MACHOS
Dos furtivas lágrimas penden , cristalinas, de sus largas pestañas. María de las Mercedes llora y ríe al mismo tiempo. Contempla, absorta, los blanquísimos pañuelos tremolando al viento. Podría, muy bien , decirse que la Plaza está nevada en plena Feria de Abril.
Blancura radiante formando un círculo perfecto. Y justo en el centro, ceñido en blanco y oro, Manuel Verga, su amor, su macho. Sus brazos, levantados hacia el cielo , ofrendan al público presente los trofeos sangrantes de las orejas y el rabo de la bestia. La banda de música ataca un pasodoble. El griterío es ensordecedor. Sobre la arena dorada agoniza Campanero , el toro que se enamoró de la Luna. Ya no podrá nunca abandonar por la noche la manada en busca de su amor imposible
***
María de las Mercedes aprieta contra su pecho la negra montera de Manuel. Su blanca mantilla flota tras ella, apenas sujeta por la fina peineta de carey. El albo vestido, cuajado de puntillas, se ciñe al busto exhuberante , a la cintura breve, a las caderas ampulosas, cayendo alrededor de sus muslos en una orgía de volantes, en una cascada interminable de impoluto raso , que le confiere a la manola la apariencia bellísima de una rosa de té.
Manuel ya la espera en la Capilla. Sobre el altar, apartando de un manotazo los parpadeantes cirios, recuesta a su amante con la premura de un semental. La muchacha levanta los muslos , muestra su hendidura palpitante al torero encabritado y acoge sobre su pecho el rostro enfebrecido de su macho. Los senos , pletóricos, asoman por el pronunciado escote. La boca de Manuel muerde los pitones de su hembra, mientras su cuerna babeante encuentra, a ciegas, la herida supurante de flujo entre las piernas de Mercedes. Penetra con certera estocada hasta lo más profundo. Las manos del maestro soban los pechos dormidos de la muchacha, maravillándose una vez más con su perfume de nardos, con su finura de caracolas, con su hermosura de jacintos. La casada infiel gime bajo los embates del macho, engarfiando sus dedos en la chaquetilla bordada en oro y pedrería. Los labios de su sexo aprietan, rodean , absorben, el miembro que la sume en el pecado. Eleva sus caderas buscando el contacto con el vientre ajeno, con el falo, con los testículos gruesos del poderoso macho
La banda de música acaba el pasodoble. Los clarines anuncian el último toro de la tarde.
Manuel lanza la última dentellada al seno palpitante, el último beso a los sangrantes labios de su enamorada. El semen anega la vulva y ésta se contrae con los espasmos poderosos de un orgasmo enloquecedor.
Abanicando su rubor , Mercedes camina hacia su asiento. Por su muslo se desliza la mezcla olorosa de flujo y semen. Olvidando su vergüenza, arregla los flecos del mantón que adorna la parte delantera de su localidad. Sintiéndose asaetada por miles de alfileres, fija su vista en el ruedo. Manuel , pletórico de virilidad, adelanta sus caderas hacia los toriles, como queriendo retar a la bestia . El sexo se transparenta a través de la seda del ceñidísimo pantalón. Miles de miradas lo acarician, sin distinción de edad, religión o sexo. El maestro esboza una sonrisa : es su tarde triunfal.
Muge el monstruo negro zaino. Es un mihura, como el anterior. Más de quinientos kilos de puro músculo , de rabia, de fiereza bravía, avanzan sobre Manuel, contra Manuel. Y él lo esquiva, lo burla, lo torea. La Plaza se viene abajo.
Mercedes brinca con sus ojos desde Manuel al toro, desde el toro hasta Manuel. Tiene un pálpito, un miedo irracional que congela su alma con la garra de una negra premonición.
Un último rayo de sol destella sobre la Plaza. Mercedes se persigna al ver brillar la punta afiladísima de un cuerno. El toro escarba en la arena con su pezuña. Husmea la sangre de Campanero. Brama de una forma horrísona y se lanza, de improviso, sobre el descuidado Manuel. La mirada del torero se aparta un instante, un solo instante que marca la diferencia sobre quién caerá esta tarde.
El hasta empitona la ingle del matador. Atraviesa el sexo de Manuel haciendo que florezcan las amapolas empapando la seda blanca. Lo eleva por los aires como un pañuelo tremolando al viento. Todo acaba en unos minutos.
***
El toro trota bajo los olivares. Las amapolas y aceitunas tiñen sus patas con abanicos de colores. La Luna, pálida y ojerosa, suspira en el cielo estrellado. La enorme, la pobre, la triste bestia ha esquivado, una vez más, la vigilancia del mayoral y vaga entre romeros , bajo la luz plateada de los luceros que parpadean a su paso.
La figura del hombre desnudo se interpone entre el toro y la llanura. El hombre que ya no es hombre, que es caricatura de macho con su sexo emasculado. Y el animal comprende el porqué está allí, y acepta su destino porque ya no quiere vivir.
La Luna solloza envuelta en su manto negro, viendo al toro y al hombre ( que ya no es hombre ) unidos en abrazo mortal. Ninguno de los dos desea la vida que ya no es vida. El estoque del matador atraviesa el corazón de la bestia. El pecho del hombre aguanta la envestida mortal. Manuel Verga exhala su alma mirando las chisporroteantes estrellas. El toro mihura, negro zaino, aguarda su muerte con la mirada prendida en la Luna. Esa Luna que fue testigo, noche tras noche, de sus escapadas con Campanero, su hermano, su amigo, su amor.
Carletto
Nota del Autor : Relato inspirado en : "Romance de la Reina Mercedes", "La Casada Infiel " y " El toro y la luna ".