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Madame Zelle (03: Bajo los cerezos en flor)

en Grandes Series

MADAME ZELLE

Resumen de lo acontecido : Li-an, tras escapar de la aldea de Yunnan con su enamorado Symen-Ting, convive con él en Cantón, prostituyéndose para poder pagarle sus necesidades de consumidor de opio. Estando embarazada, queda viuda y pasa a servir como criada a la Dueña del Burdel Flotante, mujer que sufre la deformación de los "pies de loto". Con la idea de pedir en un templo de Taiwan un "cambio de barriga" para la embarazada Li-an, ambas mujeres se desplazan a la isla sin saber que han comenzado un viaje sin retorno.

 

CAPÍTULO –III.- Bajo los cerezos en flor.

" La visita de la Dueña al Templo de Tungyu requirió un tiempo excesivo. Era condición imprescindible que quienes hiciesen las rogativas deberían subir andando por una empinada cuesta hasta llegar al Templo. Allí se rezaba, quemaba incienso y se pedía a los dioses el poder hablar con parientes y amigos fallecidos, a través de un profundo sueño en el que se "conectaba" con los espíritus. La mujer, muy interesada antes de llegar a la ciudad de Kaohsiung, vaciló en sus pretensiones al ver la altura de la cuesta. La penosa ascensión era agotadora para una persona sana, por lo tanto casi era misión imposible para una pobre lisiada como ella.

Durante el tiempo que se lo pensaba, prefirió dar cortos paseos – junto con Li-an y su enorme barriga – por las márgenes del Río Amor, de una belleza espectacular en las últimas horas del atardecer. También, a lo lejos, se podía admirar la Montaña de la Luz de Buda, donde- según decían- una enorme estatua dorada vigilaba los campos de arroz circundantes, junto con 480 imágenes doradas de "pequeños budas" de tamaño natural.

Cuando Li-an notó las primeras contracciones supo que su visita al Templo de Lady Linshui ya no era necesaria. Su pretensión de rezar para conseguir un "cambio de barriga" en caso de que su bebé fuese niña, no se había podido realizar, por lo tanto se retiró a la habitación más retirada de la casa y, en cuclillas sobre una estera, se dispuso a recibir lo que los dioses le habían querido enviar.

Empapada en sudor, apretando los dientes y sin dejar que su garganta emitiese ni un solo sonido, empujó y empujó hasta que el dolor llenó sus ojos con llamaradas que nacían de sus entrañas. Medio desmayada, apenas atinó a recoger el cuerpecito que cayó sobre la estera rebozado en sangre y pegotes de grasa. Lamió a conciencia el cuerpo de su bebé, mientras la embargaba la alegría al constatar que era un varoncito. Una minúscula copia de su llorado Symen-Ting. Con sus propios dientes cortó el cordón umbilical, y tras terminar de asear a su hijito, se tumbó con el bebé sobre el pecho en espera de expulsar la placenta. Unos minutos después, tomada de improviso, un alarido brotó de su garganta. Los dolores volvían a comenzar. Sin soltar al recién nacido, volvió a ponerse en cuclillas, y, apenas lo hizo, un nuevo bebé comenzó a coronar por su vagina.

¡Dos niños! – pensó estupefacta. Y se alegró enormemente de ser la madre dichosa de dos hermosos gemelos. Pero este segundo no se parecía tanto a Symen-Ting. Era más bello, si cabe, que el primero. Una mezcla de rasgos de su marido y ella misma, lo mejor de ambos, se daban en el diminuto rostro. Y si al primer bebé ya lo amaba locamente, a este segundo casi lo amó todavía más. Riéndose y llorando a la vez, lamió y limpió sin demora la piel impregnada, el rostro que la miraba sorprendido, el torso pequeñísimo… Al llegar al sexo quedó sin aliento. Los dioses, crueles, se habían cebado con ella. El segundo bebé, su preferido, era una niña. Una niña indeseada. Una hembra que en su aldea natal de Yunnan sería muy bien acogida, pero que aquí, con otras costumbres totalmente distintas, no podía permitirse tener. Porque una cosa era criar a dos varoncitos, dos gemelos encantadores. Otra, muy distinta, tener que criar a un niño y – a la vez – arrastrar la rémora de una hembrita innecesaria. Una mano de hielo apretó su corazón: no tenía otra alternativa más que seguir la ancestral costumbre. Debía enterrar a la niña, deshacerse de ella, olvidarse de su nacimiento y seguir la vida sin acordarse de que había existido durante unas horas.

