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Cloe (6: Las Gemelas de Menfis) (1)

en Hetero: General

CLOE : (6.- LAS GEMELAS DE MENFIS)- PARTE I

 

 

La cabeza del becerro de oro contempla hierática la escena. Las dos muchachas, gemelas idénticas, han sido atadas a la piedra del altar, una sobre otra, con las piernas colgando de forma que las dos vaginas forman, prácticamente, un solo y alargado sexo. Con todo el vello afeitado, con los labios vaginales ya enrojecidos por la larga fricción, aparenta ser una enorme herida, de la que supura el pus blanquecino del semen aún caliente. Sus virginidades, incólumes hasta hacía poco rato, son ahora una triste telilla desflorada.

Aún queda otro miembro más que no las ha catado. El esclavo, elegido – como los otros- por las proporciones desmesuradas de su falo, se está masturbando para conseguir la rigidez idónea. Una vez alcanzada la tremenda erección, se acerca hasta el altar, sujetando la verga con la mano para poder encararla. La muchacha que está encima, le viene justa a su altura. Para la de abajo, debe flexionar algo las piernas. Elige, primero, a la de abajo. Apoya el glande entre los labios de la vagina, buscando unos instantes el orificio de entrada. Lo encuentra y empuja, deslizando su barbaridad carnal dentro del estrecho túnel. Grita, una vez más, la muchacha, sintiendo desgarrarse sus carnes –las que todavía estaban intactas – sin que su verdugo se inmute. Durante varios minutos, en el silencio del templo, solo se oye el jadeo del esclavo, el sonido chapoteante del pene , y los gemidos dolientes de la sacerdotisa violada.

Antes de eyacular, el esclavo saca la verga de la vulva ensangrentada. Espera unos segundos y embiste nuevamente, esta vez a la vagina de arriba. La joven aprieta los dientes. No quiere darles el gusto de que adviertan su dolor. Se repiten los chapoteos y el jadeo del esclavo, hasta que, como un cerdo que gruñe, eyacula los borbotones de su deseo en lo más hondo del útero.

Todo acabó. O, acaso sea el principio. Zula, la sacerdotisa silenciosa, la más inteligente y madura de las dos, piensa en que están condenadas a muerte. Después de aquello, lo siguiente será su asesinato. La venganza de sus enemigos será completa. Solo pide al Buey Apis , que, por lo menos , sean compasivos al elegir la forma de la muerte de ambas.

Pero sus ruegos no son escuchados. En unos minutos, son desatadas del altar y, a empujones, llevadas hasta los sótanos del templo, donde están los animales que sirven de alimento a sus moradores. A la luz de las antorchas, Zula, entrevee la silueta de un carro de grandes ruedas, de los que son utilizados para las cargas pesadas. Un esclavo vigila la puerta del matadero. Se detienen unos instantes para amordazarlas, antes de empujarlas hacia la estancia. En el momento en que entran, acaban de degollar a dos grandes reses, que aún patean inútilmente acostadas sobre grandes losas de mármol. Casi sin esperar a que mueran, los esclavos abren los vientres, sacando las entrañas humeantes, que arrojan en un pozo negro. Con grandes cubos de agua, lavan la sangre del interior de los animales. Acto seguido, despojan a las sacerdotisas de los pingajos que aún las cubren, y que son los restos de las ropas talares usadas en el último culto a Apis. Con la sangre y el semen resbalándoles muslos abajo, las dos muchachas son atadas como dos embutidos, para que no puedan moverse. Luego, levantándolas en peso, son introducidas – cada una – en el interior de los cuerpos de las reses. Los ojos de Zula y de su hermana Zía, están desorbitados, con el terror más abyecto reflejándose en ellos, al haber comprendido la horrible muerte que les espera.

Zula intenta resistirse, culebreando como una serpiente; pero , con un golpe certero, le hacen perder el sentido. Por lo menos no está consciente cuando cosen a grandes puntadas los bordes del vientre de los animales, dejándolas dentro como el relleno de un asado. Luego, cargan en el carromato a las reses, las cubren con una lona y , con los ejes chirriando, salen hacia la noche egipcia.

