilón apreciando su generoso trasero, aún oculto por las infames ropa de beata.
Con un pretexto baladí, Soledad se encierra en su habitación que está en la planta baja, justo dando al patio donde se tiene que bañar Don Rafael. Atisba silenciosamente por las hojas entreabiertas de la ventana. Ya está allí. Ya se ha desabotonado la sotana y se la quita con un gesto de alivio. Luego le sigue la camisa. Un pecho robusto y amplio se ofrece a la vista de la muchacha que siente el corazón salírsele por la boca. Cuando él baja sus pantalones y los echa en un montón junto con la sotana y la camisa, Soledad abre su vestido y mete la mano en las profundidades de sus enormes bragas de algodón blanco, que le tapan hasta el ombligo. Ahora solo ve las nalgas del hombre. Duras y pequeñas , a partir de las cuales se ensancha la espalda hasta unos hombros fuertes , de antiguo campesino. Lo ve levantar el cubo lleno de agua cristalina. Ruega para que se vuelva y poder ver en su plenitud su cuerpo de varón. El sacerdote parece haber escuchado su plegaria y , en el momento que vuelca el agua sobre su cabeza, se vuelve de frente a la ventana desde donde espía la muchacha.
Dios mio susurra Soledad al ver la verga que cuelga entre los muslos del hombre- es como el de mi Ricardo.
El miembro viril se bambolea ante sus ojos, despertando en Soledad sensaciones dormidas que hacen hormiguear su clítoris que era como corcho la noche anterior. Se restriega el santo varón su cuerpo enjabonado, deteniéndose más de lo necesario en la higiene de sus genitales. Se yergue el nabo espumeante de jabón y Don Rafael lo soba sin saberse observado. Pero , de repente, un sonido animalesco lo hace detenerse en su autocomplaciente caricia. Siguiendo el ruido , que le llega desde un sitio próximo, se acerca a la ventana ( tapándose lo que puede de su virilidad con sus manos jabonosas ) y la abre de par en par para ver dentro de la habitación.
Soledad lo ve aparecer en el marco del ventanal, pero no puede parar en su loca masturbación . Su índice izquierdo rota en círculos su clítoris enrojecido, mientras su mano derecha empuña un gran velón que la muchacha zambulle en su vagina humeante por la fricción. Sonidos guturales salen de la garganta de la pobre muchacha hasta que , soltando un chillido que hiela la sangre en las venas del sacerdote, se corre dando violentos espasmos sobre la colcha de ganchillo.
Con el cipote en posición de firmes, el cura termina de asearse y se viste para hablar con el cura titular. Llegan rápidamente al acuerdo de cómo repartirse las beatas para la confesión de la tarde.
Soledad está avergonzada. Pero muy caliente. Ver al cura desnudo ha destapado la caja de los truenos de su cuerpo. Hasta su rostro ha cambiado. Ahora le brilla la mirada y sus ojos azules resplandecen como estrellas. Su cutis, antes apagado, resplandece bajo la luz de las velas. Los labios, muy rojos, aún están algo hinchados por los mordiscos que se dio en el violento orgasmo. Sus opulentos senos se insinuan por el escote del hábito morado, ahora desabrochado varios botones. Y lo mejor no se ve : las enormes bragas de blanco algodón han sido reducidas a su mínima expresión redoblándolas sobre sí mismas, hasta dejarlas por mitad del pubis. Además las ha subido de forma que se le han introducido por mitad de los labios de la vagina y un delicioso roce la mantiene en forma cuando camina. Espera su turno hasta que se va la última beata. Su tío, que padece del vientre, hace rato que marchó al excusado y ella sabe que tiene para rato.
Se dirige trémula al confesonario donde está Don Rafael. Se arrodilla en reclinatorio y comienza a desgranar sus pecados. Por la rejilla observa como él desabrocha su sotana y deja al aire su magnífico especímen de macho ibérico. Conforme ella habla, la calentura del cura va in-crescendo hasta que , acercando los labios a la rejilla, le musita un ronco :
Pasa aquí dentro.
El confesonario es estrecho, pero ellos saben sacarle partido. Soledad aparta el delantero de sus bragas con ansia de años y se inmola en la piedra del sacrificio que el cura tiene lubricada para ella. Despatarrada sobre él, se deja bajar por las manos sacerdotales que la tienen agarrada por las caderas. La baja como si estuviese bendiciendo a la Parroquia, y , cuando la tiene empalada hasta los huevos, es ella quién lo bendice.
