MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA .- SEXTO CAPITULO
Sobre el asiento del tren, llevaba desparramadas las cartas que había recibido durante mi internado y que , la Superiora , me había ocultado siguiendo instrucciones de mi padre. Ahora, fallecido él y libre yo, la monja había optado por entregármelas en un apretado atillo. No eran muchas; pero todas las remitían Rosa, La Relamida y Jenaro, la Maricuela.
Entre faltas de ortografía y algunos goterones ( que supuse lágrimas ) cada uno de mis amigos me iba contando su historia. Entre otras cosas, Jenaro me confesaba lo siguiente :
" cuando mi hermana llevó a su novio a vivir con nosotros mientras el muchacho encontraba donde alojarse inmediatamente se decretó que dormiría conmigo. Mi hermana para evitar tentaciones- dormiría con mamá, en su gran lecho de viuda.
Nadie supo que, las tentaciones, realmente, las iba a tener yo. Para mí, era un suplicio chino acostarme en la misma cama que aquél mozarrón semidesnudo. La primera noche no pegué ojo, oyendo resollar aquella montaña de músculos. Muy avanzada la madrugada, me quedé transpuesto y , al instante, soñé con grandes vergas que se rozaban contra mis nalgas. Yo quería huir , sin atreverme a disfrutar con aquello que se me ofrecía. Pero no podía dar un paso. Intentaba decir : ¡no !, ¡ no!, con el temor terrible por ser descubierto; pero la voz no me salía del cuerpo. Al final, me desperté entre sudores, sin saber donde realmente me encontraba. Seguía notando una dureza contra mi traste. Aguanté la respiración : era mi cuñado, que roncaba sobre mi oreja, con un musculoso brazo echado sobre mí , y apoyando su vergota contra mis sollozantes nalgas.
No te diré, Angustias, lo que sentí durante aquellos mágicos minutos. No osé moverme ni un solo milímetro, aunque rabiaba por hacer algún estratégico movimiento que hiciese rozar la enorme cabeza contra mi rosa negra. Me lo estuve pensando, sopesando pros y contras. Deshojando la margarita de mis miedos y mis deseos. Al final, cuando mi propio miembro ya pensaba el solo por su cuenta, me jugué el todo por el todo. Sinuosamente, como reptil venenoso, fui trasladando mi mano hacia atrás, en busca del palo de la gaita. Más, perra vida, justo en aquél momento, mi cuñado se dio la vuelta y mi abierta mano- solo encontró el aire de un estruendoso y muy viril pedo."
Reí , con complejo de cumpla, las desgracias de mi amigo. Más adelante, mi amiga La Relamida, me confesaba sus cuitas :
" y me enamoré del coño de la Bernarda. Ya sabes la que te digo, esa de las tetas gordas , que tenía cinco o seis chiquillos cuando tú vivías en el Pueblo. Pues sí. Esa. Con sus treinta y tantos y sus kilos de más. Estábamos en el lavadero, dale que te pego con el jabón y el cepillo, cuando vino su marido y le pegó un silbido. La Bernarda enderezó las orejas y le cambió la cara. Buscó con la mirada a su hombre, y lo vio esperando tras unas matas, abarcándose una erección impropia de un ser humano. Allí dejó el jabón, el cepillo y las bragas que estaba lavando. Las que llevaba puestas, se las fue quitando sobre la marcha y las dejó flotando al viento, colgando de una rama, como una bandera blanca de rendición .
No tardaron mucho; pero a mí se me iba un sofoco y me venía otro. Al final apareció la mujer, ahita, satisfecha de amor y orgasmos. El marido marchó hacia otro lado, hurgándose en una muela en busca de un rizoso vello.
Y, si yo tenía alguna duda sobre mi sexualidad, me la quitó la Bernarda de un plumazo. Acercándose a dos metros de mí, con ese desprecio olímpico de los adultos a los niños-adolescentes, se levantó las faldas y , acuclillándose en medio de la acequia del lavadero, dejó que el agua fría y clara de la corriente, se estrellase contra su magnífico, entreabierto, supurante, velludo, sonrosado y sonriente coño. El agua, al chocar contra su cueva marina, levantaba olas de espuma. Espuma blanca que arrastró, corriente abajo, el esperma de su macho.
Mis ojos de niña calibraron el esplendor de aquella concha, absorbiendo el fulgor que irradiaba. Y decidí que, costase lo que costase, mis labios catarían aquel almejón "
Tantas explicaciones íntimas, removieron un "no se qué" en mis partes blandas. Me entró un comenzón por el cono Sur, y , sin poder determinar si eran ganas de hacer un pis o de follar, me dirigí al pequeño retrete que suele haber en los trenes. Por el camino se me fue despejando la incógnita : era pipí, y seguramente algo de popó. Empujé la puerta del excusado. Estaba abierto, pero algo impedía que se abriese totalmente. Empujé decidida, acuciada por un retortijón. Se abrió lo suficiente para que metiese la cabeza. Y la metí, vaya si la metí. Y quedé boquiabierta. En el reducido espacio, contorsionándose como saltimbanquis, estaba una hermosa mujer empalada por un muchacho casi de mi edad. La polla del chico estaba como pegada a los labios vaginales, empujando y empujando, como si también quisiera meter las velluditas pelotas ( que , bien mirado, iban incluidas en el lote ). Maravillaba ver que , a pesar del traqueteo del tren, el muchacho solo tenía de agarradero las dos tetazas que le sacaba al hembrón por el escote, sin perder el equilibrio en ningún instante. ¿ Sería porque, tras él, un buen mozo a todas luces marido de la otra lo tenía enculado con palmo y medio de verga en semejante sitio ?. Debido a mi curiosidad, y acuciada por el segundo retortijón, entré cerrando tras de mí , sentándome en el trono y musitando un inaudible " Buenas tardes nos de Dios ".
Carletto.