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Cloe en menfis

en Grandes Relatos

CLOE EN MENFIS

 

CAPÍTULO – I : LAS GEMELAS DE MENFIS

La cabeza del Buey Apis contempla hierática la escena. Las dos muchachas, gemelas idénticas, han sido atadas a la piedra del altar, una sobre otra, con las piernas colgando de forma que las dos vaginas forman, prácticamente, un solo y alargado sexo. Con todo el vello afeitado, con los labios vaginales ya enrojecidos por la larga fricción, aparenta ser una enorme herida, de la que supura el pus blanquecino del semen aún caliente. Sus virginidades, incólumes hasta hace poco rato, son ahora una triste telilla desflorada.

Aún queda otro miembro más que no las ha catado. El esclavo, elegido – como los otros- por las proporciones desmesuradas de su falo, se está masturbando para conseguir la rigidez idónea. Una vez alcanzada la tremenda erección, se acerca hasta el altar, sujetando la verga con la mano para poder encararla. El cuerpo de la muchacha que está encima, le viene justo a su altura. Para la de abajo, debe flexionar algo las piernas. Elige, primero, a la de abajo. Apoya el glande entre los labios de la vagina, buscando unos instantes el orificio de entrada. Lo encuentra y empuja, deslizando su barbaridad carnal dentro del estrecho túnel. Grita, una vez más, la muchacha, sintiendo desgarrarse sus carnes –las que todavía estaban intactas – sin que su verdugo se inmute. Durante varios minutos, en el silencio del templo, solo se oye el jadeo del esclavo, el sonido chapoteante del pene, y los gemidos dolientes de la sacerdotisa violada.

Antes de eyacular, el esclavo saca la verga de la vulva ensangrentada. Espera unos segundos y embiste nuevamente, esta vez a la vagina de arriba. La joven aprieta los dientes. No quiere darles el gusto de que adviertan su dolor. Se repiten los chapoteos y el jadeo del esclavo, hasta que, como un cerdo que gruñe, eyacula los borbotones de su deseo en lo más hondo del útero.

Todo acabó. O, acaso sea el principio. Zula, la sacerdotisa silenciosa, la más inteligente y madura de las dos, piensa en que están condenadas a muerte. Después de aquello, lo siguiente será su asesinato. La venganza de sus enemigos será completa. Solo pide al Buey Apis , que, por lo menos , sean compasivos al elegir la forma de la muerte de ambas.

Pero sus ruegos no son escuchados. En unos minutos, son desatadas del altar y, a empujones, llevadas hasta los sótanos del templo, donde están los animales que sirven de alimento a sus moradores. A la luz de las antorchas, Zula, entrevee la silueta de un carro de grandes ruedas, de los que son utilizados para las cargas pesadas. Un esclavo vigila la puerta del matadero. Se detienen unos instantes para amordazarlas, antes de empujarlas hacia la estancia. En el momento en que entran, acaban de degollar a dos grandes reses, que aún patean inútilmente acostadas sobre grandes losas de mármol. Casi sin esperar a que mueran, los esclavos abren los vientres, sacando las entrañas humeantes, que arrojan en un pozo negro. Con grandes cubos de agua, lavan la sangre del interior de los animales. Acto seguido, despojan a las sacerdotisas de los pingajos que aún las cubren, y que son los restos de las ropas talares usadas en el último culto a Apis. Con la sangre y el semen resbalándoles muslos abajo, las dos muchachas son atadas como dos embutidos, para que no puedan moverse. Luego, levantándolas en peso, son introducidas – cada una – en el interior de los cuerpos de las reses. Los ojos de Zula y de su hermana Zía, están desorbitados, con el terror más abyecto reflejándose en ellos, al haber comprendido la horrible muerte que les espera.

Zula intenta resistirse, culebreando como una serpiente; pero, con un golpe certero, le hacen perder el sentido. Por lo menos no está consciente cuando cosen a grandes puntadas los bordes del vientre de los animales, dejándolas dentro como el relleno de un asado. Luego, cargan en el carromato a las reses, las cubren con una lona y, con los ejes chirriando, salen hacia la noche egipcia.

 

***

 

La caravana se acerca hacia Menphis Las reatas de mulas y de camellos avanzan más rápidas, venteando el olor a comida. Atrás quedan el desierto y sus ardores, las tormentas de arena, el sol inclemente. En el interior del multicolor palanquín, que se mueve a derecha e izquierda, según adelanta una u otra pata el enorme camello, tres figuras se apretujan entre mullidos almohadones. La mujer del centro, hermosa como una hurí, voltea su cabeza – totalmente afeitada- ora a un lado, ora a otro, hundiendo su hociquito en la vagina de una pequeña e impúber esclava ( de la que toma deliciosos dátiles, cuyas puntas asoman por la pequeña rajita ), lamiendo el jugo dulcísimo que segregan. O se vuelve al otro lado, donde – justo a la altura de su boca- un muchacho adolescente de pubis y testículos totalmente rasurados, hunde su erguido miembro en un tarro de miel para que la golosa de Cloe pueda lamerlo y mamarlo a su entera satisfacción. La miel corre barbilla abajo de la bella. Si sigue con los chupetones- piensa el muchacho- pronto le correrá – también- el semen.

En el camello de atrás, tres arpistas ciegos rasgan sus instrumentos suavemente. En el palanquín de Cloe se oye la exquisita música de fondo, acompañada de los suspiros de ambos adolescentes. Las lenguas de los dos jovencitos, se aplican sobre la depilada vagina de la mujer, trazando jeroglíficos de saliva desde el clítoris hasta el ano.

De repente, la cadencia deliciosa de calor, sexo, gastronomía y música, se interrumpe bruscamente. Se oyen voces que contestan a otras voces. Cloe, impaciente por seguir el viaje, trepa por el cuerpo desnudo del muchacho- agarrándose al falo pringoso de miel-y asoma su monda cabeza al exterior.

Llega corriendo el jefe de la caravana haciendo serviles reverencias. El viento trae a la sensible nariz de Cloe el olor pestilente de la carne putrefacta. Su mirada, deslumbrada por la luz solar, se acostumbra poco a poco, y distingue – aquí y allá – informes montones de cuerpos de animales, muertos, bajo el sol. Los buitres y demás aves carroñeras, dan saltos de cuerpo en cuerpo, arrancando largos girones de carne sanguinolenta. La ex danzarina, la ex cortesana, la opulenta matrona de senos blanquísimos y baqueteado sexo, hace un mohín de disgusto con su naricilla respingona: están justo en el medio de un muladar, el lugar infecto existente en las afueras de todas las ciudades y que se usa como vertedero, como pudridero de animales muertos.

Tras preguntar al jefe de la caravana la razón de que se hayan detenido, precisamente allí, el hombre contesta , tembloroso :

Gran Señora : El camino a la Ciudad de Menfis pasa inexcusablemente por aquí. Queríamos hacerlo rápidamente, sin que la Señora se percatase. Pero el guía ha descubierto una cosa horrorosa, una cosa que puede ser un signo para que no entremos en la Ciudad. Por eso nos hemos detenido, para poder hacer lo que su Voluntad decida.

 

Veamos ese signo – contesta Cloe, ligeramente incrédula.

 

A todos los varones presentes, sin excepción, se les yergue el miembro viril, cuando Cloe se desliza hasta el suelo. Un transparente velo plateado es su única vestimenta. En el suelo, un esclavo a cuatro patas sirve de asiento, mientras calzan a su dueña unas sandalias de fina piel, para evitarle la quemadura de la ardiente arena.

Cloe avanza con dignidad de reina hasta donde le esperan un corrillo de criados. A cada paso suyo, vibran los erguidos senos, de cuyos pezones cuelgan hilos de oro terminados en minúsculas perlas, valiosísimas. Incrustada en el ombligo, una gruesa perla lanza nacarados destellos cada vez que la hiere el sol. La saliva de la pareja de adolescentes, se ha secado en los labios de la vagina de Cloe, junto con otros jugos más íntimos. Las nalgas, rotundas, de la antigua cortesana , muestran – bajo el velo transparente- unos graciosos hoyuelos.

Al llegar ella le abren paso. Han formado un semicírculo alrededor del bulto hediondo que forma el cuerpo de una res casi putrefacta. Unos buitres merodean por allí, dando graznidos de protesta: los humanos les están interrumpiendo en su festín.

Cloe, mira hacia donde le señalan … y se tapa la boca horrorizada : por entre los jirones de carne arrancada del vientre, un brazo humano asoma, emergiendo de las entrañas de la res. Una mano femenina, con los dedos engarfiados, se mueve imperceptiblemente, como pidiendo ayuda. En uno de los dedos, semioculto por una pléyade de pululantes gusanos, brilla un anillo de oro con un emblema grabado: el de las vírgenes-esposas y sacerdotisas del Buey Apis.

