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Morbo (2: Verano)

en Dominación

MORBO .-( II – VERANO )

Las fantasmales figuras emergen de la neblina matinal. El suelo del bosque, lanza vahos de vapor húmedo, de calor reconcentrado en esta canícula veraniega que, parece, no va a acabar nunca. Delante, avanza una yegua blanca, de larguísimas crines que casi azotan sus patas delanteras. La monta un jinete negro, totalmente desnudo. Sobre su muslo de ébano , brinca un grueso miembro en estado de flaccidez, a cada paso que da la montura. En la parte trasera de la silla, unas finísimas cadenas de oro unen al jinete negro con la otra cabalgadura que lo sigue : esta es una bellísima mujer, de piel blanquísima y cabello tan largo que cubre una parte de las ancas del negro alazán que monta. Sobre su rostro, de blancura marmórea, destacan unos ojos grandes, de color rojo. Los senos opulentos se mueven con el trote del caballo. Los gruesos pezones están horadados por dos anillas, de las cuales parten las finas cadenas unidas a la silla de la primera montura. Más abajo, los labios de la vagina también están anillados y , como los senos, unidos a la yegua del negro con una cadenita de oro. Ambos jinetes, el negro y la albina, desaparecen entre los árboles, camino del Pabellón de Caza.

Lucrecia, monta a pelo la bicicleta amañada por su primo. Cada vez que se sienta la muchacha sobre el sillín, éste baja unos centímetros, sobresaliendo en su centro un artilugio del tamaño de un pulgar. La muchacha, acomoda su vagina para ser penetrada lo imprescindible, y pedalea hacia el pueblo para dar la noticia a Nicasio.

El Divino Marqués se está ganando un sobresueldo. Cuando llega Lucrecia, ésta lo ve encaramado en lo alto de una escalera, pintando las rejas de un balcón de hierro. No lleva camiseta, y el sudor cae por su musculosa espalda, perdiéndose entre la raja de sus nalgas. Lleva un minúsculo pantaloncito corto. Su prima sonrie : es el que se pone para los "sobresueldos". Efectivamente, mirando desde abajo se puede ver en toda su belleza el falo del adolescente. Los testículos, que no caben dentro del pantaloncillo, hace rato que se airean colgando a su libre albedrío. Tras unas cajas, se masturba el vejete que lo contrató, con los ojos saliéndose de sus órbitas y la lengua, amoratada, mordida entre sus dientes en el éxtasis de la espasmódica eyaculación.

Nada más comer, en mitad de la calina de mediodía, los primos se escapan montados en sus bicicletas. Recorren como una exhalación el camino del bosque. Unos metros antes de llegar, esconden los vehículos tras unas matas. Se acercan como los indios, semi agazapados, de árbol en árbol. Casi jugando, como lo niños que son.

Dentro del Pabellón de Caza, las cosas han cambiado mucho desde la Primavera. Ahora todo está limpio y reluciente. Las sábanas que cubrían los muebles , han sido retiradas. En el techo, cuelgan ahora unas cadenas que bajan hasta el suelo. Una gran cantidad de velas están distribuidas por doquier, todas de color rojo.

Lucrecia, le susurra al oido lo que le contaron en el pueblo : él es un ciudadano sueco, riquísimo, hijo de una aristócrata y de un embajador de cierto pais africano. La mujer, según dicen , es su hermana de madre. Han alquilado el Pabellón para todo el año, aunque, seguramente, solo lo usarán en verano. Calla Lucrecia al notar movimiento en el interior de la vivienda.

Por la escalera, baja la muchacha albina, hermosa como una aparición. Ha trenzado su larguísimo pelo, casi blanco, con amapolas rojas, que semejan gotas de sangre sobre un lienzo. Ya no lleva las cadenas en los pezones ni en la vagina. Su cuerpo resplandece con un albo fulgor, húmedo de aceites perfumados…

Unas enormes manos agarran a los dos adolescentes por el cuello, arrastrándolos hasta el interior de la vivienda. Allí, de un gran empellón, las manos los tiran al suelo, donde caen cual largo son. A Lucrecia , que ha caido de pechos al suelo, se le levanta la faldita, dejando a la vista la hermosura de sus nalgas desnudas. Entre sus muslos entreabiertos, brilla con tonos dorados el pelo de su coño. Nicasio, que todavía lleva puestos los pantalones del "sobresueldo", no deja nada a la imaginación del espectador, pues todos sus genitales asoman por ambas perneras. Miran hacia arriba – ligeramente asustados – a su captor. Es hermoso como un dios negro. Sus rasgos son helénicos, la distribución de sus músculos, perfecta. Su miembro está ligeramente erecto, ante el espectáculo gratuito que le están dando ambos adolescentes. La hermosa albina, se inclina hacia Nicasio, acariciando suavemente sus tetillas, bajando la mano por el duro abdomen, llegando con sus caricias hasta el final de trayecto. El Divino Marqués, cierra los ojos, completamente al palo, deseando penetrar a la odalisca de piel de mármol. Siente los dedos frios de la diosa agarrotados sobre su falo, recorriendo los testículos repletos, casi acuclillándose sobre él. Se oye el estallido de una bofetada. Un gemido semigozoso, un cuerpo rodando sobre el suelo.

