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Niña buena, pero buena, buena de verdad

en Jovencit@s

NIÑA BUENA, PERO BUENA, BUENA DE VERDAD

( SEGUNDA PARTE DE : NIÑA BUENA )

Lo mejor de ser una niña , tan buena, es que mis papás se fían mucho de mí. Si , por ejemplo, me retraso algún día en volver a la hora indicada, solo tengo que mirar con mis grandes ojos azules, parpadeando ligeramente, para que a mi padre se le caigan los palos del sombrajo. Quizás, también sea , porque – a la vez – tomo , nerviosamente, el borde de mi faldita y, como quien no quiere la cosa, le muestro una pequeña porción de mi desnuda entrepierna. En esas ocasiones, me encanta aguantarle a papá la mirada, para ver , en qué momento, no puede más y desvía sus desorbitados ojos hasta mi sombreada "V". Mamá, desde la cocina, pregunta por mi tardanza. Papá, pobre papá, se atraganta, sin saber donde mirar. Mis ojos parpadean , mi faldita sube un milímetro más … y la hecatombre . Papá corre hacia el baño, al cual no puede entrar porque, mi hermano, hacer rato que se encerró en él. Precisamente, desde que comencé a levantar mi faldita.

En el patio del recreo, me encanta ver como entrenan los chicos del equipo de fútbol. Son todos muy altos y fuertotes. Mucho más mayores que yo, claro. Ellos ya tienen muchos, muchos pelos por las piernas. Y, en otros sitios también. A mí, me encantan cuando pasan – corriendo – junto donde estoy yo. Vienen lanzados, regateando con el balón. Yo, me agarro las rodillas, formando una montañita, con todo lo demás abierto por la parte de abajo. Ellos se quedan atónitos, sin importarles que el balón vaya a "corner". Y, ya no son los mismos durante el resto del entrenamiento. Al final, todos, hasta el entrenador, parece que llevan una hernia.

Un día, en la biblioteca, cansada de mojarme el dedo en la lengua para pasar las páginas, probé a utilizar la humedad de mi entrepierna. Y, la verdad, es que lo pasé chupi. Luego, me dí cuenta, que – cada libro que dejaba yo – era solicitado por un tropel de chicos. Extrañada, mirando por el rabillo del ojo, conseguí ver lo que hacían con ellos : abrían el libro por cualquier página y, como podencos, aplastaban la nariz contra él, siguiendo un rastro que los cautivaba. Hasta , creo, que meneaban el rabo al hacerlo.

Cuando lo pasé peor, fue cierto día que volvía a casa, saltando a la comba. Me encanta hacerlo. Sobre todo si es día de "olvido" de sujetador. Una manzana antes de llegar a mi casa, hay una obra en construcción. Casi todo son chicos jóvenes, bastante groseros, por cierto. El capataz de la obra, es un señor muy mayor, de unos 50 años o así. Tiene una barrigota grande , grande. Y es muy buena persona. Siempre me llama por mi nombre, y me da caramelos. Me sube a las rodillas, si no hay nadie por allí. A mí me encanta su olor, a cerveza y tabaco. Como el de papá, pero algo más basto.

Yo, como se que le gusta, me pongo a saltar a la comba delante de la obra, para que se le alegre la vista un ratito. Aquel día, estuve un rato , brinca que te brinca, esperando que él saliese. Pero no fue él, sino uno de los otros albañiles, de unos 22 años. Le pregunté por el capataz, y me dijo que estaba dentro, que si quería entrar a saludarlo. Yo, me puse muy contenta, esperando que me diese un caramelo, y pasé delante del chico. Pero , allí no estaba el capataz. Comencé a sospechar. Me dijo que estaba en el piso de arriba, que subiese. Así lo hice. Yo notaba su aliento en mis corvas. Como los escalones eran muy altos, tenía que levantar mucho la pierna, por lo que – me imagino – que mi cosita la vería desde abajo muy abierta. Arriba , tampoco estaba el capataz, sino otro dos albañiles jóvenes. Me asusté mucho, porque creía que querían pegarme. Incluso me asomaron las lágrimas. A punto estaba de esclatar , cuando me dí cuenta de que no tenían malas intenciones. Los tres habían abierto sus braguetas, y me enseñaban sus cosas, duras como pedernales. Naturalmente, mucho más pequeñas que la de mi vecino. Estuve un rato jugando con ellos. Hasta que dijeron ¡ basta ¡. Ya no podían más, los inútiles. Solo porque se habían derramado tres veces, cada uno.

La suerte que tuve, es que apareció el capataz. Aquel señor si que tenía un buen juguete, incluso más grande y grueso que ninguno que yo hubiese visto antes. Me dejó toqueteárselo. Con un pañuelito, lo vestí de muñeca, y le pinté – con rotulador – una carita muy graciosa. Los morritos se los pinté de rojo y, me dio tanta risa, que se los besé . Como el pañuelo era rojo, jugué a que – ella – era Caperucita, y yo, el Lobo Feroz. Cuando me la comí, de un bocado, el Capataz me agarraba las sienes, como si estuviese dándome la primogenitura ( eso lo vi en una serie de TV sobre la Biblia ). Cansada de Caperucita, comencé a jugar al "aquí me siento, aquí me levanto" ( ese juego que me había enseñado mi tio, el cura ). El capataz, miró el reloj y , me dijo, que como era muy tarde, me tenía que ir. Pero , el que se fue, fue él, que me dejó la faldita perdidita, perdidita.

Al pasar junto a los otros albañiles, hice amago de cogérselas, pero me huyeron como alma que lleva el diablo.

Estos días estoy muy contenta. Como soy tan requetebuena, mis papás me han comprado un perrito. Es muy juguetón. Mamá se queja, porque es bastante grande. Bueno, más que comprado , la verdad es que es heredado : de una tía de mamá, que es solterona. Se ha tenido que ir una temporada a un balneario, para curarse de no se qué agotamiento. El perro no se lo pudo llevar : fue lo primero que le dijo el doctor. Así que nos lo dejó a nosotros. Está muy bien educado, con una cara muy inteligente, y con la lengua siempre fuera. A la que me doy cuenta, ya me está lamiendo los muslos… y más arriba.

La otra noche, con el calor, dejé abierta la ventana de mi dormitorio. De repente, oí un golpe, y me asusté. Luego, me dí cuenta de que era el perro, que echaba de menos a su ama. Lo consolé un rato, pasándole la mano por el lomo, por el vientre, entre las patas traseras… Tenía dos bolitas bastante gordas. Y un pitito la mar de arregladito. Comencé a tener malos pensamientos. Pero , él, se me adelantó. No tuve que hacer yo nada : el perrito estaba perfectamente aleccionado. Mamá me preguntó, al otro día, con qué me había hecho los arañazos en la espalda, pero me hice la "longuis".

Cuando mejor me lo pasé, fue en la visita al pueblo de papá. Cuando tuvimos que dormir todos los primos en una sola cama. Pero, eso, no tengo ganas de contarlo hoy. Puede que otro día.

Carletto.

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