***

 

 

La vieja meretriz, que acompaña a Cloe desde Roma, mezcla extrañas mixturas, hierbas mágicas y vinagre, en proporciones exactas y misteriosas, que solo ella sabe. Su larga nariz olfatea el mejunje, con el riesgo de añadir algunas gotas de moquillo a la mezcla anticonceptiva. Hace un calor sofocante dentro de la tienda, a pesar de estar acampados en un oasis. Cloe observa con interés la escena, reclinada sobre una mullida colchoneta de plumón de ganso. Junto a ella, abanicándola cadenciosamente, están la pareja de jovencitos – sus esclavos particulares – que la acompañaban en el palanquín. El aire es denso, caliente. Una mosca con irisaciones verdes, de las que acuden a la porquería, zumba intermitentemente.

En el suelo de la tienda, tumbadas sobre lonas impermeables, los cuerpos de Zula y Zía están siendo limpiados por dos diligentes esclavas. Eliminan las costras de sangre, semen y gusanos con paños húmedos. Ambas muchachas tienen los ojos abiertos, desorbitados, ciegos. Aún no han reaccionado, desde que las sacaron de los vientres putrefactos de las reses. La mano de Zula, la que consiguió liberar y sacar pidiendo ayuda aún se abre y cierra espasmódicamente, como movida por un resorte invisible, queriendo arañar un poco de vida del exterior de su sepulcro horripilante.

Acabada la limpieza externa de los cuerpos, debe comenzar la interna. La antigua puta, rescatada por Cloe de las esquinas romanas, se acerca -todavía majando – con un mortero de barro cocido. Con un gesto, entre servil e imperativo, pide a las esclavas una esponjita, que empapa a conciencia en la pestilente mezcla. Luego, ayudada de unas pinzas de madera, introduce por la vagina de Zula la chorreante esponja, hundiéndola hasta las profundidades del útero. Deja allí su carga venenosa, para impedir el posible embarazo de la sacerdotisa violada. Después, repite la operación con Zía

Cloe, se acerca a los cuerpos desnudos de las gemelas. Ambas están febriles. El ama pide a las esclavas hidromiel con especias, humedeciendo – ella misma – los labios resecos de las hermanas con un blanquísimo paño. Ahora, solo queda esperar.

 

***

Cloe se divierte en su tienda jugueteando con sus pequeños esclavos. Ambos la adoran. Se hacen cosquillas unos a otros, se manosean, se besan por todo el cuerpo. Ella les pide que simulen un coito. Así lo hacen, con gran seriedad. La muchachita se coloca panza arriba, con los muslos muy abiertos, ofreciendo su dulce sexo a la mediana lanza de su guerrero favorito. El gallito está erecto. Sus afeitados cojoncillos hacen movimientos extraños en sus penduleantes bolsas. El miembro, de un tamaño respetable para la juventud de su dueño, casi golpea su lampiño vientre, liso y ligeramente musculado. Brilla una gota de miel en la punta del glande. Cloe, detiene los preparativos para proceder a la limpieza minuciosa de las armas. Sus generosos labios circundan la bellota masculina, libando la miel como abeja en su panal. Aprovecha para tragar en toda su extensión el juvenil falo, casi incluyendo los redondos madroños. Se sirve de sus manos para, cogiéndolo por las nalgas, atraer hacia su rostro el perfumado cuerpo del efebo adolescente.

Protesta en el suelo la muchachita y aunque su ama está dejando el cuchillo del sacrificio a punto de caramelo, quiere ser sacrificada en ese mismo instante.

Vuelven otra vez a sus marcas. El niño-hombre mira los aterciopelados ojos de su compañera del alma, perdiéndose en ellos. Su cuerpo, de forma automática, simula la penetración, apoyando la punta del glande entre los pétalos de la rosa vaginal. Fricciona suavísimamente, deslizando el balano – no de dentro hacia fuera, sino de abajo hacia arriba – por entre los labios sonrosados, hasta acabar rozando la rosita de pitiminí clitoridiana. Acaricia Cloe los botones del pecho de la niña. Los senos de la adulta, cuelgan ingrávidos hasta la boca hambrienta de la esclava, que traga un pezón desnudo, mordisqueando con sus dientes de ratoncita. El muchacho sigue con su simulacro de cópula, hasta que, los ligeros temblores de sus lampiñas nalgas, advierten del inminente orgasmo. Anima Cloe a sus bestezuelas, deslizando su mano por el trasero masculino. Gime la niña, explota el muchacho. Cloe cata el semen con miel, su aperitivo favorito.

***

Largas horas de sueño, hierbas medicinales, cánticos rituales, efluvios de aromático incienso…

Las gemelas han despertado, más relajadas, ligeramente más tranquilas. Sus ojos, de vez en cuando, aún se congelan a mitad de una mirada, recordando inconscientemente la terrible experiencia. Han comido y bebido. Han defecado heces malolientes, plagadas – todavía – de blancuzcos gusanitos de los que llegaron a entrar por vía rectal. El horror, cada vez, se aleja más. Ahora pueden hablar.

" Nacimos hace dieciocho años – dice Zula, la más espabilada – en el seno de una familia rica , no muy lejos de aquí. Nuestro padre, nos adoraba. Nuestra madre, casada muy joven, era una niña consentida que, en vez de vernos como hijas, nos odió como contrincantes por el amor de nuestro progenitor. Tanto rencor nos tomó que, a pesar de que – poco después de tenernos – volvió a quedarse embarazada, a nosotras ni nos miraba. Fuimos criadas por un ama de leche que nos quería, sin lugar a dudas, mucho más que nuestra madre. Tras dar a luz a un varón, mamá –con la excusa de que necesitaba tiempo para criar al bebé -, nos envió lejos, junto con el ama de leche. Pasaron los años. La locura de nuestra madre se hizo más patente. En un extremo estaba su odio, cada vez mayor – e inexplicable – hacia nosotras. Por otro, un amor –alejado del normal en una madre – por nuestro hermano. En el centro, abandonado a su suerte, nuestro padre, cada vez más viejo y enfermo. Según nos contaron algunos criados, familiares de nuestra niñera, papá murió de un ataque al corazón, al descubrir – copulando como una ramera – a nuestra madre con nuestro hermano. Nosotras teníamos, a la sazón, quince años. Nuestro hermano, catorce.

Mamá se las arregló para que quedase como único heredero nuestro hermano, dejándonos en la más abyecta miseria. Quisimos recurrir, pero nos aconsejaron lo contrario: no teníamos bienes con los que apoyar nuestras reivindicaciones. Mamá era poseedora de la inmensa fortuna de nuestro padre.

Quisieron los dioses que viniésemos a probar fortuna a Menfis. Lo teníamos todo perdido. Probaríamos algo nuevo. Vagamos por las calles de la ciudad, estando mil veces a punto de vender nuestra virginidad por un pedazo de torta y un puñado de dátiles. Logramos sobrevivir gracias a un antiguo amigo de nuestro padre que, nos ayudaba a espaldas de nuestra madre. El fue el que nos presentó como candidatas a sacerdotisas del Buey Apis. Aquel año había muerto el anterior, el dios con envoltura carnal que representaba a Apis en la tierra. Después de las honras fúnebres, tras haberlo momificado durante setenta días, el cuerpo del divino buey fue depositado en la pirámide, junto a sus antecesores. Lo siguiente era elegir al nuevo, junto con sus esposas, las nuevas sacerdotisas. Tras pasar largas pruebas, nos eligieron a nosotras – la desesperación es una buena consejera para adaptarte a cualquier cosa – entre docenas de candidatas: todas de quince años, todas gemelas, todas vírgenes.

Mientras viviese el nuevo Buey, nosotras debíamos permanecer a su servicio, manteniéndonos puras para él.

En el Templo, teníamos estatus de semidiosas, intocables para cualquiera. Nos servían alimentos y caprichos a cualquier hora, según nuestros deseos. Amén de que, las ofrendas de oro y joyas que llevaban los fieles al Buey Apis, por derecho nos pertenecerían a nosotras, a su muerte. Eramos sus legítimas esposas, sus sacerdotisas. Sus vírgenes.