Arropó a las criaturas y salió al jardín de la casa. En un recóndito rincón, bajo unos cerezos en flor, cavó el agujero con sus propias manos. La tierra que amontonaba estaba húmeda con la sangre de sus uñas y las lágrimas que caían de su rostro como amargas fuentes. Terminó la tumba. Apenas se retiró del agujero cuando un golpe de brisa hizo que se agitasen las ramas de los cerezos, con lo que una nevada de pétalos adornó el suelo pisoteado, formando un manto bellísimo del que ascendían efluvios perfumados.

Volvió, tambaleándose, al interior de la casa. Cada paso que daba Li-an hacia donde se encontraban sus hijos eran como puñales clavados en su carne. Solo pensaba en el momento en que debía echar la primera paletada de tierra sobre el rostro de su hija. Debía enterrarla viva, y esperar a que sus vagidos de gatito se fuesen apagando. No, no podría hacerlo. Pero debía.

Los bebés berreaban y su corazón era una carga demasiado dolorosa en el pecho. La niña agitaba sus manitas mientras su cara estaba tan roja como una amapola. El niño dormía. Estaba callado. Inmóvil. Besó su frente fría y gimió como un animal herido al darse cuenta de que estaba muerto.

Li-an aullaba más que la niña. La tenía abrazada – desesperada – contra el pecho. Caminaba hacia el rincón del jardín, hacia la inmensa boca negra que esperaba su ofrenda. Y allí dejó el cuerpo, cubriéndolo inmediatamente de tierra mientras mascullaba oración tras oración. Luego dio media vuelta y , con pasos firmes, se dirigió hacia la casa. La boca de la niña se cerraba – glotona- atrapando el grueso pezón y tragando su ración doble de leche.

***

Más de cuarenta días habían pasado desde el parto. La Dueña insistía en seguir dando sus paseos junto al río, descansado bajo los sauces llorones y mirando a los pavos reales que abrían sus enormes colas graznando horriblemente. A Li-an le recordaban a ciertas personas de aspecto bello, que irradian hermosura mientras mantienen la boca cerrada, pero que pierden mucho de su encanto en cuanto hablan.

La muchacha estaba pensativa. Todos los planes que había hecho con Symen-Ting habían fracasado. Ahora se encontraba sola, con la tarea ingrata de criar a una niña sin el apoyo de un esposo, sin una madre cercana que le echase una mano. Pensaba en la posibilidad de volverse a la aldea de Yunnan. Quizá no le perdonarían el haber huido con un hombre, en haber traicionado su posición de mujer para caer en lo más bajo : la prostitución. Pero prostituirse no era malo en sí, puesto que cada cual podía hacer de su cuerpo lo que quisiera, sino por el hecho de haberse rebajado a ser utilizada por los hombres, a ser un objeto sexual previo pago. Sin embargo, siempre sería mejor aguantar un cierto desprecio, durante cierto tiempo, que ser empleada del burdel durante toda su vida.

Ambas mujeres subieron renqueantes por un pequeño puente pintado en vivos colores. Desde arriba, justo en el centro del río, se divisaba un espléndido panorama. Riendo como dos niñas se asomaron por la barandilla para ver pasar a una oca de pico amarillento y plumas blanquísimas. Tras ella, en riguroso orden, una fila de pequeños patos nadaban meneando sus pequeñas colas. Muy a lo lejos, los rayos de sol reverberaban sobre una estatua de buda arrancándole brillos dorados.

Los pechos de Li-an palpitaban doloridos. Ya se pasaba un buen rato la hora en que su niña debía haber mamado. Notaba la leche rebosando el paño que cubría sus pezones y cayendo en pequeños riachuelos por su vientre.

