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Madame Zelle (08: La Furia de los Dioses)

en Grandes Series

MADAME ZELLE

Resumen de lo acontecido : Margaretha Zelle, escritoria de la historia, ha estado recordando los relatos que le fue contando su aya china Li-an a lo largo de su vida. En los anteriores capítulos, iniciados con las primeras experiencias amorosas de una jovencísima Li-an en su remota aldea de Yunnan, se han ido desgranando las aventuras y desventuras del aya china, sus amores, su viudez , su maternidad y la pérdida de su hija Flor de Cerezo. Por otro lado, también se han contado los amores y desamores de la familia Rebull ( Daniel, Mariona y Jorge ), así como el fulgurante amor entre Camila Zelle y el joven maharajá Sandok ( padres de Margaretha , escritoria de la historia ).

Llegados a este punto, Margaretha asume el protagonismo del relato y pasa a contarlo en primera persona, partiendo de sus primeros recuerdos a los siete años de edad.

En este capítulo, Mariona, Daniel, Albert y Margaretha, así como el aya Li-an, acaban de ser rescatados de la aldea de los Etoro ( en Papua) por un buque de guerra holandés. Margaretha revive sus recuerdos, pero antes descansa breves momentos tras haber escrito durante toda la noche en su encierro del castillo de Vincennes.

***

Notas los dedos agarrotados. Son muchas horas las que has estado escribiendo, y las que te faltan todavía. En el exterior, el otoño caprichoso ya se cansó de la tormenta y añora la luz de la luna. Pronto aparecen sus tenues rayos por entre las nubes algodonosas, vacías ya de su ponzoñosa carga de granizo.Parece incluso que no hace tanto frío en la húmeda mazmorra.

Recorres unos pasos para desentumecerte. La magra cena todavía te espera sobre la bandeja desportillada. Masticas sin apetito un bocado de mendrugo de pan acompañado de una minúscula porción de queso francés. Al escanciar el agua en el vaso de madera te permites por breves segundos un temblor temeroso, pero pronto te rehaces. Debes seguir la historia. Esta historia que, hasta ahora, ha sido una simple transcripción de lo mucho que te contó tu haya Li-An, pero que - a partir de este momento - ya son cosas recordadas directamente por tí, vividas, sufridas y disfrutadas por tí. Realmente es precisamente ahora cuando vas a contar tu historia. El momento actual, una madrugada otoñal del año 1.917, se difumina ante tus ojos. Ya no tienes 41 años ni estás encerrada en un lóbrego castillo francés. Ahora, en estos precisos momentos, vuelves a estar en una noche de agosto del año 1.883, navegando por el Estrecho de Sonda en un buque de guerra holandés, y en realidad no eres más que una niñita ansiosa por cumplir, de una vez, los siete años.

 

***

 

 

Capítulo VIII : "La Furia de los Dioses"

 

"Siete años acababa de cumplir Albert a bordo del buque de guerra holandés. Yo estaba loca por cumplirlos también, aunque debía esperar hasta el día siguiente, 27 de Agosto, para que pudiese ponerme a su misma altura. Durante esas horas de diferencia, él me miraba por encima del hombro y me llamaba "niñita", haciéndome rabiar hasta lo indecible.

Me sentía postergada, alejada, fuera del maravilloso círculo de personas "mayores de 7 años". Y, dándose cuenta, mi manipulador amigo conseguía de mí lo que quería.

Hacía ya tiempo que ciertas cosas íntimas no tenían secretos para nosotros. ¿Cómo podía haber intimidad viviendo durante varios meses en dos grandes chozas comunales?. Yo le había contado a él de las búsquedas incesantes, de los emparejamientos nocturnos, de los goces silenciosos en la choza de la mujeres. Albert me puso los ojos como platos al describirme al detalle todas las caricias, las succiones, los derrames propiciados en la choza de los hombres. Y ambos, sin ir más lejos, habíamos sido testigos, más de una vez, de los encuentros disimulados entre su abuela Mariona y su joven aborigen, aquél que quedó despidiéndonos con lágrimas en los ojos desde el desembarcadero, rodeado ya de varios "pretendientes" adolescentes que le querían "aligerar"de su carga excedente de licor de la vida.