Pero, nada dura eternamente. Nuestra madre se enteró de esta fortuna. Al saberlo se arañó la cara, arrancó puñados de cabello, loca de rabia, como una furia del Averno. Nuestro hermano, con diecisiete años, estaba consumido. La locura de nuestra madre la convertía en una ninfómana, que agostaba día y noche la savia juvenil del pobre adolescente. Al final, murió hace unos meses. Lo encontraron escondido en un granero, con la mirada perdida, tapándose los genitales sangrantes. Mi madre, según nos dijeron, no llegó a enterarse, pues temieron que todavía enloqueciese más. Sin embargo terminó de enloquecer por completo, hasta tal punto , que invirtió una gran suma en pagar a los verdugos que nos violasen, que nos denigrasen, que nos enterrasen vivas en los vientres de las reses, para que nos pudriésemos en el muladar. Supimos que los enviaba nuestra madre, porque así nos lo comunicaron antes de violarnos, por expresa orden de ella. "

***

Tintinean los crótalos en los dedos de Cloe. Está danzando en los jardines de su nueva mansión en Menfis. Su prostíbulo, como siempre, es el más selecto de la ciudad, sin parangón posible con otros lugares de lenocinio. Las antiguas sacerdotisas de Apis,Zula y Zía, son las cortesanas más cotizadas, más deseadas, más lujuriosas, más satisfactorias en cualquier categoría de vicio sexual. Ahora se están lavando, tras dos largas horas con un cliente de alta alcurnia. No saben quién era, solo han visto el color de su dinero. El hombre tenía el capricho de poseerlas una tras otra, ambas vestidas de sacerdotisas. El, con una máscara de oro del Buey Apis.

Tras una ligera siesta, les espera una última clienta. También enmascarada. También riquísima.

No saben sus preferencias, aunque se imaginan que todo girará en torno al amor lésbico. Algunas veces, en los casos de mujeres solitarias, también acompaña a las gemelas el esclavo particular de Cloe, el muchacho del miembro sabor de miel. Pero no es el caso: la clienta solo quiere a las dos. Nadie más en el lecho.

Encamadas las tres, la mujer hace a las gemelas que se acaricien una a otra, que pellizquen sus senos, que laman sus sexos como si se reflejasen en un espejo invertido. Brillan, sudorosos, los cabellos negrísimos de ambas, desparramados sobre las sábanas de lino. Los dedos hurgan, los labios mordisquean. La mujer, con una larga pluma de avestruz, se acaricia el cuerpo desnudo, remolineando sobre su clítoris enfebrecido. Bajo la máscara, un extraño brillo en la mirada. Si las gemelas le mirasen los labios, la verían musitar frases inconexas, como reproches o maldiciones…

El espectáculo sexual llega a su clímax. Las gemelas se revuelcan, enlazadas como serpientes, rozando ya el inminente orgasmo. La mujer se despereza, como una gata, o como una bestia carnívora que merodea junto a su presa. Se desliza entre ambas, haciendo que mamen de sus pechos, ofreciendo sus pezones brillantes de sudor. Ellas acceden al capricho de la clienta. ¡ojalá todo lo que les pidiesen los clientes fuese como eso !…

La mujer se quita la careta, mirando los cadáveres de sus hijas, aún agarradas a sus pechos. El efecto del veneno ha sido fulminante.

 

 

 

CAPITULO – II – LOS TRABAJOS DE CLOE

 

Las plañideras, junto a la comitiva fúnebre, habían quedado al pie de la roca. La hermosa mujer, cubierta de pies a cabeza de tupidos velos negros, comenzó la ascensión, encaramada sobre los hercúleos hombros de un nubio sudoroso. Cloe, notaba los dedos del esclavo, engarfiados sobre sus ingles, traspasándole a los muslos el calor de sus callosas manos. En su cuerpo, siempre ávido de placeres, comenzaba a notar los efectos de la abstinencia sexual. Somnolienta por el seco calor del desierto y el monótono cántico de los sacerdotes, casi quedó dormida sobre su atalaya humana. Su mente se pobló de largas vergas negras, sudorosas y palpitantes; de blanquísimos penes chorreando miel ; de vaginas sonrosadas ; de senos opulentos ; de traseros firmes…

Una ráfaga de viento hizo ondear los velos con aleteos de murciélagos. Cloe abrió los ojos a la inmensidad del desierto. La esfera incandescente, ocultaba su rostro tras el horizonte, resistiéndose a dejar de irradiar su calor. Todo lo que alcanzaba con su vista la mujer, era rojo y oro. Unas nubes color sangre flotaban a jirones, como espumarajos de un toro agonizante.

La hermosa cortesana se deslizó hasta el suelo. Junto a ella, dos esclavas del color del ébano, aguardaban portando sobre sus cabezas dos vasijas de barro, idénticas, adornadas someramente con unas tiras de jeroglíficos en espiral. A una señal de su dueña, las mujeres se arrodillaron sobre la piedra viva, destapando las vasijas para que Cloe pudiese hundir sus manos dentro de los recipientes, sacando un puñado de cenizas en cada una de ellas. Una flauta dulce lloró su tristeza. La madura prostituta, parpadeando para evitar las lágrimas, juntó ambas manos, formando un solo puñado que elevó sobre su cabeza. Como si esto hubiese sido una señal para el cielo, la brisa se hizo más fuerte. Entreabriendo los dedos, Cloe fue dejando salir las cenizas de sus manos unidas, con lo que éstas fueron arrastradas por el viento, difuminándose por el desierto. Repitió la operación largo rato, mientras quedaron cenizas de los restos de sus ahijadas, las Gemelas de Menfis. Con el último puñado, se desató el Simún en todo su furor. Todos cubrieron sus rostros y sus cuerpos de los alfilerazos de arena. El funeral había concluido.

***

La venganza de Cloe tenía que ser terrible. La desnaturalizada madre de las gemelas, debía pagar muy caros sus crímenes. Para ello , la antigua Danzarina de Isis, estaba dispuesta a todo . Hasta a bajar a los infiernos, si era preciso.

La fórmula de la pócima mágica, la que haría desear la muerte mil veces a la asesina, se la musitó , con el aliento de su boca desdentada, la más vieja de las Sacerdotisas del Templo. Cloe la memorizó, asintiendo con la cabeza ante cada ingrediente revelado. Luego, dio órdenes precisas para los preparativos.

***

Las siete niñas púberes esperaban impacientes. Sus largos cabellos estaban trenzados con delicadas cintas, sus cuerpos rezumaban sensualidad contenida. Todas miraron a la hermosa mujer, que avanzó hacia ellas con gracia de pantera. No sabían quién era. Cada una había sido buscada y encontrada en distintos puntos de la ciudad, siempre con una premisa: tenían que ser absoluta y totalmente vírgenes. Y no solo físicamente. Sus cuerpos no debían haber experimentado, jamás, un orgasmo. El primero debía ser ahora. Inexcusablemente.

Una tras otra fueron pasando por las manos, por los labios, por la lengua de Cloe. Una tras otra le fueron ofrendando su primer flujo vaginal, su primer encuentro con el placer sexual. La mujer madura, recogía presta, con la lengua, las minúsculas gotitas que exudaba cada vagina, apenas acababan de estremecerse los tiernos labios de las niñas. Esa ligerísima eyaculación, la depositaba en una gran copa de oro, mezclada con los trasparentes hilos de su propia saliva..

Los siete muchachitos danzaban al son de una cítara invisible. También eran vírgenes. Puros como palomas. Cloe comenzó a danzar junto a ellos, en medio de ellos. Desplegó sus encantos ante ellos. Sus caderas giraron con movimientos asombrosos, condensando el aire a su alrededor con un halo turbio, sensual, que no podía acabar nada más que como acabó: con siete erecciones apuntando hacia ella. No podía perder tiempo. Si se descuidaba, alguno de aquellos machitos engarabitados podía derramar su elixir fuera del recipiente. Los hizo tumbarse en el suelo, formando un círculo. Los jóvenes miembros apuntando hacia el techo. Las manos, tras las cabezas. Cloe fue pasando de uno a otro, empalándose con sus deliciosos palitroques, absorbiendo con sus músculos vaginales la esencia virginal de cada uno de ellos. Cuando acabó, con el útero desbordado de semen, se acuclilló sobre la copa, dejando caer su precioso contenido vaginal dentro del dorado recipiente. No se perdió ni una gota. El primer trabajo, estaba terminado.

***

Para el segundo ingrediente, Cloe tuvo que viajar a una lejana isla y adentrarse en un laberinto. Durmiendo sobre haces de paja, la mujer encontró lo que buscaba: una bestia con cuerpo humano y cabeza de toro. Sus dedos acariciaron la piel costrosa del semi-animal, hasta que la poderosa erección quemó su mano. Hociqueó Minotauro al sentirse excitado. Sus ojillos se entreabrieron, mirando a la humana que palpaba sus genitales. Mugiendo de celo, la hizo ponerse a cuatro patas, tomándola por detrás, babeando espuma por su entreabierto morro. La baba táurida, goteó entre los omoplatos de Cloe, deslizándose por los sobacos hasta caer al suelo. Pero, antes, fue recogida con presteza por la copa de Cloe. Otro trabajo terminado.

