MIS RECUERDOS ( 2 )
SIGUEN LOS CINCUENTA
Los crios de la calle nos divertíamos , en aquéllos tiempos, de unas formas bastante peregrinas. Una de ellas, muy graciosa para quienes eran sujetos activos, consistía en poner un bote lleno de orines en la cornisa de una ventana que fuese algo alta. Al bote se le ataba un cordel lo más fino posible que cruzaba la acera y se ataba con una piedra en mitad de la calle. La hora del juego era, indefectiblemente, al anochecer, lo suficientemente pronto para que aún nos dejasen estar correteando, lo suficientemente tarde para que todo estuviese oscuro, con visibilidad prácticamente nula. Nosotros ayudábamos este requisito rompiendo a pedradas la farola más próxima al lugar elegido. Todos esperábamos , sofocando la risa, a ver que pardillo recibía la ducha olorosa. Si quien iba a pasar era pariente de alguno de nosotros, el juego se interrumpía durante unos minutos, mostrando un camino alternativo al viandante. Si no lo era, la fiesta estaba asegurada. Y si el sujeto pasivo resultaba ser un endomingado noviete que iba camino de pelar la pava con la novia eso era un lujo asiático. Pasaba el galán, casi siempre con las manos en los bolsillos, revolviendo dentro de ellos quién sabe qué, con ánimo de enseñárselo a su amada y , ensimismado con sus pensamientos seguramente lúbricos no se daba cuenta del hilito traicionero. Su cuerpo arramblaba con el tenso hilo y , al mirar hacia arriba, se encontraba en plena cara el bote volcado, con su contenido cayendo sobre él. Una estampida de golfillos meándose de risa, le ayudaba a comprender lo ocurrido. Pero ya no tenía remedio.
Siempre que en la calle se organizaba una excursión a la playa, mi amigo Manuel tenía anginas. Las Leyes de Murphi tenían con él su máximo exponente. Hasta que no tuvo siete años, y se las extirparon, no había fiesta ni sarao en la que él no estuviese con fiebre . Como no podía comer, por la pus de la garganta, su madre le hervía arroz con unas cortezas de limón. Luego colaba el agua y , añadiéndole azúcar, era la comida de Manuel para varios días.
Nuestro Pueblo estaba y sigue estando a unos 29 Kms. de distancia ( en tren ) de Valencia, la Capital. Algunos vagones , entonces, eran de dos pisos, y la chiquillería nos dábamos tortas por estar en el de arriba. Cuatro estaciones nos separaban de la urbe capitalina. Luego, llevando a cuestas todos los trastos necesarios, debíamos llegar hasta el tranvía urbano, que nos llevaba hasta la Playa de la Malvarrosa. La ida era una delicia, con la ilusión del día anual de playa, todo eran cantos, chistes y chascarrillos. La vuelta, un horror : con el cuerpo lleno de arena ( entonces no había muchas duchas a pie de playa ), la piel socarrada por todo un día de estar en el agua, a pleno sol, brincando las olas y chillando como posesos.
Al llegar a la playa, con la arena todavía fresca, era una delicia trotar por ella y meternos dando grititos de alegría, sobre todo, cuando el agua nos llegaba a la altura de los genitales . Cuando nos llamaban a comer, corríamos descalzos sobre la arena calcinada por el sol de mediodía, dando gritos de dolor, hasta llegar a la sombra del merendero. Allí, nuestros padres, habían alquilado unas humildes mesas y sillas por un precio módico y, los más rumbosos, hasta encargaban unas suculentas ensaladas típicas de Valencia : tomate maduro, cebolla, aceitunas, algo de lechuga. Si le ponían atún y huevo duro , aquello era para morirse. De la panza de las cestas surgían alimentos caseros : pollo al ajillo, conejo con tomate, tortilla de patatas, algún chorizo y queso Nosotros , con el último bocado, corríamos otra vez al agua. Excepto Manuel, que seguía leyendo tebeos y tomando aspirinas, mientras nos miraba con ojos tristes de envidia.