Comenzaron la vuelta a casa. El ama era llevada en un palanquín por dos sudorosos porteadores, mientras Li-an trotaba a su lado rogando por llegar pronto a casa. Al doblar un recodo, en una pequeña plazoleta, vieron una pequeña multitud rodeando una plataforma de madera. La Dueña, ajena a la prisa de Li-an, quiso acercarse para ver lo que ocurría. La muchacha, resignada, le ofreció su brazo para bajar y comenzaron a andar hacia la gente. La Dueña, imperiosa, daba abanicazos a diestro y siniestro, mirando con porte altivo a los que le obstaculizaban el paso. De esta forma consiguió que la gente se fuese abriendo y las dejaran pasar hasta la primera fila.

Alguien les cuchicheó de lo que se trataba: se estaba ajusticiando a una adúltera que, además, había asesinado a su marido.

Ambas mujeres tragaron saliva, conocedoras de la crueldad de la que se hacía gala por aquellas tierras cuando una adúltera – y asesina – caía en manos de la justicia. Normalmente a los asesinos les aguardaba la pena de muerte, que se aplicaba también para muchos otros delitos, pero la forma más severa de la pena capital correspondía a los casos como éste.

Conforme se corrió la voz, un gran gentío se acumuló en la plaza, todos ansiosos por ver, por oír, por disfrutar del espectáculo cruel y gratuito. Dentro de una cerca de madera, subidos arriba de una plataforma improvisada, estaban la víctima y el verdugo. Ella era una muchacha joven y de ojos despavoridos. Se estaba desnudando bajo la atenta mirada del hombre que iba a matarla… y de un inmenso tropel de curiosos que le lanzaban miradas y gritos obscenos. Li-an aguantaba en un brazo la garra de la Dueña, que le clavaba las uñas sin apartar la mirada del espectáculo. La muchacha no podía más, con los pechos rebosantes lanzándole llamadas para que los vaciase. Además, al estar en primera fila tenía que estar aplastada contra la valla, con el cuerpo de un enorme mogol aplastado contra su trasero.

Una vez desnuda la reo, el verdugo la ató a dos postes clavados en la tarima. La muchacha llevaba el pelo suelto cayéndole sobre la cara. Una palidez cerúlea se percibía en todos sus miembros. Los senos se mantenían duros y firmes sobre su torso, a la vez que una negrísima mata de vello púbico ocultaba parcialmente su sexo. Tanto los pies como las manos las tenía atadas a los postes, con lo que su cuerpo desnudo formaba una gran "X", cuyo centro – y punto de mira de todos los espectadores – era su Monte de Venus.

El ejecutor colocó junto a la mujer un cesto tapado. Todos los espectadores sabían que - dentro - habrían varios cuchillos, y en cada uno de estos se especificaba la parte del cuerpo que había que cortar con él – brazo, nariz, lengua, dedos, etc.

Hubo un revuelo en la plaza al ver el cesto. Se murmuraba sobre las frenéticas gestiones que estaban haciendo los parientes de la mujer. Un silencio sepulcral planeó sobre todos. El verdugo había sacado el primer cuchillo.

Todos, absolutamente todos los que miraban en la plaza, estiraron los gaznates, aguzaron la vista, entreabrieron las bocas …Li-an, también notó que el mogol, además de estirar el cuello, había estirado la mano. Ahora la notaba en su cintura, sobre su cadera, acercándola hacia sí , mientras él empotraba su bajo vientre contra el trasero de ella.

Un chillido de rata anunció que a la mujer ya le falta un dedo pulgar. La sangre goteaba por su brazo desnudo mientras ella decía que "no" con la cabeza.

Li-an no podía hacer nada. El mogol le hacía notar su enorme verga contra su liviano traje de seda. Se las había arreglado para incrustársela entre los glúteos y se frotaba como un perro rijoso lanzándole bocanadas de aliento con olor a ajo sobre su esbelto cuello desnudo.