***

La hermosa Sirena cantaba sobre la roca. Cloe observaba como movía los labios, pero no la oía gracias a unos tapones de cera. Si hubiese caído en la tentación de oírla, se habría vuelto loca de amor por la habitante de los mares, y arrastrada por ella hasta los oscuros parajes abisales. Los ojos verdosos de la mujer-pez, miraron con curiosidad – no exenta de deseo- el cuerpo de la extraña. Una vez que Cloe pudo poner su mano sobre el frío cuerpo de la Sirena, sabía que tenía la partida ganada. Ningún ser marino podía desaprovechar el contacto cálido de una piel humana, y así ocurrió esta vez. Las dos mujeres se abrazaron, juntando sus bocas, senos contra senos. La prostituta sentía la frialdad de las escamas contra su pubis. Ella buscó afanosa el punto exacto del cuerpo marino, donde encontró la ranura en la que introdujo los dedos. La Sirena abrió la boca en un alarido silencioso, al tiempo que Cloe le mesaba los senos hasta que, cada pezón, destiló una sustancia lechosa que fue recogida por la boca de la egipcia. Dejó a la Sirena dando coletazos orgásmicos, y nadó hacia la orilla, donde la esperaba la copa y su preciosa carga. Tres trabajos terminados.

***

Piafaban los centauros por el inmenso prado, llamándose unos a otros. Cloe se fijó en el más hermoso. Tenía el pelo de un color rubio ceniciento, muy largo, transformándose en crines que le bajaban por el centro de la desnuda espalda. La cara tenía una belleza varonil. Cuando reía, las últimas carcajadas dejaban de tener resonancias humanas y se transmutaban en alegre relincho. Sus pectorales, de pezones abultados, eran poderosos, a tono con las musculosas y esbeltas formas de su parte equina. La egipcia apareció ante él, saliendo tras las matas de altas hierbas que él mordisqueaba. Se asustó al principio, reculando con sus poderosas ancas. La larga cola azotaba el aire nerviosamente. Ella lo calmó con palabras tranquilas, susurrándole vocablos que él pareció entender. La mujer, usando el poder magnético que tenía sobre los hombres, le acarició los lomos, los pezones, bajando la palma abierta por el vientre del muchacho, siguió por la panza de la bestia, hasta encontrar el miembro del animal. El falo ya estaba erecto, goteando pequeños chorritos de blanco semen. Cloe lo masturbó, apretando deliciosamente los gordos testículos, bamboleantes entre las patas. Se agachó bajo él , y lamió todo el tronco de la larguísima polla. Antes de que eyaculase, se levantó como una exhalación y, montándolo a pelo, lo hizo cabalgar por el prado, casi desbocado, hasta que se cubrió de sudor. Bajó la mujer y, haciendo cazoleta con la mano, recogió el abundante sudor de los flancos del caballo, haciéndolo gotear a la copa que tenía escondida. Tras eso, agradecida, acabó de masturbar al joven alazán hasta que eyaculó. El caballo pateó de placer su propio semen.

El cuarto trabajo estaba acabado.

***

El gigante Polifemo parpadeó su único ojo al ver a la minúscula figura que se acercaba. Era una miniatura de mujer, vestida a la forma egipcia. El no estaba para muchas visitas, pues la herida de su pie lo hacía sufrir de forma indecible. Tenía una astilla clavada entre el dedo pulgar y el índice; pero tan pequeña, que sus enormes dedos no podían pinzar para sacársela. El pie, infectado, goteaba pus y, ante cualquier movimiento, le dolía horriblemente.

Cloe se percató de inmediato de lo que ocurría. Sin quitarle la vista de encima al enorme gigante, buscó por los alrededores algunas hierbas, las masticó y formó un emplasto con barro formado por su propio orín. Luego, por señas, le indicó a Polifemo que iba a intentar curarlo. El hombre, harto de sufrir, accedió a ello. Con agua de un cercano manantial, Cloe lavó el pie. Luego, con sumo cuidado, quitó la astilla, apartándose de la trayectoria del chorro purulento que salio de inmediato. Tras limpiar bien la herida, aplicó el emplasto de hierbas. Inmediatamente, Polifemo encontró alivio. La llamó a su lado. Ella trepó sobre su inmenso pecho y, acomodándose entre los pelos de su hirsuta barba, se quedó dormida. No le importaron los inmensos ronquidos del gigante.

A la luz de una hoguera, la extraña pareja terminó de cenar. Polifemo lanzó un inmenso regüeldo que atronó el valle, devolviéndole el eco las lejanas montañas. Cloe rió con sones cristalinos. El gigante acarició el cuerpo desnudo de la mujer, con un solo dedo. Ella frotó su propia entrepierna contra la yema del dedo de Polifemo. Luego, por gestos, le indicó que la subiese hasta su vientre. Así lo hizo él, sin saber lo que se proponía la hembra.

Cloe, agarrándose al vello púbico de Polifemo, bajó hasta el pene, abarcándolo con ambos brazos. Comenzó a acariciarlo y, a los pocos segundos, el mástil comenzó a subir, hasta ponerse totalmente en sentido vertical. Como si subiese por una cucaña, la egipcia llegó hasta la punta del glande. Allí, embadurnándose el cuerpo desnudo con el pre-cum que destilaba la punta, se deslizó hacia abajo, arrastrando tras de sí la piel que recubría el glande. Cubierta de sudor y sustancia pre-seminal, Cloe indicó por señas a Polifemo que acabase él el trabajo. Entendió el gigante la propuesta y abarcando su enorme verga con su, no menos, enorme mano, comenzó a masturbarse. Cloe, se acomodó sobre la piel del escroto, entre los dos calientes testículos, casi cubierta por el vello rizado. Cuando presintió que el orgasmo del hombre estaba cerca, se levantó y levantó los brazos hacia arriba, como quien se dispone a recibir un presente. El semen emergió tumultuoso y se deslizó por el miembro como la lava de un volcán. Cloe quedó empapada de arriba abajo. Cuando Polifemo la dejó en tierra, estrujó su propio cabello sobre la copa, dejando caer gruesas gotas de grumoso esperma. El quinto ingrediente estaba conseguido.

***

Tiritando de pavor, Cloe bajó el último tramo de la cuesta. Las paredes de la cueva chorreaban humedad, encharcándose en pequeños arroyuelos que convertían la tierra en un barrizal. La mujer andaba titubeante, con el miedo añadido de resbalarse. Sobre su pecho, abrazaba la copa de oro, con cuidado de no derramar su tan difícilmente conseguido contenido. Conforme llegaba al final, el vello de su cuerpo se erizaba, consciente del horror que tendría que soportar. Al doblar un recodo, un largo tentáculo la enlazó por la cintura y la arrastró hacia el interior de un habitáculo excavado en la roca. Cloe cerró los ojos mientras soltaba un alarido, presintiendo que iba a ser devorada por un monstruo. Sin embargo, su grito cesó en cuanto notó varias manos acariciando su cuerpo. Era una sensación tan voluptuosa, que entreabrió los párpados para ver quienes la estaban tocando. Ante ella, una extraña forma, mitad humana , mitad animal, le sonreía lascivamente. La cabeza, aún siendo deforme, presentaba rasgos humanoides. Los ojos eran chispeantes. La boca, sin dientes, formaba con los labios una especie de pico carnoso, que se distendía en una mueca de regocijo. Del tronco, a ambos lados del cuerpo, salían largos tentáculos, terminados en manos humanas. Cloe contó hasta cuatro de ellos. En lugar de piernas, había más tentáculos, que se apoyaban en el suelo. Entre los dos delanteros, colgaba un último tentáculo – éste más fino – cuya punta tenía la forma exacta de un glande. Cloe se dejó acariciar por las cuatro manos, que llegaban hasta los lugares más recónditos de su cuerpo. Se sintió desfallecer. Su cuerpo estaba agostado tras dos semanas de riguroso ayuno de alimento sólido. Sus intestinos y todo el resto de su aparato digestivo resonaban totalmente vacíos. Las caricias fueron in-crescendo. Las manos pulposas hurgaban en su clítoris, en su vagina, en su ano. Sus pezones fueron retorcidos, sus senos palpados hasta la saciedad. El tentáculo-verga se deslizó entre sus muslos, penetrando lentamente hasta su útero. Cloe se sentía plena, exultante. Un rosario de orgasmos la sacudió, y se hubiese desplomado al suelo si no hubiese estado bien sujeta por varios tentáculos, que la mantenían casi en volandas. Cuando creía que no podría aguantar un orgasmo más, notó el miembro del hombre-pulpo deslizarse fuera de su vagina para introducirse por su orificio anal. El carnoso músculo, muy elástico, se acomodó al tamaño requerido y, tras forzar el esfínter, culebreó por el recto, y sin detenerse, siguió su ascenso por los intestinos de Cloe. Conforme reptaba, iba soltando un flujo gelatinoso que hacía dilatarse todo a su paso. La mujer, medio desmayada, sintió una arcada cuando el glande atravesó su estómago, subió por el esófago y, atravesando la garganta, apareció por uno de sus conductos nasales. Al llegar a este punto, todos los tentáculos ciñeron fuertemente el desnudo cuerpo de Cloe, y soltando un gemido, el hombre pulposo eyaculó una gota de color verde esmeralda , que salió por la nariz de la mujer. A duras penas, Cloe pudo recogerla en su copa. Conseguido esto, se desmayó en los brazos de su amante. Ya solamente quedaba un trabajo que realizar.

