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Cloe (8: Los Trabajos de Cloe)

en Fantasías Eróticas

CLOE : ( 8.- LOS TRABAJOS DE CLOE )

Las plañideras, junto a la comitiva fúnebre, habían quedado al pie de la roca. La hermosa mujer, cubierta de pies a cabeza de tupidos velos negros, comenzó la ascensión , encaramada sobre los hercúleos hombros de un nubio sudoroso. Cloe , notaba los dedos del esclavo, engarfiados sobre sus ingles, traspasándole a los muslos el calor de sus callosas manos. En su cuerpo, siempre ávido de placeres, comenzaba a notar los efectos de la abstinencia sexual. Somnolienta por el seco calor del desierto y el monótono cántico de los sacerdotes, casi quedó dormida sobre su atalaya humana. Su mente se pobló de largas vergas negras, sudorosas y palpitantes ; de blanquísimos penes chorreando miel ; de vaginas sonrosadas ; de senos opulentos ; de traseros firmes…

Una ráfaga de viento hizo ondear los velos con aleteos de murciélagos. Cloe abrió los ojos a la inmensidad del desierto. La esfera incandescente , ocultaba su rostro tras el horizonte, resistiéndose a dejar de irradiar su calor. Todo lo que alcanzaba con su vista la mujer, era rojo y oro. Unas nubes color sangre flotaban a girones, como espumarajos de un toro agonizante.

La hermosa cortesana se deslizó hasta el suelo. Junto a ella, dos esclavas negras como el ébano, aguardaban portando sobre sus cabezas dos vasijas de barro, idénticas, adornadas someramente con unas tiras de jeroglíficos en espiral. A una señal de su dueña, las mujeres se arrodillaron sobre la piedra viva, destapando las vasijas para que Cloe pudiese hundir sus manos dentro de los recipientes, sacando un puñado de cenizas en cada una de ellas. Una flauta dulce lloró su tristeza. La madura prostituta, parpadeando para evitar las lágrimas, juntó ambas manos, formando un solo puñado que elevó sobre su cabeza. Como si esto hubiese sido una señal para el cielo, la brisa se hizo más fuerte. Entreabriendo los dedos, Cloe fue dejando salir las cenizas de sus manos unidas, con lo que éstas fueron arrastradas por el viento, difuminándose por el desierto. Repitió la operación largo rato, mientras quedaron cenizas de los restos de sus ahijadas, las Gemelas de Menfis. Con el último puñado, se desató el Simún en todo su furor. Todos cubrieron sus rostros y sus cuerpos de los alfilerazos de arena. El funeral había concluido.

***

La venganza de Cloe tenía que ser terrible. La desnaturalizada madre de las gemelas, debía pagar muy caros sus crímenes. Para ello , la antigüa Danzarina de Isis, estaba dispuesta a todo . Hasta a bajar a los infiernos, si era preciso.

La fórmula de la pócima mágica, la que haría desear la muerte mil veces a la asesina, se la musitó , con el aliento de su boca desdentada, la más vieja de las Sacerdotisas del Templo. Cloe la memorizó, asintiendo con la cabeza ante cada ingrediente revelado. Luego, dio órdenes precisas para los preparativos.

***

Las siete niñas púberes esperaban impacientes. Sus largos cabellos estaban trenzados con delicadas cintas, sus cuerpos rezumaban sensualidad contenida. Todas miraron a la hermosa mujer, que avanzó hacia ellas con gracia de pantera. No sabían quién era. Cada una había sido buscada y encontrada en distintos puntos de la ciudad, siempre con una premisa : tenían que ser absoluta y totalmente vírgenes. Y no solo físicamente. Sus cuerpos no debían haber experimentado, jamás, un orgasmo. El primero debía ser ahora. Inexcusablemente.

Una tras otra fueron pasando por las manos, por los labios, por la lengua de Cloe. Una tras otra le fueron ofrendando su primer flujo vaginal, su primer encuentro con el placer sexual. La mujer madura, recogía presta, con la lengua, las minúsculas gotitas que exudaba cada vagina, apenas acababan de estremecerse los tiernos labios de las niñas. Esa ligerísima eyaculación, la depositaba en una gran copa de oro, mezclada con los trasparentes hilos de su propia saliva..

Los siete muchachitos danzaban al son de una cítara invisible. También eran vírgenes. Puros como palomas. Cloe comenzó a danzar junto a ellos, en medio de ellos. Desplegó sus encantos ante ellos. Sus caderas giraron con movimientos asombrosos, condensando el aire a su alrededor con un halo turbio, sensual, que no podía acabar nada más que como acabó : con siete erecciones apuntando hacia ella. No podía perder tiempo. Si se descuidaba, alguno de aquellos machitos engarabitados podía derramar su elixir fuera del recipiente. Los hizo tumbarse en el suelo, formando un círculo. Los jóvenes miembros apuntando hacia el techo. Las manos, tras las cabezas. Cloe fue pasando de uno a otro, empalándose con sus deliciosos palitroques, absorbiendo con sus músculos vaginales la esencia virginal de cada uno de ellos. Cuando acabó, con el útero desbordado de semen, se acuclilló sobre la copa, dejando caer su precioso contenido vaginal dentro del dorado recipiente. No se perdió ni una gota. El primer trabajo, estaba terminado.