Busqué a mi haya, mi ama de leche Li-An, por todo el buque. Las aguas en el Estrecho de Sonda estaban tranquilas, aunque se notaba una sensación extraña en el ambiente. Una tensión, una energía malévola, un sordo rumor que hacía vibrar el casco del buque aunque su procedencia no estaba en la superficie de las olas, sino muchísimo más abajo.

Quería repasar algunas danzas chinas e hindúes con Li-An. Ahora no tenía a mi madrina Flor de Cerezo, así que debía conformarme con el triste sucedáneo de su hija. Pero mi haya había desaparecido de la faz del buque, por lo que tuve que ir a pedir ayuda a mi irreconciliable enemigo Albert, previas negociaciones para la firma de una paz duradera.

Sigilosos, nos internamos en el mundo de los adultos. Al pasar cerca de la cabina de mando oimos una risa gutural, de hembra en celo. No había duda : Mariona estaba a la caza. No podía estar tanto tiempo sin un buen semental que le alegrase el cuerpo, y allí, tenía al alcance de la mano un elenco de oficiales jóvenes deseosos de satisfacerla.

Apenas atisbamos por los sucios cristales. La abuela de Albert estaba recibiendo su buena ración de verga. Huimos de allí con sonrisas enigmáticas. Impúberes angelicales que se las sabían todas, aunque fingían - necesitaban fingir - que sus mentes se mantenían puras.

Trotamos con las manos enlazadas. Nuestro destino : el vientre de la nave. Solamente nos quedaba explorar aquella zona inexpugnable. Las escaleras se tornaban cada vez más estrechas, más resbaladizas. Calor sofocante. Ruidos infernales de maquinarias de vapor. Varios marinos rasos de tez tiznada nos observaron con curiosidad. El pegajoso sudor convertía sus camisetas en tristes pingajos adheridos a sus pieles. Ojos de machos encelados desfigurando rostros de hombres de honor. Una larga ristra de cuerpos anhelantes. Al fondo, muy al fondo, un destello de carne marfileña, ligeramente ajada, morbosa, chorreando sudor y salivas ajenas. Li-an ofrecida, Li-an penetrada, Li-an aguantando envite tras envite, con los muslos rodeando caderas masculinas, con las manos engarfiando hombros encorvados, con la mente perdida - años ha - rememorando su experiencia de puta de burdel.

Respingó el pobre Albert. Sus abuelas, las dos, transmutadas en fogosas, enloquecidas bacantes. Cada una a su estilo, pero las dos buscando el mismo remedio : el olvido a través de los placeres carnales . Gimió mi amigo ante la visión enloquecedora. Demasiados hombres, demasiadas vergas esperando su turno. Quizá para ella todos eran uno : Symen Ting. Su primer, su único amor de hombre. Lo demás era intrascendente.

Huimos de allí despavoridos. Aquello no era bueno, no podía ser bueno para la pobre Li-an. Debíamos buscar ayuda.

Deshicimos el camino, subiendo a uña de caballo las angostas escaleras. En un camarote descubrimos a Daniel, el padre de Albert. Entró el hijo con sigilio, temoroso de recibir una regañina. Esperé fuera, oteando el interior con el corazón trotando bajo mis escuálidas costillas. Por el ojo de buey penetraba una luz difusa, extraña. Un sordo rumor se alzaba grandioso, como el redoble de una inmensa orquesta de tonos apagados. Titubeante, Albert llegó junto al lecho. Daniel apartó la frazada de ropa, quedando desnudo ante nuestros ojos. El falo se alzaba majestuoso a contraluz. Quedamos sin aliento, y no sabíamos porqué. Albert volvió la cabeza, con sus ojos almendrados -idénticos a los de su madre- mirándome interrogantes. La verga paterna atraía nuestras miradas, letal y pecadora como una cobra. Encogí los hombros ante la pregunta inarticulada.¿Qué hubiese hecho yo, en su caso?.