Traquetean los viejos maderos del cubículo al ritmo de la prodigiosa follada. Y tal es el escándalo que, el tio de Soledad ( que acabó sus necesidades fisiológicas por el momento ) se acerca asustado. Y, al descorrer la cortinilla, su débil corazón no resiste la imagen de tan enorme polla jodiendo a su sobrina en el santo lugar, y cae fulminado por una apoplejía.
Pasadas unas semanas, el Arzobispado ha confirmado al Vicario como titular de la Parroquia. Pero Soledad debe quedarse cuidando a su tío que padece una parálisis irreversible y , de paso, cuidar también de Don Rafael. También debe cuidar de las necesidades del nuevo Sacristán ( un joven ex-legionario, sobrino carnal de D. Rafael ).
Es la tarde de la Fiesta de la Patrona . La Procesión está al salir. La Imagen, las autoridades, el cura , las beatas y las festeras. Todos esperan al Sacristán que ha entrado corriendo a buscar el incensario a la sacristía. Pero allí , además del incienso también ha encontrado a Soledad, que está fregando las baldosas de la capilla y que, desde la tarde del confesonario, no lleva puestas las bragas. El muchacho se queda en suspenso mirando las opulentas nalgas que se agitan con el brioso fregoteo de Soledad. La raja del coño se le vislumbra en el centro de las blanquísimas nalgas adornadas con moretones de los dientes del cura. Si se mira detenidamente, aún se le ve el goteo intermitente de la última eyaculación de Don Rafael.
El Sacristán se lo juega el todo por el todo. Levanta el faldón de su sotana y , rebuscando en su bragueta, saca un fino y largísimo falo que enarbola arrodillándose tras Soledad. Ella se percata y , sin levantarse de su postura arrodillada, le musita :
Por el coño no, que es de tu tío.
Obediente, el Sacristán, busca con la mirada algún lubricante que le ayude en lo que se propone. Encuentra sobre el comodín el tarro de los óleos para agonizantes y , huntando generosamente dos de sus dedos, embadurna la entrada y una parte del recto de Susana que asiente sin dejar de fregar.
Entra la delgada polla por el virginal ano de la muchacha. Respinga un poco ella, pero los dedos del muchacho acariciando su clítoris la apaciguan en un momento. La longitud es prodigiosa. Siente la punta del glande casi tocando su estómago. Entra y sale varias veces el Sacristán, hasta que de un tremendo empujón la derriba sobre las baldosas y él se corre cómodamente apoyado sobre los mullidos almohadones de sus nalgas.
Entra en ese momento, muy sofocado, Don Rafael, buscando al Sacristán. Cuando ve el espectáculo se acerca a ellos y , dando una sonora palmada en las nalgas de su sobrino, dice entre serio y enfadado :
Ya hablaremos esta noche.
La conversación nocturna es a tres bandas. Mientras el pobre tío de Soledad babea solitario en su dormitorio, en la cama de Don Rafael retozan los tres libres de ataduras. Soledad sacia su hambre de hombre con los dos carajos ( tan diferentes, tan apetitosos ) absorbiéndolos a la vez, saboreándolos a dos carrillos. Ellos la colman de atenciones y , mientras el mayor monta sobre el estómago de ella para que sus senos envuelvan su grueso ciruelo , acariciándoselos en una deliciosa cubana, el sobrino hociquea por los bajos de la muchacha, lamiéndole los labios mayores y menores, mordisqueándole el clítoris y haciéndole, en fín, esas maravillosas cochinadas que, gracias a Dios, se le pueden hacer a una mujer.
Cambian por último la postura y , tumbándose el cura de espaldas, acepta sobre su vientre el cuerpo de Soledad, que no puede vivir sin tener el coño totalmente lleno por el pollón de su hombre. Para el Sacristán le deja la vía angosta, que él acepta muy agradecido. Y , ni los fantasmas de las torres embrujadas, aullan de la forma en que lo hacen estos tres, cuando con las pollas bien metidas dentro de Soledad y frotándose ambas sólo separadas por finísimas membranas, se corren casi simultáneamente alabando a su Creador.
Fín de la soledad de Soledad.