***

Para el segundo ingrediente, Cloe tuvo que viajar a una lejana isla y adentrarse en un laberinto. Durmiendo sobre haces de paja, la mujer encontró lo que buscaba : una bestia con cuerpo humano y cabeza de toro. Sus dedos acariciaron la piel costrosa del semi-animal, hasta que la poderosa erección quemó su mano. Hociqueó Minotauro al sentirse excitado. Sus ojillos se entreabrieron, mirando a la humana que palpaba sus genitales. Mugiendo de celo, la hizo ponerse a cuatro patas, tomándola por detrás, babeando espuma por su entreabierto morro. La baba táurida, goteó entre los homóplatos de Cloe, deslizándose por los sobacos hasta caer al suelo. Pero, antes, fue recogida con presteza por la copa de Cloe. Otro trabajo terminado.

***

La hermosa Sirena cantaba sobre la roca. Cloe observaba como movía los labios, pero no la oía gracias a unos tapones de cera. Si hubiese caido en la tentación de oirla, se habría vuelto loca de amor por la habitante de los mares, y arrastrada por ella hasta los oscuros parajes abisales. Los ojos verdosos de la mujer-pez, miraron con curiosidad – no exenta de deseo- el cuerpo de la extraña. Una vez que Cloe pudo poner su mano sobre el frio cuerpo de la Sirena, sabía que tenía la partida ganada. Ningún ser marino podía desaprovechar el contacto cálido de una piel humana, y así ocurrió esta vez. Las dos mujeres se abrazaron, juntando sus bocas, senos contra senos. La prostituta sentía la frialdad de las escamas contra su pubis. Ella buscó afanosa el punto exacto del cuerpo marino, donde encontró la ranura en la que introdujo los dedos. La Sirena abrió la boca en un alarido silencioso, al tiempo que cloe le mesaba los senos hasta que, cada pezón, destiló una sustancia lechosa que fue recogida por la boca de Cloe. Dejó a la Sirena dando coletazos orgásmicos, y nadó hacia la orilla, donde la esperaba la copa y su preciosa carga. Tres trabajos terminados.

***

Piafaban los centauros por el inmenso prado, llamándose unos a otros. Cloe se fijó en el más hermoso. Tenía el pelo de un color rubio ceniciento, muy largo, transformándose en crines que le bajaban por el centro de la desnuda espalda. La cara tenía una belleza varonil. Cuando reía, las últimas carcajadas dejaban de tener resonancias humanas y se transmutaban en alegre relincho. Sus pectorales, de pezones abultados, eran poderosos, a tono con las musculosas y esbeltas formas de su parte equina. La egipcia apareció ante él, saliendo tras las matas de altas hierbas que él mordisqueaba. Se asustó al principio, reculando con sus poderosas ancas. La larguísima cola azotaba el aire nerviosamente. Ella lo calmó con palabras tranquilas, susurrándole vocablos que él pareció entender. La mujer, usando el poder magnético que tenía sobre los hombres, le acarició los lomos, los pezones, bajando la palma abierta por el vientre del muchacho, siguió por la panza de la bestia, hasta encontrar el miembro del animal. El falo ya estaba erecto, goteando pequeños chorritos de blanco semen. Cloe lo masturbó, apretando deliciosamente los gordos testículos, bamboleantes entre las patas. Se agachó bajo él , y lamió todo el tronco de la larguísima polla. Antes de que eyaculase, se levantó como una exhalación y, montándolo a pelo, lo hizo cabalgar por el prado, casi desbocado, hasta que se cubrió de sudor. Bajó la mujer y, haciendo cazoleta con la mano, recogió el abundante sudor de los flancos del caballo, haciéndolo gotear a la copa que tenía escondida. Tras eso, agradecida, acabó de masturbar al joven alazán hasta que eyaculó. El caballo pateó de placer su propio semen.

El cuarto trabajo estaba acabado.

***

El gigante Polifemo parpadeó su único ojo al ver a la minúscula figura que se acercaba. Era una miniatura de mujer, vestida a la forma egipcia. El no estaba para muchas visitas, pues la herida de su pie lo hacía sufrir de forma indecible. Tenía una astilla clavada entre el dedo pulgar y el índice ; pero tan pequeña, que sus enormes dedos no podían pinzar para sacársela. El pie, infectado, goteaba pus y, ante cualquier movimiento, le dolía horriblemente.

