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Locura (3)

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LOCURA (3)

Doblan las campanas en el humilde pueblo leonés. Por el polvoriento camino , sin asfaltar, que lleva al cercano cementerio, avanzan cansinos los asistentes al sepelio. Delante de todos, abriendo la marcha , un jovencísimo cura, recién ordenado, pega pescozones a un rebelde monaguillo, que porta la cruz como si llevase un bate de béisbol. El curita bambolea – entre pescozón y pescozón – un antiquísimo incensario, que le hace lagrimear con su penetrante humo. Detrás, casi rozándole la sotana con el morro, un triste mulo – avergonzado por los penachos de pluma negros que le han plantado entre las orejas – resopla mostrando sus enormes y amarillentos dientes cada vez que el de la funeraria estira de las riendas. La estampa parece arrancada de una novela de Charles Dickens. La carroza de cristal, llena de chorreones y volutas de madera negra, deja transparentar el magnífico féretro de nogal. En la parte de atrás de la carroza, se amontonan varias coronas de claveles, capullos de rosa y de lirios ( flor preferida por el Canónigo ).

La sargento Catalina ( la Rusa ), simula plañir para no diferenciarse de las otras mujeres, que como urracas negras, van junto a ella. De cintura para arriba no se diferencia de ellas : jersey negro, velo negro. No se ha puesto maquillaje. De cintura para abajo, no está muy segura de haber acertado : como la única falda negra que tenía en el fondo del armario era una minifalda , muy pero que muy cortita, cree que las demás la miran con algo de enojo ( envidia , diria yo ). Para acabarlo de arreglar ( y eso que lleva medias negras … de malla ) son unos altísimos zapatos de charol negro , que le ha dejado su íntima amiga, el travestí B.Piñón. Se tambalea sobre los torturantes zapatos, maldiciendo a B.Piñón, al Inspector Ramírez, y a la madre que la parió. No obstante, como es muy profesional, no pierde detalle de todo cuanto ocurre a su alrededor. Mentalmente toma nota de las caras, de los gestos, de las miradas de los asistentes al entierro. De momento, nada digno de atención. Solamente el paquete de un albañil que estaba en una obra y que, al pasar el entierro y verla a ella con su minifalda, ha echado detrás, rozándole el cogote con el aliento, como la mula al cura. Intenta no hacer caso de los rozones que le da el albañil a cada paso. Su mente está concentrada en los últimos acontecimientos, que han desembocado en que ella esté ahora allí.

El Inspector Ramírez bramaba en su despacho ( recordó la Rusa ) cuando colgó después que lo llamara su inmediato superior. Aquello no podía ser. Cuatro asesinatos en tres días. Dos en la misma ciudad. Otros dos repartidos en cada punta de España. Y, aparentemente, no tenían ninguna vinculación entre ellos. Excepto la forma horrible de morir de las víctimas. Había que buscar , y pronto. Algún indicio. Algo que vinculase de alguna forma los asesinatos y que les diese pie para buscar la solución a los mismos. Mandó a uña de caballo a la Sargento hacia León. Tras la autopsia – realizada por el Doctor Fausto hacía dos semanas – quedó claro que la forma de la muerte del Canónigo de la Catedral de León , era idéntica a la de los otros tres. Y nada más que añadir. Se dio permiso a los familiares ( parece que el buen hombre tenía familia de muy alto abolengo ) para proceder a la inhumación del cadáver. La Sargento llegó por lo pelos. Se lavó la cara, se puso la mini y el velo, y se calzó aquellos horrores con tacones. A cada paso pensaba en las pobres chinas de antaño, con sus pies vendados, retorcidos hacia abajo, con los dedos aplastados contra los talones … para estar más bellas.

Dando brinquitos ( pues ya no podía más ) llegó hasta el cementerio. El albañil, con una cara dura de espanto, aprovechaba cada vez que se inclinaba ella para sacar algún pie de aquella tortura, y le apretaba su bulto contra el nalgatorio. Ella, en otro momento, le habría agradecido la deferencia ; pero , aquel día, le salió el "gris" que llevaba dentro y, simulando que quería palpar la mercancía del muchacho, le pegó tal pellizco en la hovamenta, que entonces fue el quien se fue dando saltitos en dirección al pueblo.

Con estos quehaceres, el personal ya estaba alrededor del túmulo funerario. El curita , sonrojado de placer, esparcía dificilísimos latinajos ( en los que había sacado sobresaliente en el Seminario ) mientras aspergiaba con agua bendita tumba, féretro y rostros de los allí presentes. Catalina, que había optado por descalzarse, observó con interés una figura que no había visto hasta entonces. Era una mujer alta y estilizada, con una gran pamela de la que caían, alrededor de su rostro y cabeza, unos finísimos tules negros como la noche. En la mano llevaba unas flores, que echó de una en una sobre el féretro. El enterrador comenzó a tirar paletadas de tierra, que sonaron a ultratumba en el silencio del camposanto.