Un rato después, penden de las cadenas los cuerpos desnudos de Alba ( no podía llamarse de otra manera ) y de Nicasio. El negro dice llamarse Conde, sin más apelativos. Lucrecia le ha contado, con voz entrecortada, lo de sus juegos primaverales, lo de los libros encuadernados en extraña piel, lo de las obras completas del Maqués de Sade…

El cuerpo de Alba cuelga encadenado , con los brazos hacia arriba, los muslos muy abiertos, mostrando su pubis totalmente afeitado. A Nicasio, el Conde lo ha puesto colgando como un crucificado, con los brazos abiertos, apoyados en unas tensas cadenas. Los pies, juntos, están atados sobre un pequeño pedestal, al cual apenas llega con los dedos. La caderas le sobresalen del resto del cuerpo, como ofreciendo la mercancía de su sexo.

El decorado está a punto. Ahora falta entrar en acción. El Conde le indica a Lucrecia unas secas instrucciones. La muchacha corre hacia los aposentos de arriba. El hercúleo negro, toma un pequeño látigo de nueve colas, y azota el torso, el abdomen, los muslos del muchacho. Llora el niño , al sentir en su propia piel los suplicios que está acostumbrado a disfrutar sobre la piel de su prima. Coloca el hombre dos pinzas sobre los pezones del muchacho. Luego, le introduce un pequeño falo metálico, unido por un cable a los pezones y a un artefacto eléctrico que maneja el hombre. Gira una rueda varios puntos. Chisporrotean las pinzas. Del ano de Nicasio se desprende cierto olor a quemado. Sin embargo, el miembro del adolescente, al sufrir la descarga, ha experimentado una violentísima erección y ahora babea dando golpes incontrolados sobre el velludo ombligo. Nicasio pone los ojos en blancos. No sabría decir que fue más intenso : si el dolor o el placer. Como premio, el negro lo masturba con su mano seca y callosa, casi irritando la piel sensible del glande de Nicasio. Una melodía llena la estancia : es la parte del "Verano" de Vivaldi. Lucrecia baja las escaleras, cubierta de gasas. Parece una novicia, una novia, una niña en su Primera Comunión…

El Conde coloca un reclinatorio forrado de terciopelo rojo. Se arrodilla sobre él Lucrecia, con las manitas juntas. Sobre su cabeza, una antiquísima corona de flores de cera. Lleva puestas unas medias de encaje blanco, sujetas por ligas de bolillos. El resto de su cuerpo se transperanta – angélico – bajo las tenues gasas. El aristócrata negro, da vueltas a su alrededor, como una hermosa pantera negra antes de saltar sobre su presa. La muchachita espera. Los ojos bajos, la boca entreabierta, las manos sobre el corazón. Roza el semental los pétalos rosados de los labios de Lucrecia con la punta de su negro hisopo. La niña, al sentir su calor, abre la boca albergando, a duras penas, el balano ofrecido. El, ahueca ambas manos bajo sus testículos, ofreciéndole todo su sexo como sobre una patena…

Colgando de las cadenas, Alba y Nicasio observan la escena en silencio, casi sin respirar. Sin permitirse eyacular, el Conde, saca su enorme vara de la femenina boca y , poniéndose tras ella, la abraza por detrás, cogiéndole los pequeños senos a través de las sutiles gasas. Retuerce los pezones, recién magullados por su primo la tarde anterior. Luego, hace que apoye el vientre sobre el reclinatorio, ofreciendo su grupa al que la quiere montar. Nicasio, el Divino Marqués, no quita el ojo de su prima. Observa su rostro transfigurado. Desde arriba, el chico ve al negro trastear entre los muslos de Lucrecia, llevando en la mano su monstruosa cosa de carne y semen. Entra la punta en la vagina de la chica. Hace gestos de dolor, en un principio, para luego relajar el rostro esperando nueva acometida. Nicasio sabe de buena tinta que Lucrecia podrá con todo, o con casi todo. El, ya la estrenó. Y estrenó con ella la colección completa de dildos que encargaron por correo, a la dirección del vejete rijoso. El favor solo le costó estar media hora sentado en el porche del abuelo, mostrándole lo que el otro quería ver.