Cloe se percató de inmediato de lo que ocurría. Sin quitarle la vista de encima al enorme gigante, buscó por los alrededores algunas hierbas, las masticó y formó un emplasto con barro formado por su propio orín. Luego, por señas, le indicó a Polifemo que iba a intentar curarlo. El hombre, harto de sufrir, accedió a ello. Con agua de un cercano manantial, Cloe lavó el pie. Luego, con sumo cuidado, quitó la astilla, apartándose de la trayectoria del chorro de pus que salio de inmediato. Tras limpiar bien la herida, aplicó el emplasto de hierbas. Inmediatamente, Polifemo encontró alivio. La llamó a su lado. Ella trepó sobre su inmenso pecho y, acomodándose entre los pelos de su hirsuta barba, se quedó dormida. No le importaron los inmensos ronquidos del gigante.

A la luz de una hoguera, la extraña pareja terminó de cenar. Polifemo lanzó un inmenso regüeldo que atronó el valle, devolviéndole el eco las lejanas montañas. Cloe rio con risa cristalina. El gigante acarició el cuerpo desnudo de la mujer, con un solo dedo. Ella frotó su propia entrepierna contra la yema del dedo de Polifemo. Luego, por gestos, le indicó que la subiese hasta su vientre. Así lo hizo él, sin saber lo que se proponía la hembra.

Cloe, agarrándose al vello púbico de Polifemo, bajó hasta el pene, abarcándolo con ambos brazos. Comenzó a acariciarlo y , a los pocos segundos, el mástil comenzó a subir, hasta ponerse totalmente en sentido vertical. Como si subiese por una cucaña, la egipcia llegó hasta la punta del glande. Allí, embadurnándose el cuerpo desnudo con el pre-cum que destilaba la punta, se deslizó hacia abajo, arrastrando tras de sí la piel que recubría el glande. Cubierta de sudor y sustancia pre-seminal, Cloe indicó por señas a Polifemo que acabase él el trabajo. Entendió el gigante la propuesta y , abarcando su enorme verga con su, no menos, enorme mano, comenzó a masturbarse. Cloe, se acomodó sobre la piel del escroto, entre los dos calientes testículos, casi cubierta por el vello rizado. Cuando presintió que el orgasmo del hombre estaba cerca, se levantó y levantó los brazos hacia arriba, como quien se dispone a recibir un presente. El semen saltó hacia arriba, se deslizó por el miembro como la lava de un volcán. Cloe quedó empapada de arriba abajo . Cuando Polifemo la dejó en tierra, estrujó su propio cabello sobre la copa, dejando caer gruesas gotas de grumoso esperma. El quinto ingrediente estaba conseguido.

***

Tiritando de pavor, Cloe bajó el último tramo de la cuesta. Las paredes de la cueva chorreaban humedad, encharcándose en pequeños arroyuelos que convertían la tierra en un barrizal. La mujer andaba titubeante, con el miedo añadido de resbalarse. Sobre su pecho, abrazaba la copa de oro, con cuidado de no derramar su tan difícilmente conseguido contenido. Conforme llegaba al final, el vello de su cuerpo se erizaba, consciente del horror que tendría que soportar. Al doblar un recodo, un largo tentáculo la enlazó por la cintura y la arrastró hacia el interior de un habitáculo excavado en la roca. Cloe cerró los ojos mientras soltaba un alarido, presintiendo que iba a ser devorada por un monstruo. Sin embargo, su grito cesó en cuanto notó varias manos acariciando su cuerpo. Era una sensación tan voluptuosa , que entreabrió los párpados para ver quienes la estaban tocando. Ante ella, una extraña forma, mitad humana , mitad animal, le sonreía lascivamente. La cabeza, aún siendo deforme, presentaba rasgos humanoides. Los ojos eran chispeantes. La boca, sin dientes, formaba con los labios una especie de pico carnoso, que se distendía en una mueca de regocijo. Del tronco , a ambos lados del cuerpo, salían largos tentáculos, terminados en manos humanas. Cloe contó hasta cuatro de ellos. En lugar de piernas, había más tentáculos, que se apoyaban en el suelo. Entre los dos delanteros, colgaba un último tentáculo – éste más fino – cuya punta tenía la forma exacta de un glande . Cloe se dejó acariciar por las cuatro manos, que llegaban hasta los lugares más recónditos de su cuerpo. Se sintió desfallecer. Su cuerpo estaba agostado, tras dos semanas de riguroso ayuno de alimento sólido. Sus intestinos y todo el resto de su aparato digestivo estaban totalmente vacios. Las caricias fueron in-crescendo. Las manos pulposas hurgaban en su clítoris, en su vagina, en su ano. Sus pezones fueron retorcidos, sus senos palpados hasta la saciedad. El tentáculo-verga se deslizó entre sus muslos, penetrando lentamente hasta su útero. Cloe se sentía plena, exultante. Un rosario de orgasmos la sacudieron, y se hubiese desplomado al suelo si no hubiese estado bien sujeta por varios tentáculos, que la mantenían casi en volandas. Cuando creía que no podría aguantar un orgasmo más, notó el miembro del hombre-pulpo deslizarse fuera de su vagina … para introducirse por su orificio anal. El carnoso músculo, muy elástico, se acomodó al tamaño requerido y, tras forzar el esfínter, culebreó por el recto, y sin detenerse, siguió su ascenso por los intestinos de Cloe. Conforme reptaba, iba soltando un flujo gelatinoso que hacía dilatarse todo a su paso. La mujer, medio desmayada, sintió una arcada cuando el glande atravesó su estómago, subió por el esófago y , atravesando la garganta, apareció por uno de sus conductos nasales. Al llegar a este punto, todos los tentáculos ciñeron fuertemente el desnudo cuerpo de Cloe, y , soltando un gemido, el hombre pulposo eyaculó una gota de color verde esmeralda , que salió por la nariz de la mujer. A duras penas, Cloe pudo recogerla en su copa. Conseguido esto, se desmayó en los brazos de su amante.Ya solamente quedaba un trabajo que realizar.