***

 

En la cima de la más alta montaña del mundo conocido, Cloe hizo sonar el silbato. El frío helaba sus miembros, a pesar de estar cubierta con las blanquísimas pieles de un exótico animal. Estaba sola. A su alrededor, kilómetros y kilómetros de nieves perpetuas. Comenzó a nevar otra vez. Los copos, quedaron prendidos de sus pestañas, impidiéndole la visión. Una sombra se cernió sobre ella. De repente, algo la abrazó y se sintió trasportada por los aires. Tras un vuelo vertiginoso, atravesando unas hendiduras de la montaña, Cloe vio aparecer ante sí un mundo extraordinario, cálido y perfumado. Oía un fuerte batir de alas. La mujer, volvió la cabeza para ver qué o quién la estaba llevando. Quedó sin aliento al ver, a dos palmos de su rostro, la faz más hermosa que jamás hubiese visto. En ese momento, la depositaron en el suelo. Cloe, agobiada por la ropa – ahora innecesaria- se despojó de las pieles, quedando cubierta solamente por un sucinto taparrabos. El ser alado, la imitó, mostrando a la egipcia la perfección escultórica de un cuerpo viril. El rostro, sin embargo, era de una belleza femenina, de largos cabellos negrísimos que formaban ondas naturales cayendo hasta la misma cintura. También , como Cloe, se cubría el sexo con un taparrabos. De las dos paletillas, le salían unas enormes alas de plumas blanquísimas y sedosas, que, aún plegadas, llegaban con las puntas hasta el suelo. La mujer fue agasajada sin que nadie pronunciase una sola palabra. Cuando abrían la boca aquellos seres, de su garganta solo salían una especie de trinos, que era con lo que se comunicaban.

El ser alado que había trasportado a Cloe, intentaba no mirar a la egipcia, como si le diese vergüenza disfrutar de las desnudeces de su invitada. En cuanto pudo, le preparó un lecho de mullida paja y él se retiró a otro habitáculo. Pero Cloe lo siguió. Debía conseguir el último ingrediente, aún a costa de poner en peligro su vida. Se acercó por detrás al muchacho y, suavemente, comenzó a acariciarle la larga cabellera. El se volvió con los ojos dilatados, intentando no mirar los suculentos senos de la egipcia, que se restregaban contra él. Cloe lamió los desnudos pezones del ángel. Cerró los ojos y fue bajando su lengua por el estómago, por el ombligo, hasta llegar al taparrabos. Lo desprendió, aún con los ojos cerrados. Sus manos acariciaron las redondas nalgas, cubiertas de una ligera pelusilla. Su lengua siguió su descenso, agradeciendo la falta de vello púbico. La mujer se imaginó que llevaría el sexo rasurado. Siguió bajando, bajando, bajando… y no encontró nada. Abrió los ojos, sorprendida. El vientre continuaba, liso, entre las ingles del ángel. No tenía sexo. Ni de hombre ni de mujer. Miró hacia arriba, hacia el rostro de aquel ser angelical. Dos perlas diáfanas, cristalinas, brotaban de los ojos del ser sin sexo. Cloe comprendió que eran esas gotas las que debía recoger. Así lo hizo. Después, dando un dulcísimo beso en los labios del ángel, buscó a quien la trasportase a su mundo. Todo había acabado. La fórmula ya estaba completada. Ahora solo quedaba ejecutar la venganza.

 

CAPÍTULO –III - LA VENGANZA DE CLOE

 

La vieja ramera , observa , sin pestañar, el perfil del rostro adolescente. El muchacho es una réplica, exacta, del camafeo de coral que la mujer guarda entre sus manos sarmentosas. A un gesto, casi imperceptible, de su cabeza, una mujer madura sale de las sombras, acercándose al efebo. Remanga, impúdicamente, la corta túnica del esclavo, metiendo sus manos bajo el somero taparrabos. El muchacho no se inmuta: está acostumbrado a eso y a más, mucho más.

Pocos minutos después, los dos cuerpos – totalmente desnudos – yacen sobre una esterilla de cáñamo, copulando mecánicamente, con la falta de interés de quien – simplemente – se está exhibiendo. La vieja, de vez en cuando, se acerca a la pareja, tomando medida del falo del muchacho, o de la morbidez de sus nalgas, o sopesando los testículos, que cuelgan a su libre albedrío. Hecho esto, se acerca a la mesa en la que está extendido un papiro, y escribe unos garabatos. Con un ademán imperativo, indica, a los que yacen, que interrumpan su simulacro de coito. Pero, justo entonces, es cuando el muchacho está entrando en calor, y, sujetando con sus esbeltos y fuertes brazos, el cuerpo de la hetaira, sigue con sus movimientos, empujando su sexo enhiesto hasta las profundidades vaginales. La mujer, hace rotar sus caderas a un ritmo vertiginoso, queriendo acabar cuanto antes.

La vieja sale de la estancia, arrastrando sus pies descalzos. En la antesala, esperan los otros muchachos, los que pasaron la prueba anteriormente, aguardando su veredicto. Para cualquier otro observador, sorprendería la semejanza entre los rostros y figuras de todos los adolescentes allí reunidos. Una similitud que, al igual que el que aparece en el umbral en estos momentos , ocultando su húmeda verga, es – casi idéntica – al rostro que aparece en el camafeo.

A los pocos instantes, vuelve acompañada de otras tres mujeres. También han sido seleccionadas para cumplir su cometido, de inmediato. En el brillo enfermizo de sus ojos, en la forma que tienen al acariciar sus senos y sus sexos – por encima de los transparentes velos – se adivina que han sido escogidas por su enfermedad: son ninfómanas.

La desdentada vieja, grazna los nombres de tres de los muchachos. Los otros, desaparecen de inmediato. Los tres elegidos, desnudan sus vergas, avanzando hacia las tres enfermas. Estas, con un gorgoteo casi animal elevándose de sus gargantas, los atenazan entre sus brazos, aplastando sus marchitos vientres contra las carnes suculentas de los mozalbetes. Tres alaridos de placer agónico, retumba entre las cuatro paredes, cuando los falos penetran en los enfurecidos úteros.

Horas después, alumbrados con varias alcuzas de aceite, aún siguen dos parejas con su cópula frenética. Los charcos de sudor y semen empapan las esterillas. Uno de los muchachos, vencido al fin, levanta el brazo en señal de rendición, mientras saca la verga – exhausta – de la voraz vagina de la ramera.

Aún sigue la última pareja con el chapoteo de sus cuerpos sonando pegajoso en el cálido atardecer. Finalmente , demostrada su resistencia fuera de toda duda, el muchacho es rescatado de entre los muslos insaciables de la ninfómana. El es el vencedor. Ahora, será agasajado con el reposo del guerrero. Más tarde, será informado – en parte – de su misión.

***

 

El disco lunar refleja su plata en la superficie del espejo. Solo su luz ilumina la silenciosa estancia. Un ligerísimo fru-fru hace ondear el aire caliginoso procedente del próximo desierto. Nefer, la esclava , la putita de su señora, la virgen utilizada cientos de veces para los lascivos juegos de Cloe, hace cimbrear una larga pluma de pavo real, deslizándola – sinuosa – desde la frente hasta los pies de la puta egipcia. Sabe imprimirle la gracia exacta, el ritmo adecuado, para aventar las largas pestañas de su señora, para delinear sus labios mórbidos, para poner erectos los sensibles pezones, para arrastrar su roce por el vientre blanquísimo, por las anchas caderas, traspasando los límites prohibidos de la cansada vulva – ahíta de placeres – que parece que no volverá a tener sensibilidad, tras el trabajo inhumano al que le sometió su dueña . De repente, la negrita abre los ojos como platos, y una sonrisa felina desnuda sus dientes marfileños: con la última caricia de la pluma, al ligero rescoldo de los rayos lunares, la cerrada raja ha insinuado un tenue movimiento. " ¡Todavía queda vida! " – piensa la aguerrida adolescente, mientras arroja a un lado la bellísima pluma. Con las manos libres, la mirada chispeante y relamiéndose los labios, se zambulle entre los muslos de Cloe, que acaricia – con desgana – la cabecita oscura de apretadísimos rizos.