Las orejas de la presa ya estaban en un balde que recogía los despojos. Los aullidos eran infrahumanos. El público estaba enfebrecido, incapaz de ver otra cosa que no fuese el espectáculo sangriento. Esto lo aprovechó el mogol que levantó la parte trasera del vestido de Li-an y pudo frotan directamente en la carne tibia su miembro caballuno.

Una mano entera fue la siguiente pieza del verdugo. Tuvo que dar varios golpes para poder cercenarla. A cada chasquido de hueso roto , la pobre mujer voceaba enloquecida, la multitud bramaba totalmente ida, y el mogol metía un trozo, y otro, y otro, de su pene ardiente en el orificio posterior de la estoica Li-an.

El rostro de la adúltera ya no era rostro. Las manos del mogol habían reptado bajo la blusa de Li-an, habían apartado los paños empapados y retorcían suavemente los pezones de la mujer. Por sus manos callosas fluía la leche desperdiciada.

Los pezones de la adúltera fueron eliminados de sendos tajos. Dos chorritos de sangre amenazaron con salpicar a los espectadores de las primeras filas. Li-an, junto con la Dueña y muchos más, dieron un paso atrás. Este gesto fue aprovechado para el musculoso mogol, que aguantó a pie firme sin moverse ni un ápice de su sitio, con lo que consiguió que su miembro quedase ensartado hasta la misma base en el oscuro reducto de la joven .

Un muchacho se acercó corriendo portando un papel. Trepó hacia el cadalso y mostró bajo las narices del verdugo la nota sellada. Un abucheo lo acompañó en su retirada. El ejecutor leyó a duras penas el papel oficial, manchándolo con sus dedos ensangrentados.

Abajo, contra la valla, Li-an notó como su violador estaba arreciando en sus movimientos de penetración, seguramente augurando que pronto acabaría el espectáculo.

Efectivamente, una vez leyó el papel, el verdugo rebuscó en el fondo del canasto y sacó un cuchillo concreto. La familia de la mujer había ablandado – a base de ruegos y de monedas- a los jueces, y se había conseguido adelantar la utilización del cuchillo misericordioso, aquél en el que figuraba el nombre de : "corazón".

El verdugo mostró el cuchillo a la plebe, que aulló protestando. El mogol vaciaba los senos de Li-an de leche tibia a base de apretárselos sin cesar. A la vez, él se vació en el interior de la cortesana, justo en el momento en que el verdugo clavaba el cuchillo sobre el pecho izquierdo de la víctima.

Cuando la Dueña se volvió hacia Li-an, el mogol ya había desaparecido entre el gentío. La muchacha, con las piernas temblorosas, apenas si escuchó a su señora cuando le dijo

- Muchacha, ya va siendo hora que volvamos a Hong-Kong. Dentro de tres días embarcaremos con un Capitán que nos defenderá con su vida si hace falta.

***

El Capitán del barco en el que volvían la Dueña y Li-an a Hong-Kong desde Taiwán, junto con la tripulación en pleno, abandonaron a mercancías y pasajeros a su suerte, botando una lancha y poniendo agua por medio en cuanto vieron – a lo lejos- los colores rojo, verde, amarillo, violeta y negro luciendo el emblema de la serpiente en las oriflamas.

Muertas de miedo, las dos mujeres casi pensaron en suicidarse antes de caer en manos de los piratas. Titubearon y eso las perdió. Pronto se vieron rodeadas de una jauría de hombres malolientes, de cuerpos sarmentosos, ojos dormidos y sonrisas cariadas. Uno de ellos descubrió el botín inaudito de los pies de la Dueña. La tiró sobre un montón de cuerdas y , sin hacer caso de los alaridos de dolor de la pobre lisiada, desenvolvió con salvajes tirones las apretadas vendas. Un silencio sepulcral – tenso de lujuria – se hizo sobre la cubierta de la nave cuando los piratas vieron- obscenamente desnudos- los pobres pies deformes. Incluso los que estaban apretujando los senos ubérrimos de Li-an, para que saliesen arcos de leche de sus pezones goteantes, dejaron su juego para rodear a la mujer que gemía con el rostro cubierto por las manos. Se empujaban unos a otros, intentando inclinarse para olfatear, para lamer, para sobar. Aullaba la pobre cortesana cuando alguno apretaba de forma sádica sus dedos quebrados, pidiendo una clemencia que –sabía a ciencia cierta- no le iban a dar.