Nunca supe lo que hizo, porque una recia mano cubrió mi boca, porque unos brazos férreos me arrastraron a un camarote cercano, porque un aroma a tabaco y sal marina inundaron mis fosas nasales. Fueron unos minutos. Escasos minutos. Eternos minutos. Un reloj lejano dió las campanadas : ya estábamos en 27 de Agosto de 1.883. Ya tenía siete años. Y los cumplía entre los brazos de un oficial de la marina holandesa. Galones dorados, medallas y parafernalia militar. Todo quedó incrustado en mi mente, junto con las nuevas sensaciones a las que tuvo acceso mi cuerpo. Después, antes de que llegase la locura, me cubrió -piadosa- la negra oscuridad.

***

Junto a mí, llorando, encontré a Albert. Me acunaba en su regazo Li-an, limpiando con el mismo paño el semen que resbalaba por nuestros respectivos muslos. Ella había sacado de su entrepierna la bola de opio que le impedía concebir. A mí me había desaparecido todo rastro de virginidad, quedando en su lugar algunos cuajerones de sangre veteados de esperma . Mariona, nerviosa, mascullaba maldiciones que semejaban rezos. Cuando mis ojos se cruzaron con los de mi Albert, descubrí un resplandor extraño. Quizá por el temor de pensarme muerta. O por la aventura ignota desarrollada durante aquellos minutos en el camarote de su padre. ¿Habría libado, finalmente, el licor de la vida directamente de la fuente que lo engendró?. Eso solamente lo sabrían él y Daniel. Daniel, que por cierto no estaba allí. Daniel...

No pude seguir pensando, porque - en ese preciso momento- se desató la furia de los dioses. Y dejé de pensar.

***

Muchos años después supe lo que había pasado. Supe de la explosión del volcán Cracatoa - la más poderosa de la historia- y que voló la isla de Krakatau , en el Estrecho de Sonda, entre Java y Sumatra. La explosión que se oyó en Australia y Birmania, a miles de kilómetros de distancia. Supe de la nube de rocas y ceniza que despidió la erupción y que circundó el planeta durante un año. Y supe del tsunami, de la ola gigantesca de 40 metros de alta, que inundó un centenar de aldeas a ambos lados del estrecho, y mató a 37.000 personas. Y supe también que el buque de guerra holandés, alcanzado por la explosión arrastrado por la inmensa ola, fue llevado como una minúscula cáscara de nuez hasta 4 kilómetros tierra adentro, arrojado sobre una colina y dejado allí, apenas un casco destrozado y herrumbroso, con cuatro vidas latiendo en su interior, milagrosamente intactas y brutalmente desquiciadas : Mariona, Li-an, Albert y yo misma.

***

 

Meses después, tras largas estancias en hospitales y sanatorios, nos dieron el alta. Mi amigo del alma, Albert, fue llevado a España, a una Masía del Ampurdán, con su abuela paterna Mariona, un poco más loca desde la pérdida de su adorado hijo Daniel. Li-an, cumpliendo la promesa hecha años antes a mi madre, se encargó de llevarme hasta Holanda, bajo la tutela de mi abuelo materno Adam Zeller.

Nadie sabía entonces cual iba a ser nuestro futuro. Nadie podía apreciar el virus enquistado en mi interior - desde la violación a la que fuí sometida por el oficial holandés - y que, finalmente, me llevaría ante un pelotón de fusilamiento.

Pero eso lo contaré en el próximo capítulo. Quizá el último antes de que amanezca.

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