Entra otro palmo del negro en la blanca vagina. Ya los cojones golpean como negras campanas tocando a rebato. Lucrecia saca un palmo de lengua a cada envite, con los ojos en blanco, maravillándose de las cosas del negro. Se corre la mozuela, más no quiere hacerlo el negro semental. Se reserva para otra cosa. La vagina de Lucrecia está en carne viva, sin una mala babilla que la lubrique. Tiene piedad el Conde y, atando con nuevas cadenas a Lucrecia, la alza, por mediación de unas poleas, a la altura de su primo. A duras penas se pueden tocar. Pero ella se las arregla para meter en su coño el bien provisto falo de Nicasio que, aunque no es negro, no hace el ridículo. Follan los dos primos entre ejercicios gimnásticos. Ella enlaza sus muslos en las caderas masculinas, para recibir bien dentro las credenciales del Divino Marqués. No hace falta mucho para que , el muchacho, se corra bien dentro, apagando – momentáneamente – el fuego encendido por el otro. Luego , el Conde los baja a ambos, dejando que descansen unos instantes.

Baja, por fin, el Conde a la colgante Alba. Antes, como la tarde declina, ha encendido multitud de velas, que chisporrotean por los rincones. El negro, hace una seña a los primos, que se acercan prestos. La mujer, atendiendo órdenes de su hermano, se mete en una bañera de porcelana , ricamente adornada con motivos florales en azul y oro. Medio tumbada, deja que su hermano vuelva a esposar sus muñecas, una a cada pata del artilugio. Los tobillos llevan la misma marcha. Solamente quedan en contacto con el suelo de la bañera, las mórbidas nalgas de la hembra. El Conde, abre un pequeño bote y se unta los dedos con su contenido.

El aire se llena de un extraño olor, como de putrefacción. Luego, inclinándose sobre el cuerpo de su hermana, desparrama la materia por el interior del útero femenino, limpiándose los dedos en los labios vaginales. Terminados los preparativos, descubre un recipiente – oculto hasta ahora – en el que se retuercen unos extraños seres. Se desencaja la boca de Alba cuando intuye el horror que le prepara su hermano. El , le lanza una terrible mirada que hace que la protesta muera antes de nacer. Se acerca a la bañera, y vuelca entre los muslos de Alba una docena de anguilas. Chilla Lucrecia al ver los horripilantes animales, con las bocas ensangrentadas al habérseles arrancado los dientecitos. Titubean las anguilas, pero deben sentir hambre, pues el olor que desprende la embadurnanda vagina los atrae irremediablemente. Se acerca una anguila, más atrevida, su escurridizo cuerpo, chorreante de baba, repta sobre los labios vaginales de Alba, hasta encontrar el agujero central. Desaparece en el interior. Alba está con los ojos cerrados, musitando oraciones al Diablo.

Sigue el camino de la otra una más gruesa, y otra, y otra. Al final, el útero de Alba es un nido de anguilas hambrientas. Se nota como rebullen en el interior del cuerpo de la mujer. De cuando en cuando sale una cola, una cabeza de ojos ciegos, un horror chorreante de sangre y baba. El hermano incestuoso, metiéndose en la bañera, acomoda su asnal miembro en la entrada vaginal, arremetiendo como un salvaje. Entra el arma poderosa, hendiendo la carne, machacando los seres vivos que anidan como serpientes.. El negro, por fín, derrama su blanca leche, encharcando, anegando, desbordando la cueva de los mil placeres. Asoman las anguilas que pueden, rotas, embadurnandas de semen y gelatina. Alba, hace rato que vomita. Desatan a la mujer. El Conde, se inclina por la cintura y , metiendo dos dedos en la vagina de su hermana, tironea hacia arriba para que se ponga de pié. Así lo hace la esclava.

Sin saber para qué, Lucrecia y Nicasio han traido un velón de regular tamaño. El Conde ordena que apaguen las demás luces, por lo que queda solamente iluminada la estancia por la luz que desprende el velón. Una brillante llama amarillento rojiza, que alarga las sombras de los allí presentes, convirtiéndolas en fantasmagóricas.

Forman un círculo, sentados alrededor del velón. Se levanta Alba y, tras acariciar voluptuosamente todo su cuerpo, deja sus manos a ambos lados de los labios de su sexo, presionando poco a poco para que se vayan abriendo. Ya se ve la boquita, chorreante del semen de su hermano y de una baba semirojiza. La mujer, se agacha poco a poco sobre la llama. Ya casi está encima de ella. El fuego lame la blanquísima carne, algo sonrosada por la parte interior. De golpe, la mujer , baja totalmente su cuerpo, quedando en cuclillas. El velón encendido , entra en la abierta vagina y , en medio de un chisporroteo semilíquido, humea al apagarse, introduciéndose totalmente en el sexo de Alba.

Sin una sola luz que los alumbre, comienza la orgía desenfrenada. No hacen falta palabras. Solo el sexo impone sus condiciones. Todos son penetrados. Todos penetran. Todos lamen y son lamidos. Todos chupan y son chupados…

Las luces de las bicicletas, iluminan a duras penas el pedregoso camino del bosque. Los sillines chorrean semen y sangre. Entre los dientes se enredan vellos púbicos de varios colores. La noche veraniega tiende su calma, solo rota por el aullido de algún lobo.

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