 

***

 

La caravana se acerca hacia Menfins. Las reatas de mulas y de camellos avanzan más rápidas, venteando el olor a comida. Atrás quedan el desierto y sus ardores, las tormentas de arena, el sol inclemente. En el interior del multicolor palanquín, que se mueve a derecha e izquierda, según adelanta una u otra pata el enorme camello, tres figuras se apretujan entre mullidos almohadones. La mujer del centro, hermosa como una hurí, voltea su cabeza – totalmente afeitada- ora a un lado, ora a otro, hundiendo su hociquito en la vagina de una pequeña e impúber esclava ( de la que toma deliciosos dátiles, cuyas puntas asoman por la pequeña rajita ), lamiendo el jugo dulcísimo que segregan. O se vuelve al otro lado, donde – justo a la altura de su boca- un muchacho adolescente de pubis y testículos totalmente rasurados, hunde su erguido miembro en un tarro de miel para que la golosa de Cloe pueda lamerlo y mamarlo a su entera satisfacción. La miel corre barbilla abajo de la bella. Si sigue con los chupetones- piensa el muchacho- pronto le correrá – también- el semen.

En el camello de atrás, tres arpistas ciegos rasgan sus instrumentos suavemente. En el palanquín de Cloe, se oye la exquisita música de fondo, acompañada de los suspiros de ambos adolescentes. Las lenguas de los dos jovencitos , se aplican sobre la depilada vagina de la mujer, trazando jeroglíficos de saliva desde el clítoris hasta el ano.

De repente, la cadencia deliciosa de calor, sexo , gastronomía y música, se interrumpe bruscamente. Se oyen voces que contestan a otras voces. Cloe, impaciente por seguir el viaje, trepa por el cuerpo desnudo del muchacho, agarrándose al falo pringoso de miel, asomando su monda cabeza al exterior.

Llega corriendo el jefe de la caravana, haciendo serviles reverencias. El viento, trae a la sensible nariz de Cloe el olor pestilente de la carne putrefacta. Su mirada, deslumbrada por la luz solar, se acostumbra poco a poco, y distingue – aquí y allá – informes montones de cuerpos de animales, muertos, bajo el sol. Los buitres y demás aves carroñeras, dan saltos de cuerpo en cuerpo, arrancando largos girones de carne sanguinolenta. La ex danzarina, la ex cortesana, la opulenta matrona de senos blanquísimos y baqueteado sexo, hace un mohín de disgusto con su varicilla respingona : están justo en el medio de un muladar. Tras preguntar al jefe de la caravana la razón de que se hayan detenido, precisamente allí, el hombre contesta , tembloroso :

Gran Señora : El camino a la Ciudad de Menfis pasa inexcusablemente por aquí. Queríamos pasar rápidamente, sin que la Señora se percatase. Pero el guía ha descubierto una cosa horrorosa, una cosa que puede ser un signo para que no entremos en la Ciudad. Por eso nos hemos detenido, para poder hacer lo que su Voluntad decida.

Veamos ese signo – contesta Cloe, ligeramente incrédula.

 

A todos los varones presentes, sin excepción, se les yergue el miembro viril , cuando Cloe se desliza hasta el suelo. Un transparente velo plateado es su única vestimenta. En el suelo, un esclavo a cuatro patas sirve de asiento, mientras calzan a su dueña unos mocasines de fina piel, para evitarle la quemadura de la ardiente arena.

Cloe avanza con dignidad de reina hasta donde le esperan un corrillo de criados. A cada paso suyo, vibran los erguidos senos, de cuyos pezones cuelgan hilos de oro terminados en minúsculas perlas, valiosísimas. Incrustada en el ombligo, una gruesa perla lanza nacarados destellos cada vez que la hiere el sol. La saliva de la pareja de adolescentes, se ha secado en los labios de la vagina, junto con otros jugos más íntimos. Las nalgas , rotundas, de la excortesana , muestran – bajo el velo transparente- unos graciosos hoyuelos.

Al llegar ella, le abren paso, formando un semicírculo alrededor del bulto hediondo que forma el cuerpo de una res casi putefracta. Unos buitres merodean por allí, dando graznidos de protesta : los humanos les están interrumpiendo en su festín.

Cloe, mira hacia donde le señalan … y se tapa la boca horrorizada : por entre los girones de carne arrancada del vientre, un brazo humano asoma, emergiendo de las entrañas de la res. Una mano femenina, con los dedos engarfiados, se mueve imperceptiblemente, como pidiendo ayuda. En uno de los dedos, semioculto por una pléyade de pululantes gusanos, brilla un anillo de oro con un emblema grabado : el de las vírgenes-esposas y sacerdotisas del Buey Apis.

 

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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