La mente de la hermosa egipcia, vaga por la oscuridad de sus recuerdos, añorando los cuerpos de sus niñas, que le fueron arrebatadas por los celos parricidas de una loca. Mientras su alma repasa los planes de venganza – ya iniciados - su cuerpo maduro comienza a palpitar bajo las sabias caricias de la adolescente. Según avanza el fogonazo en su entrepierna, calcinando todos sus puntos erógenos, los planes de venganza se diluyen en su pensamiento, asomando al exterior en forma de lágrimas ardientes. La esclava hociquea en la sonrosada herida de la vulva, dando la impresión de ser una bestezuela, una pequeña pantera negra que se está alimentando de carne humana.

***

 

La nube de incienso, densa y perfumada , nubla la visión de Benasur. Observa – oculto tras una columna – las evoluciones de las danzarinas de Isis. Los ojos del efebo luchan contra la humareda, parpadeando con el ansia de ver lo prohibido. Nadie sabe que está allí. Ha despertado, desnudo y derrengado, tras las innumerables horas pasadas hasta su elección definitiva. No sabe – ni siquiera – para qué ha sido elegido. Solo tiene la constancia de que su cuerpo – una vez más – no le ha fallado; de que su potencia y entrenamiento para las lides amorosas, han cumplido su cometido.

Benasur, encandilado por las bellas niñas que danzan, mueve sus hombros al ritmo que marcan con sus voces cristalinas. Su mente le transporta hasta su niñez, en las lejanas tierras de las que apenas recuerda el nombre. Y se ve, a sí mismo, danzando ante una estatua dorada. Junto a él, ungidos de pies a cabeza con olorosos aceites, brillan los cuerpos desnudos de otros niños de ambos sexos. El sudor corre por los rostros de dulces facciones. Los cuerpos giran , saltan, se enroscan sobre sí mismos, se cimbrean de una forma lúbrica que hacen lanzar vítores a los adultos que los observan…

Desde aquella danza han transcurrido varios años. Después de aquello, su cuerpo cumplió el cometido para el que había sido preparado, tanto con mujeres como con hombres. Y todos quedaron satisfechos de él. Su nombre corrió de boca en boca. Fue famoso en su tierra y fuera de ella. Y la fama le perdió, pues fue raptado y vendido como esclavo sexual…Acabó con sus huesos, con sus músculos jóvenes y su falo bien entrenado, en un lupanar para bisexuales en la ciudad de Menfis.

Tras varias semanas de usar sus dotes viriles, hace apenas unos días, sin mediar palabra, le habían llevado a unas estancias secretas del Templo de Isis. Allí, junto a una docena más de muchachos parecidos a él, había tenido que copular con mujeres maduras – prostitutas, sin duda – y mujeres enfermas de ardor uterino. Lo habían mirado, medido, calibrado, palpado y cotejado. Y, por lo visto, había salido triunfante de la prueba.

En estos momentos, una anciana sacerdotisa repara en él. Se acerca con pasitos cortos y, para cubrir su desnudez, le alarga un trozo de tela blanca. Luego, mientras él se la ciñe a la estrecha cintura, le hace signos de que la siga. Lo está esperando La Señora, Cloe, para aleccionarlo sobre la misión que le espera.

***

Resguardadas por el cañaveral, Cloe y su joven esclava se adentran en el río. Conforme avanzan, las aguas, van mojando sus blancos ropajes que se ciñen a sus carnes como una segunda piel. Ríen las dos, al ver reflejada en la otra su propia semidesnudez. Pasa un tronco flotando cerca de ellas. Con un chillido de miedo, la negrita se abraza a su ama, temiendo verse atacada por un cocodrilo. Pasado el primer susto, siguen abrazadas, notando la caliente entrepierna que aplastan la una contra la otra. Los senos – opulentos, blanquísimos, maduros y perfumados de Cloe – rozan los pezones de la esclava, que los incrusta – como dos carbones encendidos – contra el corazón de su ama.

Allí mismo, de pie entre las cañas, con la corriente chocando fría sobre sus ardientes cuerpos, las dos mujeres se aman una vez más. Los gruesos labios de la niña , beben de la lengua de Cloe, bajan por la cuenca de su garganta, maman de los pequeños riscos sonrosados y , bajando, bajando, aún a riesgo de ahogarse, bucea entre los muslos encharcados de su ama, despreciando la corriente del río, para mordisquear con sus pequeños dientes la perla que brilla ligeramente desplazada de su concha.

Boquea Cloe, como pez fuera del agua. Abre loslabios para gemir, más su delicioso lamento queda en suspenso : un ruido extraño, como el de un cuerpo arrojado al agua, interrumpe su atisbo de orgasmo. Callan las dos, y, cogidas de la mano, espían entre las cañas.

A dos pasos de ellas, casi en sus mismas narices, un hombre se está bañando. Tras nadar unos minutos, sale hacia la orilla hasta que el agua le llega a la mitad de los muslos. Le están viendo de espaldas. Por la figura, por la musculatura, adivinan que es un hombre joven. El nadador se inclina hacia delante, formando un cuenco con las manos para lavarse la cara. Al hacerlo – teniendo las piernas bastante abiertas, con los pies bien afianzados en el lecho limoso del río – queda expuesto ante las miradas femeninas todo su trasero, incluidos los bamboleantes testículos y el ligeramente dilatado ano. Cloe se relame unas gotitas de humedad que perlan su labio superior. En ese momento, el joven – pues joven es – se vuelve hacia donde están ellas. Quedan rígidas unos instantes, temiendo haber sido descubiertas. Pero el sol juega a su favor, y los ojos del efebo quedan deslumbrados por la reverberación del agua. Si por la parte de atrás quedaron admiradas, por la de delante es digno de satisfacer a una diosa, o a un dios, o a los dos si fuese preciso. La mirada de Cloe recorre el largo príapo, observando el grueso balano circuncidado, enredándose en el tupido tapiz del pubis viril, subiendo por el vientre aplanado hasta la masa musculosa de sus pectorales. Por último, dejándolo para el final ( pues teme que el rostro no vaya parejo con tan perfecto cuerpo ), descubre que el joven no es otro sino Benasur, el efebo comprado por ella misma y que será el instrumento elegido para su venganza.

***

Sueña, en su tienda, Cloe con Benasur. Su blanco cuerpo chorrea sudor. Está ella sola. No quiere a nadie. Solo quiere a Benasur … pero no puede ser. El está destinado… a lo que está destinado. Ella no puede, no quiere encapricharse de él . No debe enamorarse.

Solloza amargamente, sabiéndose perdidamente enamorada. Su mente, su razón, le ordenan, una cosa. Su corazón y su vagina le gritan otra.

Bajo el palmeral, entre las dunas, está la solitaria tienda en la que reposa el elegido. Los pies de Cloe se hunden en la arena, casi arrastrándose, como si una fuerza superior a su raciocinio la empujara.

Bajo las tupidas telas, la oscuridad proporciona un cierto frescor, pero no mucho. El muchacho, empapado en sudor, duerme profundamente. Su tórax sube y baja acompasadamente. El holgado taparrabos deja salir parte de su preciosa carga. Cloe, desde la puerta, se deleita con su visión. Baja la cortina. Ahora, la penumbra es completa. La mujer tropieza con la arruga de una alfombra, cayendo de rodillas hacia delante, con la cara casi en el suelo. Pero no es el suelo lo que toca su rostro. No. Es el cielo. Ha caído entre los muslos de Benasur, a unos centímetros de su verga. Cloe respira hondo. El aire que sale de sus fosas nasales, hace moverse los pelitos testiculares del muchacho. Grandes goterones de saliva se forman en la boca de la egipcia. Duda hasta el último momento. Pero la suerte está echada: en esos instantes, quizás debido a un sueño erótico, el grueso pene se endereza de golpe, cabeceando en la ingle del efebo… yendo a dar – de lleno – contra los labios entreabiertos de su ama.