Una criada de rostro amplio y chato, incapaz de aguantar su terror, se orinó encima al ver rodar sobre la cubierta las cabezas cercenadas del mayordormo y de un cocinero que les habían acompañado en el viaje. Su sobrino, un muchachito de andrógina belleza encargado de abanicar a la Dueña y de espantarle las moscas pegajosas, era sodomizado desparrancado sobre un tonel de vino de arroz, a pesar de sus negativas y de sus ruegos implorando clemencia. Más allá, una niña era violada persistentemente por varios hombres que se turnaban entre sus piernas, sin apercibirse de que, lo que hacían, ya era necrofilia.

De repente, sobre el barullo, los gemidos, las palabrotas, se oyó un chillido que hizo apartar a Li-an la boca del falo que estaba lamiendo. Uno de los piratas había descubierto la canasta de junco en la que dormía apaciblemente la hijita de Li-an, y la llevaba como a una bestezuela, colgando desnuda y sujeta – cabeza abajo – por uno de los pies. Con la otra mano enarbolaba un gran machete con el que hacía amago de partir a la criatura por la mitad. Un sordo pistoletazo hizo tambalear al gracioso, que soltó a la niña y se llevó las manos al corazón. Con la mirada fija en su hija, Li-an dio un salto y la pudo recibir en sus brazos antes de que cayese sobre las tablas de la cubierta.

Tras el olor a pólvora quemada, tras el grito agónico del pirata mortalmente herido, una voz seca y autoritaria ordenó parar el acoso del que eran objeto los viajeros. Con el corazón saliendo por su boca, con el cuerpecito de su hija aplastado contra sus desnudos senos, Li-an miró – desde su posición arrodillada en el suelo- la figura de la mujer que estaba encaramada sobre una escala de cuerdas.

El pelo de la mujer pirata, largo hasta la cintura, ondeaba totalmente libre con la brisa marina. Un vestido de seda roja con aberturas casi hasta las caderas, se ceñía al cuerpo escultural de la mujer madura, marcándose cada una de sus curvas a la piel húmeda, hasta el extremo de que la hendidura del sexo quedaba expuesta con toda claridad. En bandolera llevaba puesta una canana repleta de balas, junto con una pistolera de cuero y plata repujada. En la mano crispada todavía llevaba una pistola humeante.

***

La viuda Ching Shih, la mujer pirata, se hizo a la mar y a la piratería cuando su marido, el jefe de una flota de corsarios, murió. Aunque femenina de aspecto, sabía llevar el mando y las cuentas con mano de hierro. Su reglamento era todo menos blandengue. Para los piratas que trabajaban a sus órdenes era una especie de diosa: temida, deseada y aborrecida a partes iguales.

A Li-an no le costó amar a aquella mujer. Por una parte intuía que estar bajo su sombra facilitaría mucho las cosas para su supervivencia y la de su hijita. Por otra, estaba cansada de ser usada por los hombres- casi todos brutales y faltos de la intuición necesaria para hacerla gozar plenamente - y su cuerpo añoraba la suavidad de otro cuerpo femenino, como cuando estaba en Yunnan y era amada cada noche por la Señora Wang.

Simplemente por eso , no se hizo de rogar cuando la Capitana Ching Shih le mandó recado para que acudiese a su camarote. La flotilla de barcos piratas, junto con su nueva presa, navegaban con la proa hacia Bali, no sin antes hacer varias escalas en Filipinas, Borneo, Bangkok y Singapur . En la Isla de Luzón recogerían un buen botín, incluidas una mujer y su bebé recién nacido por los que tenía pensado Ching Shih pedir sendos rescates, además del de la Dueña del Burdel Flotante.

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