En la playa, las parejas se comportaban con recato. Ahora, eso sí, a la mínima oportunidad, se metían mano como posesos. Los mocosos, cuando nos cansábamos por fín de brincar y chapotear, pasábamos a la segunda fase , que era el espionaje indiscriminado de cualquier cosa que oliese a sexo. Lo mismo nos daba mirar las blanquísimas tetas de una gorda a la que una ola le había desplazado el bañador, que nos cachondeábamos del peludo huevo que le asomaba a aquél padre de familia tumbado patiabierto sobre la arena. Cuando una pareja se metía más de lo correcto dentro del agua, sacábamos los periscopios y , como tiburones, nos acercábamos lo más posible sin que nos detectasen , y dar rienda suelta a nuestra recién estrenada faceta de "voyeurs". Aunque las parejas eran expertas en el disimulo, nosotros descubríamos rápidamente cuando él se la sacaba por un lado del bañador, ofreciéndosela como ofrenda pasada por agua a su sirena. Si ella era decente, con unos simples apretones lo dejaba aviado. Si la chica era más caliente de lo habitual, o le pillaba en el minuto tonto
Algunas se arriesgaban. Y muchas veces lo perdían todo. Hasta la familia. O tenían que malcasarse, aguantando al chulito que las preñó, por el resto de su vida. No todos estos matrimonios salían mal; pero muchos sí. Hubo algunos casos en el Pueblo de jovencitas que , o porque el futuro padre no era de allí ( y si te he visto no me acuerdo ), o era de allí , pero no podía cumplir ( por ejemplo : un hombre casado ), o porque la chica no quiso cargar con el muermo además de con el hijo, no llegaron a casarse, teniendo el hijo de solteras. Desdichadas de ellas.
Hubo una en concreto que, negándose a sí misma la evidencia de lo irremediable, hizo suya la costumbre del avestruz que esconde la cabeza para no ver el peligro ( como si al no verlo, no existiera ). No dijo nada a nadie sobre sus cambios físicos. Enfajó su cuerpo como momia egipcia y , a los nueve meses, le sorprendió el parto en los baños de la fábrica en que trabajaba. De vuelta a casa, les llevó a sus padres el jornal del día y un hermoso nieto muy salado.
Si a la que pillaban en un desliz, era a una chica con el novio de otra, la que tenía todas las de perder era la pecadora, claro. Por un lado, el machote no iba a elegir como madre de sus hijos a una que había estado con unos y con otros ( o sea : con él ), por lo que, su decisión, era seguir con el noviazgo "legal". Con su novia pura y decente. La novia lo admitía con los brazos abiertos ( la puta era la otra, su novio sólo se había dejado arrastar por su hombría desbordante ). A la semiadúltera, faltaba poco para que la lapidasen ( aunque verbalmente ya estaba cubierta de pedruscos ). A él, los amigotes le daban fuertes palmadas en la espalda- felicitándolo - en la barra del casino, mientras lo invitaban a carajillos de coñac, y le pedían "detalles" sobre su escabroso afaire.