***

En la fría noche del desierto, Cloe se acurruca entre los fuertes brazos de Benasur. El muchacho la ha complacido como nunca lo hizo nadie. Ha sabido tocar con su báculo en el mar de su entrepierna, para que esta se abriese y le dejase paso. Y han estado pasando y pasando, todas las veces que ella ha querido, sin límite, sin freno, sin control. Silbando como serpiente, aullando como loba, ladrando como perra. Y, al final, cuando toda ella estaba en carne viva, él se ha derretido en su interior.

Al día siguiente llegarán al lugar. Al sitio donde Cloe llevará a cabo su venganza. Y, como les queda muy poco tiempo, ella le recuerda su misión:

En la ciudad a la que vamos, habita la Madre horrible, la asesina que mató con sus propias manos, con sus propios pezones, a sus dos niñitas. Contra ella vamos. Contra ella es mi Venganza, y ésta, será terrible.

Por los camafeos que compré a precio de oro, hemos comprobado que tú, mi Benasur, eres idéntico al hermano de las gemelas, al hijo cuya Madre incestuosa llevó a la muerte por consunción, por la locura de su furor uterino que se cebó en su propio hijo.

Has sido elegido entre muchos otros – tú lo sabes – y estás más que preparado para hacer frente a una loca de tal envergadura. Ahora, en la ciudad, conseguiremos – sobornando a criados de la casa – ropas y demás accesorios de los que usaba el pobre muchacho, para conseguir una copia idéntica a él, revivida en carne y hueso : Tú .

Una vez consigamos hacerle creer a ella – cosa más que probable , pues su locura está más que probada – que tú eres su hijo, te irás a vivir con ella, accediendo a todos, absolutamente todos, sus deseos. Harás de hijo cariñoso y de amante insaciable.

Una vez conseguido esto, te diré la segunda parte del Plan. ".

***

 

El viejo eunuco entra silencioso en la habitación de su Ama. Sobre el lecho, los jadeos ininterrumpidos le informan de que la lucha carnal continúa.

Tiemblan sus manos portando la bandejita con viandas. Los dátiles, las almendras y las aceitunas, son de lo mejor que ha podido conseguir en el mercado. Deja la bandeja sobre una mesa de alabastro, y comienza a recoger el servicio utilizado anteriormente.

No quiere mirar. Lucha por no mirar. Pero la tentación es muy fuerte. Sus ojos, exageradamente subrayados con lápiz negro, se elevan – temerosos – hacia el lecho. En esos precisos instantes, el bellísimo joven (presuntamente hijo de su Ama ) bordea con la punta de su verga los labios vaginales de la mujer madura, que espera a cuatro patas, con el sexo tembloroso como el de una perra en celo, la acometida de su hijo.

Entra el príapo, centímetro a centímetro. La mujer mesa sus propios senos, con un extraño ronroneo gorgoteando por su laringe. Acepta en su interior, por centésima vez aquella tarde, el pene férreo de su amor, de su hijito, que la quiere tanto. Su querido hijo, que le han devuelto los dioses, tras habérselo arrebatado durante tanto tiempo. El sacrificio de las gemelas no fue en vano. Al volcar su odio contra sus propias hijas, pudo recuperar a su hijo, pues los dioses no devuelven a sus presas salvo que les ofrezcas otras más apetecibles.

El chico para unos instantes tras notar el orgasmo de la mujer. Toma aliento, algo cansado. Pero está contento, muy contento. El plan está saliendo según lo proyectado por Cloe. La loca, desesperada por tirárselo, no tuvo ninguna duda sobre si era su hijo o no. Dio por sentado de que sí. Y, apenas lo había dejado probar bocado, cuando ya lo estaba buscando, escarbando bajo su túnica, deslizando sus maternales labios por las fuertes tetillas de su supuesto hijo.

Benasur moja su glande en aceite lubricante. De un golpe, ensarta a la ninfómana por vía anal. Se retuerce ella como una culebra, ensartada por el centro de sus blancas nalgas. El chico la somete a su voluntad, haciéndole que pierda la poca razón que le queda.

El eunuco, llorando su perdida virilidad, sale arrastrando los pies. En el pórtico, respirando hondo, deja que sus ojos se pierdan en la lejanía. El sol se está poniendo. Esta noche será la primera con luna llena.

***

 

En un cuartucho escondido, Cloe espera a Benasur. Aprovechando un ligero duermevela de la parricida, el efebo corre hacia donde está su dueña. Por el camino, siguiendo instrucciones de Cloe, ha nadado unos instantes en la alberca, limpiando su cuerpo y su espíritu de los efluvios y humores de la ninfómana. Ahora, fresco y rozagante, entra – desnudo – a su nido de amor. Usan varios minutos en besarse como locos. Cloe moja con sus lágrimas el rostro amado. Hacen el amor por última vez – ella lo sabe, él no – sobre una inmunda estera. Benasur, con el cuerpo acostumbrado a excesos muy superiores, responde de inmediato a los requerimientos carnales de la egipcia.

Gozan el uno del otro con pericia. Ella, prostituta desde su lejana adolescencia. El, otro tanto de lo mismo. Se acoplan como dos piezas hechas para encajar. La ranura perfecta de Cloe, acoge el grosor inaudito de la verga del elegido. Les faltan manos, les faltan labios, les faltan sexos, para proporcionarse todo el placer que quieren darse el uno al otro.

El falo moreno de Benasur, chorreando humedades vaginales, se hunde ahora en el exquisito ano de la hetaira egipcia. El esfínter de la mujer hace alarde de flexibilidad, aceptándolo íntegro sin un ¡ hay! .

Cloe tiene el corazón oprimido. Sabe que, para él, es la última oportunidad de gozar plenamente. Como última ofrenda de amor, chasquea los dedos en el silencio del cuarto. Se abre la puerta y, una figura oscura se recorta a contraluz. Es un negrazo enorme. Su musculatura puede derribar a un toro. Su cráneo pelado brilla con los últimos rayos del sol. Al dar un paso hacia el interior, una enorme verga se contonea entre sus muslos.

El hombre es silencioso. Cierra la puerta tras de sí y, en dos zancadas, se coloca junto a la pareja que yace sobre la estera. Cruza una mirada con Cloe. Asiente. Benasur sonríe, sin comprender, aunque en el brillo de su mirada se advierte cierta admiración por el cuerpo del negro. La mujer atrae, una vez más, el cuerpo del efebo sobre ella. Lo acoge en su vagina , casi maternalmente. Breves segundos después, la egipcia nota – por el peso- de que el negro está cabalgando – a su vez – al muchacho. La verga de Benasur es puro hierro, que machaca el útero de Cloe. El negro, tras un ligero tanteo, consigue la suficiente dilatación para penetrar al chico. Entra la gran boa negra por el círculo de fuego de Benasur. Gime el elegido, acompasando los envites dados a los recibidos…

***

 

Cloe, trémula, musita las últimas instrucciones a Benasur. Ya pasó el tiempo del goce. Ahora solo queda la venganza.

De una jarra de barro, saca una copa de oro envuelta en un paño. Dentro, un mejunje, una pomada de extraña textura y rarísimo perfume. Con gran reverencia, Cloe le entrega la copa a Benasur :

… " cuando la luna llena reine en el cielo, debes cubrir todo tu cuerpo con una pátina del contenido de esta copa. No debes escatimarlo; pero calcula que te llegue para tres noches. Embadurna – sobre todo – las partes de tu cuerpo que estarán más en contacto con las de tu "madre". Es imprescindible que, cada noche, ella acabe tan untada como tú. No flaquees, mi amor. Todos los trabajos que hice yo, más todo lo que estás haciendo tú, nos los jugamos en estos tres días. Ya sabes: mientras la luna esté en el cielo, tú debes restregarte contra la mujer. Por fuera y por dentro. Contra más dentro, contra más orificios y conductos embadurnes, será mejor para el plan.

Y, por último: durante estos tres dias, nosotros no nos veremos. Luego, ya me haré cargo de ti. Recuerda que, la última noche, cuando ya no quede untura, cuando la luna se esté apagando, cuando ya estéis casi dormidos, debes beberte el licor que contiene el anillo que te regalé. No lo hagas antes… ni después. ".

Cloe oculta las lágrimas mientras se aleja Benasur. Sabe que el muchacho es listo y que no le fallará. Y, sabe también, que no volverá a verlo más…vivo.

***

 

Un intenso perfume inunda el dormitorio. Benasur se acerca a la mujer que lo mira hambrienta. El cuerpo musculoso del muchacho brilla bajo el espeso aceite con el que acaba de embadurnar su piel. La luna arranca reflejos de su epidermis morena, lisa y sin mácula, incrementando la hermosura del joven apenas imberbe.