***

 

En la cima de la más alta montaña del mundo conocido, Cloe hizo sonar el silbato. El frío helaba sus miembros, a pesar de estar cubierta con las blanquísimas pieles de un exótico animal. Estaba sola. A su alrededor, kilómetros y kilómetros de nieves perpétuas. Comenzó a nevar otra vez. Los copos, quedaron prendidos de sus pestañas, impidiéndole la visión. Una sombra se cernió sobre ella. De repente, algo la abrazó y se sintió trasportada por los aires. Tras un vuelo vertiginoso, atravesando unas hendiduras de la montaña, Cloe vio aparecer ante sí un mundo extraordinario, cálido y perfumado. Oía un fuerte batir de alas. La mujer, volvió la cabeza para ver qué o quién la estaba llevando. Quedó sin aliento al ver, a dos palmos de su rostro, la faz más hermosa que jamás hubiese visto. En ese momento, la depositaron en el suelo. Cloe, agobiada por la ropa – ahora innecesaria- se despojó de las pieles, quedando cubierta solamente por un sucinto taparrabos. El ser alado, la imitó, mostrando a la egipcia la perfección escultórica de un cuerpo viril. El rostro, sin embargo, era de una belleza femenina, de largos cabellos negrísimos que formaban ondas naturales cayendo hasta la misma cintura. También , como Cloe, se cubría el sexo con un taparrabos. De las dos paletillas, le salían unas enormes alas de plumas blanquísimas y sedosas, que, aún plegadas, llegaban con las puntas hasta el suelo. La mujer fue agasajada sin que nadie pronunciase una sola palabra. Cuando abrían la boca aquellos seres, de su garganta solo salían una especie de trinos, que era con lo que se comunicaban.

El ser alado que había trasportado a Cloe, intentaba no mirar a la egipcia, como si le diese vergüenza disfrutar de las desnudeces de su invitada. En cuanto pudo, le preparó un lecho de mullida paja y él se retiró a otro habitáculo. Pero Cloe lo siguió. Debía conseguir el último ingrediente, aún a costa de poner en peligro su vida. Se acercó por detrás al muchacho y, suavemente, comenzó a acariciarle la larga cabellera. El se volvió con los ojos dilatados, intentando no mirar los suculentos senos de la egipcia, que se restregaban contra él. Cloe lamió los desnudos pezones del ángel. Cerró los ojos y fue bajando su lengua por el estómago , por el ombligo, hasta llegar al taparrabos. Lo desprendió, aún con los ojos cerrados. Sus manos acariciaron las redondas nalgas, cubiertas de una ligera pelusilla. Su lengua siguió su descenso, agradeciendo la falta de vello púbico. La mujer se imaginó que llevaría el sexo rasurado. Siguió bajando, bajando, bajando… y no encontró nada. Abrió los ojos, sorprendida. El vientre continuaba , liso, entre las ingles del angel. No tenía sexo. Ni de hombre ni de mujer. Miró hacia arriba, hacia el rostro de aquel ser angelical. Dos perlas diáfanas, cristalinas, brotaban de los ojos del ser sin sexo. Cloe comprendió que eran esas gotas las que debía recoger. Así lo hizo. Después, dando un dulcísimo beso en los labios del ángel, buscó a quien la trasportase a su mundo. Todo había acabado. La fórmula ya estaba completada. Ahora solo quedaba ejecutar la venganza.

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