LA MANSIÓN DE SODOMA
1.- Bestias, gerontes y tortillas
La vieja ama de llaves gargajeó en el suelo, antes de entrar en la cuadra. Con su mano sarmentosa intentaba cubrir la agonizante luz del candil de aceite. En el exterior, el aire húmedo presagiaba la tormenta. Con cuidado de no pisar ninguna boñiga, sorteando los aperos de labranza, atravesó la inmensa cuadra , buscando al criado. La vista de la anciana ya no era la de sus tiempos mejores ; pero su oido seguía siendo perfecto. Tras unas balas de paja, le pareció oir unos jadeos, junto con unos gemidos dolientes. Ya lo había encontrado. Pisando sobre el húmedo estiércol, dio la vuelta para sorprender al criado con quién puñetas estuviese.
Aguzó la vista, levantando un poco el candil. De espaldas a ella, con los pantalones arrastrando por la mierda, con las nervudas nalgas agarrotadas en el inicio del orgasmo, el mozalbete daba golpes de cadera contra alguien que, la anciana, no distinguía a ver. Al final, eyaculó con tal jadeo de placer, que puso de punta los escasos vellos púbicos de la abuela. Al darse la vuelta el gañán, la anciana le pudo ver en toda su plenitud el monstruoso miembro, inapropiado a su edad ni a su constitución física. Los muslos del muchacho no eran enclenques, sino musculosos y bien formados ; pero la verga era de una longitud y grosor rayanos en lo animalesco. Y, hablando de animales : al apartarse el chico, el ama de llaves pudo ver a su pareja en la cópula. Una oveja de buen tamaño, de cuya vagina rezumaban los blancos borbotones arrojados en ella por su amante zoofílico. Al pobre animal, le temblaban las cuatro patas, y dio un balido de descanso al sacarle tamaño instrumento.
La vieja se comió con los ojos al zagalón. No le importaría ser su ovejita durante un rato. Por parte de él no había problema. Se puso a cuatro patas la octogenaria, con el escuálido culo en pompa. Con el escote abierto, los resecos pechos colgaban casi hasta el suelo, donde los renegridos pezones rozaban unas tibias cagarrutas caprinas, no muy distintas a ellos mismos. Arrodillose el galán tras su madura enamorada. Agarrando el objeto de su amor con ambas manos, lo dirigió a la larga abertura de lánguidos labios, acertando a la primera. Culeó la anciana putañesca al notar el enorme habón restregándose por su ( clausurada años ha ) grieta .
Los jugos ovejunos, todavía húmedos, sirvieron de lubricante. Entró la cabeza. Abrió la boca la vieja, agarrando un puñado de estiércol en cada mano. Un poco más. Los ojos se le cruzaron estrábicamente. Con un palmo más, los ojos quedaron en blanco total, así como su mente. Se cayó de bruces, con la boca abierta sobre una cataplasma de vaca. Como ya no podía hablar la vieja, el zagalón, dando por sentado que si no se quejaba es que quería más, le metió todo el armamento, rozando y desgarrando los interiores apolillados de la senecta . Agarrado a las huesudas caderas , el mozo comenzó con el bamboleo cadencioso, oyendo una música celestial. Tras el inevitable orgasmo , que rellenó los interiores de la viejuca como los de un pavo navideño, el muchacho cayó en la cuenta que, la música celestial, se debía al campanilleo de las llaves que colgaban de la cintura de la mujer.
Hasta varias horas después no despertó la interfecta. Muerta de dolores, despatarrada y churretosa, se arrepintió de su veleidad de la víspera. Recordó el recado que llevaba para el mozo : después de desayunar, los señores lo esperaban, recién bañado, en su alcoba conyugal.
Mientras se bañaba en la alberca, apartando los morros de los cerdos que se acercaban a beber, el muchacho al que llamaremos Rabudo, pues de su verdadero nombre no se acordaba ni él se entretuvo (mirando sin ser visto ) a dos lavanderas que golpeaban ropa blanca en el lavadero vecino. Las mozas, de muy buen ver y mejor palpar, ostentaban unas pecheras que ( si no fuese porque esto ocurría en 1800 ) diría que estaban siliconadas. Aquello no eran senos : eran cántaros ; pero de miel, como los de la canción. Y, a cada golpe que daban con la paleta de lavar, aquellos globos brincaban y rebotaban dentro de unas blancas camisolas, muy descotadas, recogidas en un corpiño de tela basta, que cumplía su cometido de recoger , elevar y realzar su contenido. Tanto lo elevaban, que , de cuando en cuando, se salía alguno por el escote. Entre risas y maldiciones, la muchacha del seno curiosón, lo volvía a meter dentro de la camisola. Pero , al cabo del rato, al llevar las manos mojadas con el lavoteo, traspasaron ambas la humedad a los escotes, con lo que al estar mojados- se transparentaban, dejando ver perfectamente su par de contenidos.
Rabudo, oculto hasta los ojos por los morros de los cerdos, notaba su vergajo sobresalir del agua. Le pegó una patada en el hocico a un gorrino de ojillos viciosos, que le quiso catar la verga, creyéndola nabo comestible. Las lavanderas , creyéndose solas, ya jugueteaban con deseos decididamente lésbicos. Se palparon mutuamente los globos ( y no precisamente los oculares ), echando mano a las junturas de sus muslos. Se levantaron las luengas faldas, mostrando sus pelambreras brillantes de jugos. Despatarradas una frente a otra, escarbaron con los mangos de las palas de lavar los canalones genitales y , próximas al orgasmo, juntaron sus bocas en apasionado beso. Como eran un poco masocas, aprovecharon el abrazo para darse nalgadas mutuamente, con las palas , dejándose las ancas hechas un santo cristo.
Arrugado como un garbanzo, Rabudo salió de la alberca. Primeramente salió su verga, y , varios centímetros más tarde, salió él. Vestido con sus mejores galas, entró por la puerta de servicio a la Mansión. Ya lo esperaba una doncellita pizpireta, nueva en la casa, que lo miró de arriba abajo, con desdén. Bueno, abajo lo miró con menos desdén. Subieron por intrincados pasillos y escaleras. Volvieron recodos. Traspasaron puertas y portalones. La Mansión era enorme. Si hubiesen entrado por la puerta principal, habrían llegado en un pis-pas. Pero no era cosa. Cada cual en su sitio. Los criados, por la puerta de servicio. Independientemente de los "servicios" que les fuesen a proporcionar a sus señores.
Continuará
Carletto.