La hembra, con los ojos dilatados, contempla la escultural belleza de su hijo. Siente el sexo licuado, goteante, deseoso de que lo apacigüe la filial verga.

Benasur, chorreando unte, da una tremenda palmada en la blanquísima nalga – algo ajada – de la mujer. Salpica el aceite por doquier. Una gota culebrea entre la hondonada nalgatoria, perdiéndose en la sima profunda del ano femenino. La mujer, loca de deseo, se pone a cuatro patas, esperando la acometida que no llega. El muchacho – siguiendo las instrucciones recibidas – restriega su piel contra la piel ardiente de la ninfómana. Sus manos – tan sabias – recorren los montículos, los recovecos, los valles y altozanos de la hembra ofrecida. Pronto están los dos en igualdad de condiciones, embadurnados de arriba abajo por el oloroso pringue.

Es entonces cuando el muchacho pasa a la siguiente fase. La parte externa ya está cubierta: ahora toca la interna.

Sigue a cuatro patas la madre incestuosa. Sus pechos se bambolean colgando sobre la cama. Tiene las nalgas elevadas. Entre los muslos, brillantes de aceite, asoma la raja alargada formada por los labios vaginales. Hasta el fruncido ano boquea intermitentemente, esperando, esperando, siempre esperando.

Un alarido de gloria resuena en la noche. El hijo ensarta a su supuesta madre, con el hierro candente de su joven virilidad. El interior del útero es ungido con la pomada que rezuma el grueso glande. Mientras la penetra, Benasur observa – con ojos expertos – el cuerpo de la mujer. De cuando en cuando pasa una mano por aquí o por acullá, cubriendo de aceite algún trozo de piel que quedó seco…

El esfínter apenas ofrece resistencia al nudoso príapo. El ano engulle la verga hasta los mismos testículos, apretando con sus músculos el largo miembro. Benasur, palpa el bajo vientre de la mujer, buscando el protuberante botón de su clítoris. Apenas lo roza, un seísmo estalla convulsionando el cuerpo de la hembra. El chico casi puede notar las ondas que recorren las cavernas femeninas. Su rabo queda aprisionado en lo más profundo del recto materno. La mujer, aullando, retuerce sus propios pezones en el paroxismo del orgasmo.

Derrumbados ambos sobre el lecho, el cuerpo del hombre aplasta las carnes palpitantes de la hembra. Su miembro queda libre de la prisión anal, y el chico lo saca totalmente erecto. Mientras la mujer resuella, Benasur se levanta un instante en busca del aceite. Vuelve a la cama con la verga en ristre, goteando de sustancia letal. La bellota del glande está amoratada, ansiosa por descargar el esperma acumulado.

A horcajadas sobre la mujer, el efebo desliza su virilidad entre las montañas de sus senos. Ella los une, dejando un estrecho canal por el que el chico entre y salga a su antojo. Benasur adelanta sus caderas, ofreciendo sus genitales a las caricias maternas. Mientras, él, rebusca entre las piernas de la mujer, hundiendo tres dedos piadosos en la hirviente vagina.

La ninfómana, agarra finalmente la estrecha cintura del prostituto y, abriendo una inmensa boca que le descoyunta la lujuria, chupa con ahínco la larga polla de sabor oleoso. Entra la verga hasta la campanilla y más allá. Es tanta su ansia, tan imperioso su deseo, que los músculos de la garganta se relajan automáticamente, dejando paso expedito a todo lo que quiera entrar. Benasur, que aguantó hasta aquí, se deja llevar por la ola que se eleva desde sus testículos, arrojando un caudal ingente de esperma que – junto con el aceite- baja a raudales hasta el estómago de la mujer.

***

 

Hace horas que Benasur rebañó las últimas gotas contenidas en la copa. Han sido tres días, con sus noches, de repetir – incesantemente- el acto amoroso con todas sus variantes. La luna se está elevando en el cielo estrellado. La misión está cumplida. Los cuerpos de ambos están cubiertos por una capa oleaginosa que, poco a poco, empieza a endurecerse. Agotado, el muchacho, no quiere dormirse antes de realizar la última petición de Cloe. Con un gesto lánguido, aprieta un pequeño resorte que adorna el anillo regalado por su amada. El muchacho lame sus gordezuelos labios ( que le saben al sexo de la hembra ) antes de sorber la única gota que esconde el rubí. Luego, su mirada queda prendida en la redonda cara de la luna. A los pocos segundos, ya está muerto.

***

La mujer despierta poco a poco. Nota una sensación extraña. Una inmensa laxitud desmadeja su cuerpo; sin embargo, nota su cerebro, sus pensamientos, sus sensaciones, de una forma vívida, mucho más fuertes que normalmente.

Recuerda a sus hijas, las odiadas gemelas, las que le quitaron el amor de su esposo – primero – y que luego pretendían arrebatarle a su hijo, a su enamorado. Pero ella fue más lista, y las quitó de en medio.

Nota la frialdad de una lágrima deslizándose por su mejilla. Su mente despierta la obliga a enjugársela; pero la mano le obedece lentamente. Casi no tiene fuerzas para acercarla hasta su cara. Cuando al fín lo hace, advierte que no es una lágrima lo que se arrastra por su lagrimal. Es algo que repta, que cosquillea junto a su ojo. Lo agarra con dos dedos torpes, y lo mira a contraluz, aprovechando un rayo de luna. Es un largo gusano, fino y de color blancuzco, que se retuerce ante su atónita mirada.

Comienza a ser consciente de que su cuerpo está acorazado, cubierto por una costra cada vez más impenetrable. Y algo rebulle bajo su superficie. Lo siente por todo su cuerpo. Nota como un pinchazo, como un diminuto mordisco, en el pecho izquierdo. Saca fuerzas de flaqueza para escarbar con sus uñas, hasta que rompe la cáscara que cubre el seno. Un borbotón de gusanos salen por el agujero. Y entonces, con un súbito fogonazo, todo su cuerpo se transforma en una llamarada de sordo dolor. Sabe que se la están comiendo viva. Y ella no puede hacer nada, absolutamente nada. Salvo gritar. Pero al abrir la boca, desde lo más profundo de su estómago, una procesión de orugas ahoga sus alaridos.

Cocida en sus propios jugos, devorada muy lentamente, la mujer añora la locura que la mantuvo alejada de la realidad durante tantos años. Ahora está cuerda, y percibe – paso a paso, bocado a bocado – lo que la pléyade de gusanos están haciendo en su interior. Sabe que están respetando sus órganos más imprescindibles, los que necesita para seguir alentando, para seguir sufriendo. Todo lo demás está siendo deglutido…

***

Cloe entra en el fétido dormitorio. La acompañan dos esclavos. Los tres llevan la boca y las fosas nasales cubiertas por un paño perfumado: de otra forma sería imposible aguantar el hedor del cuerpo putrefacto.

Los esclavos se llevan el cuerpo de Benasur. Al morir inmediatamente, los gusanos no han llegado a salir de sus huevos, y han desaparecido de su organismo.

La egipcia se acerca al montón de carroña, aplastando con las sandalias los insectos que reptan por doquier. La coraza ya está resquebrajada, y muestra el inmundo horror que es ahora el cuerpo de la parricida. Sobre un pequeño montículo, que era antes el rostro de la mujer, una pequeña esfera sigue – esperanzada – los movimientos de Cloe. Espera la misericordia de una muerte rápida, de un golpe certero. La prostituta egipcia, rebusca bajo su túnica hasta que encuentra un objeto con aspecto de joya. Lo acerca lentamente al ojo desorbitado, para que llegue a ver lo que le muestra. Es un camafeo, con los perfiles tallados de las dos gemelas asesinadas por su madre. La parricida no puede cerrar un párpado que no tiene, por lo que debe aguantar la visión que le impone Cloe. Quiere simular pena, quiere traslucir arrepentimiento, entendiendo – de golpe- que los asesinatos que cometió con sus hijas, son los responsables de su horrendo sufrimiento actual. Pero es tarde, muy tarde.

Cloe, pulsando tras el camafeo, hace salir – entre ambos rostros tallados- una finísima aguja que acerca inexorablemente al globo ocular despavorido. El chapoteo del ojo al reventar, hace coro con el sonido líquido de los gusanos, tragando la carne infecta de la parricida.

***

Cloe aventa las cenizas de Benasur. Todo acabó para ella. La venganza está cumplida. Su amor ya está muerto, utilizado para la venganza. Ahora solo queda volver al Templo. La Diosa la espera. El círculo se ha cerrado .Una vez más, como al principio, será Danzarina de Isis. Aunque, de ahora en adelante, como Suma Sacerdotisa.

 

FIN

 

Carletto.

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