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Memorias de una putilla arrastrada (Final)

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MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA- FINAL

En Francia estuvimos varios años. Rosa y Jenaro – finalmente – cumplieron su ilusión de cambiar de sexo. Escalaron puestos en la buena sociedad ( primero a fuerza de mamadas y coitos varios, después con tesón e inteligencia ), llegando hasta la cima de sus respectivas expectativas. Con el paso del tiempo, fuimos distanciándonos.

Yo, haciendo honor a mi sobrenombre, me hice puta profesional. Cortesana, como suelen decir los finolis. Y me daba igual ocho que ochenta. Tenía un vacío dentro de mí, que no podía llenar por muchos polvos que echase. El dinero me importaba un pepino. Todo me daba lo mismo.

Como puta arrastrada que era, me atreví con lo que ninguna se atrevía. Probé hasta lo improbable. Delante de mi cama hacía cola la "crem de la crem" francesa y parte de la nata extranjera. Me especialicé en vicios privados y públicas virtudes. Contra más repletas tenía mis arcas, más se me vaciaba el alma.

Con veinticinco años, dueña de uno de los más "chics" prostíbulos parisinos, caí enferma de depresión. Me cayeron de golpe todos los traumas que había rechazado, que había negado, durante toda mi vida. Tenía amigos, pero me faltaba algo. Tenía dinero, pero no me servía. Mi vida era una mierda pinchada en un palo.

Acudí al psicólogo. Derramé en sus orejas todo lo habido y por haber. Desde mis felices años en la conejera, hasta mis últimos polvos millonarios. Le hablé de los pedófilos. Le hablé de cómo me trataron en el pueblo, del escándalo y el rechazo. Le hablé de mi frigidez y del vacío de mi alma…

El psicólogo, carísimo pero muy buen profesional, detectó el origen de mi mal . Debía remontarme, encararme de frente a aquellos intercambios sexuales que tuve a los seis años. No tenía otro remedio más que mirar a los ojos a mis profanadores… de los que estaba rendidamente enamorada. Mi yo adulto condenaba sin paliativos todo lo que me habían hecho. Pero una parte de mí, congelada desde los seis años, añoraba todo aquello. Estaba sumergida en una especie de Síndrome de Estocolmo, del que no me podía liberar. Era consciente de que estaba casi tan loca como ellos.

El consejo del médico fue claro : debía sacar los muertos de mi armario lo antes posible. Era de vital importancia –para mi salud mental – solucionar el tema de mi relación con Ricardo y Ricarda.

***

 

Estoy en la puerta del Sanatorio. Mi corazón es un tambor que redobla furiosamente, destrozándome los tímpanos. Titubeo al hacer sonar el timbre. Inspiro profundamente.

Mientras espero en la sala de visitas, mi mente cabalga alocadamente. Veo pasar ante mis ojos - como una película muda – los cuerpos desnudos de Ricardo y Ricarda. Sus manos acercándose a mí. Sus ojos lanzando llamaradas de locura y deseo. Hermosos, hermosos, hermosos. Noto el sabor de sus sexos en mi boquita de niña. La vagina de Ricarda en un primer plano, acercándose más y más. El sexo enorme de Ricardo, desgarrando mi himen y mi niñez. Y sus caricias. Sus agobiantes, sus deliciosas, sus impúdicas caricias. Y sus voces, salmodiando – casi sin hilvanar las frases – una cantinela que me adormece, que me hace olvidar el fuego líquido que me late en la herida entrepierna.

Recuerdo la belleza insoportable de sus rostros. La morena perfección de sus rasgos agitanados. Y sus ojos que me taladran con la mirada. Esos mismos ojos que me miran desde el umbral de la puerta en estos instantes.

Ahí están, tranquilos, mansos. Con los cuerpos envueltos en camisas de fuerza. Con su belleza intacta, a pesar de los veinte años transcurridos. Me miran, me catan – una vez más – con sus ojos hambrientos. Y se pasan – a la vez – las lenguas por los labios, en un gesto obsceno, lúbrico, de una rijosidad tal que hace que me desmaye, incapaz de soportar el tremendo, el salvaje , el primer orgasmo de mi puñetera vida.

***

Despierto envuelta en luz. Todo blanco por doquier. Intuyo que es una habitación del Sanatorio. Intento levantarme, pero unas fuertes manos me retienen. Quedo absorta, mirando esas manos morenas, ligeramente velludas, fuertes, que me sujetan por los senos. Una manga , una bata blanca. Mi sonrisa se congela en los ojos y en los labios. Quien me está sujetando es Ricardo … ¿ o es Ricarda? . Son los dos, en uno solo.

Rechina la cama cuando alcanzamos el tercer orgasmo. Ricard, el tercer trillizo, el que auna en él la belleza de sus dos hermanos, me está poseyendo una vez más. Y su pene, idéntico al de su hermano, rememora en mí placeres que fueron prohibidos, pero que ahora son plausibles. Y beso su boca, muerdo sus labios, lamo su lengua, igual que me enseñó Ricarda. Y mis uñas hacen surcos en su espalda. Y mis caderas se incrustan en las suyas, aplastando sus testículos contra mi cuerpo.

Y , mientras, mis ojos son cataratas que no dejan de manar. Y siento que lo amo, que lo amo, que lo amo. Y él me mira con sus ojos bellos, inteligentes, sensibles y cuerdos.

Y le digo que me destile palabras obscenas en los oídos. Que me caliente todavía más. Que me haga convertirme en una máquina succionadora de esperma y de fluidos. Que me de diga lo que quiera.

Todo lo que quiera, menos la palabra que aún tengo en el corazón, clavada con alfileres :

"PUTILLA".

 

 

Carletto.

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