Otra chica, ésta ya casada y con hijos, tuvo la desdicha de dejarse llevar por los deseos de un buen mozo bastante putero. Quién sedujo a quién, no se supo. Lo que si trascendió o , por lo menos, lo que llegó a mis oidos fue que, en uno de los ardientes encuentros que tuvieron por corrales y pajares, en mitad de una felación, ella se dejó llevar por la pasión y le pegó tal mordisco que le dejó marcados los dientes sobre el miembro sangrante. La herida no tenía buen aspecto. El, en casa, dijo a su mujer que estando orinando le había mordido una rata. La santa esposa, temblando por el futuro de la vara de mando de su hogar, acordó discreta cita con el médico de cabecera, hombre campechano y algo guasón. Reconocida la herida y , tras habérsela curado, el médico preguntó por preguntar el origen de tan raro estigma. Relató el cuento la esposa, con gran pesadumbre por el dolor que le notaba en el rostro a su sufriente esposo. El galeno, perro viejo , conoció al instante de que iba la trama y , por regodearse un poco dijo : " Pues si ha sido rata, debemos inyectarle en el miembro y aledaños las siete inyecciones antirrábicas de rigor ". Sonaron los clarines del miedo. Brincó en la camilla el del vendado miembro y entonó el "mea culpa" dándose sonoros golpes de pecho. Reconocido el pecado, marchóse el discípulo de Hipócrates, intentando aguantar la carcajada. La santa esposa se transmutó en Furia entreverada con Gorgona, y no paró hasta arrancarle al adúltero el nombre de la afrancesada. Como no era de su clase social no quiso arrancarle los pelos, pero, en venganza, y a pesar de que ella quedaba como cornuda, dejó pasquines por todos los mentideros de la villa relatando la historia. Desde aquél mismo día, y hasta la fecha, el nombre oficial de la chupona pasó a ser : la Ratita.
Y así se llamó hasta algunos años más tarde cuando, harta, se fue del pueblo arrastrando a su familia tras de sí.
También hubo comentarios ( en mi Pueblo se comentaba mucho ), sobre el caso de un joven empleado de banca, buena persona donde los haya, simpático y buen mozo. Persona religiosa y de buena familia. Se puso a festejar con otra chica del pueblo, alta y de buen tipo, de buenísima familia. La pareja perfecta. Todo iba perfectísimamente hasta que el novio se encaprichó de su joven cuñadito, también alto y de buen tipo, algunos años más joven que él. El novio tuvo que salir por piernas, y la vergüenza lo persiguió por los siglos de los siglos. Anatema. Con la homosexualidad hemos topado.
En mi pueblo no había homosexuales ( mariquitas , decían las mujeres ; maricones, decían los hombres ). Y el que lo era, se lo callaba, cerrando la puerta del armario con siete cerrojos y tres candados. Solo lo aceptaba uno, si lo pillaban con un palmo de pilila ajena por las inmediaciones de alguno de sus orificios. Y , aún así, habían algunos que decían " no es lo que parece ", mientras se limpiaba las comisuras de los labios.
Sólo recuerdo el caso de un hombre famoso en todo el pueblo, claro - que lo admitía a cara descubierta. Afeminado total. Con más plumeros que la Celia Gámez.
No había hombre más trabajador en el pueblo. Se cargaba los sacos de algarrobas al hombro ( procurando no perder la gracilidad de su figura ) , trabajando como un burro para financiarse después sus vicios ocultos ( aunque, pensándolo bien, no eran tan ocultos ). Algunas noches se descubrían chaperitos achulados ( siempre de otros pueblos ) que tocaban a su puerta y entraban sigilosamente. Era limpio como los chorros de oro. Su casa según decían las vecinas era una tacita de plata. No le faltaban cortinas de cretona, ni colchas de ganchillo. La lejía era su mejor aliada y el jabón lo derrochaba a raudales. Una noche de farra, ciertos mentecatos del pueblo ( seguramente más de uno rabioso por no tener cojones él de salir del armario ) entraron a la fuerza en su casa, y lo sacaron a mitad de la calle, para su escarnio público. El, miró a los ojos directamente a los que se reian de su cuerpo embutido en una deshabillé comprada en Valencia, se arregló un rulo de la cabeza que se le había soltado con el trajín se limpió una lágrima de rabia ( que le había corrido el ritmel) y , dando media vuelta, como una reina, volvió balanceándose sobre sus altas chanclas adornadas con pompones rosas . El portazo que dio terminó la fiesta. El hombre no tenía el chichi para ruidos, porque al otro día, a primera hora de la mañana, tenía que acudir con su falsonet ( especie de hoz en miniatura ) y su capazo, para cortar las uvas de una viña para vino con casi todos los que lo habían intentado ridiculizar.
Lo malo es que, pese a estar en siglo nuevo y milenio nuevo, todo sigue igual.