La detective, como quien no quiere la cosa, fue acercándose a la dama de la pamela. Al percatarse que la muchacha ( pues se veía bastante joven ) se apartaba, medio escondiéndose tras unas tumbas, hizo lo propio Catalina y quedó en figura extática, para ver si la confundían con algún ángel de mármol. Se disgregó el personal. A los pocos minutos, también se fue el enterrador, dejando para más tarde la culminación de su obra.

El silencio siguió cayendo como una losa. Cuando Catalina tenía ya agujetas, por no cambiar de postura , vio moverse una figura entre las tumbas : la de la pamela. Ahora no llevaba el sombrero, y una cascada de pelo rubio destellaba sobre sus hombros. Pasó junto a ella, sin verla, mirando fijamente el agujero de la tumba. La policía quedó maravillada del extraordinario color violeta de los ojos de la mujer.

Llegó la muchacha ante la tumba. Catalina fue maniobrando, de cruz en cruz y de ángel en ángel, hasta ponerse frente a ella. Atisbó sobre el brazo de un San Miguel, ( que a ella le pareció que la miraba adustamente ). La rubia estaba como en trance. Sus particularísimos ojos echaban fuego. Sus manos comenzaron a recorrer su cuerpo. Estaba desparrancada, con los muslos abiertos, con un pie en cada lado de la tumba. Se levantó la falda hasta las caderas. ( Tampoco lleva bragas, como yo – pensó la Sargento- considerándose muy fina por coincidir en gustos con la aristocracia ). La mano juvenil acarició morosamente su propio clítoris, avanzando las caderas obscenamente. Con mano iracunda rasgó la finísima blusa de encaje negro, apareciendo ante la atónita mirada de Catalina dos hermosísimos senos, pequeños y duros, una delicia para degustar. ( es que Catalina también jugaba en los dos bandos ). Los aristocráticos dedos, abrieron los labios de su vagina, mostrando al sol y a la Sargento , la sonrosada hermosura de sus interiores. De pronto, un arco de furiosa orina centelleó bajo el astro rey, resonando sobre la madera del féretro, a la par que , a voz en cuello, gritaba como una posesa :

¡ Ahí tienes , amor ¡ ¡ Ya que no puedes probar la almeja, bebe por lo menos el caldito ¡.

***

El Inspector Ramirez colocó él mismo el condón en el miembro del muchacho. No quería sorpresas. Había quedado con el motorista para un polvo rápido, pues se habían gustado en el "affaire" de hacía dos semanas. El de tráfico, lo esperaba sentado en la moto, con el pene enhiesto, los gruesos muslos separados para que el Inspector se sentase entre ellos. José Ramírez, se bajó lo justo el pantalón y el eslip. La vaselina ya la traía untada de casa. Sentarse y arrancar, todo fue una. Las vibraciones del motor los elevaron a cotas insuperables. ¡ Desde luego, que había unos cuerpos en el Cuerpo.! …

Casi le dieron ganas que lo llevase con la moto hasta Alicante. Pero las tres eyaculaciones que tuvo hasta el Aeropuerto de Barajas, le parecieron suficientes.

En Alicante lo esperaba su colega Inspector de allí, que había interrumpido sus vacaciones en Benidorm para ir a recibirle. Era cincuentón y feo. Ramírez pensó que no iba a conectar mucho con él. El conductor del coche de policía ( sin huellas externas de que lo fuese ) ya le pareció otra cosa. El de Alicante lo puso rápidamente en antecedentes. La mujer que vivía sola. El perro que la adoraba. La ausencia de sangre sobre la carne despellejada ( parece que el perro se había encargado de limpiarla ). Todo muy raro. Igual que en los otros casos.

Al día siguiente, Ramírez revolvió el chalet de la difunta de arriba abajo. No tardó mucho en encontrar evidencias de lo mucho que se querían el ama y su perro. Fotos y videos. Bastante calentitos. Ramirez comenzó a notar cierta tensión en sus partes. Oyó ruido de llaves en la puerta. Se escondió tras una cortina, tapándose él y su erección. Avizoró a una morenita , por la vestimenta imaginó que era de la limpieza. La muchacha, bajita pero tetona, se meneaba por allí al son que le marcaban unos diminutos auriculares. Como tendría calor, se dirigió al cuarto de aseo que entraba en la línea de visión del Inspector. La chica se remojó las rastas, refrescando sus pechos que, como saquitos de azúcar moreno, sacó por su escote. Sin volver a meterlos, desapareció del ángulo de visión del policía, pero este, por el ruido, supo inmediatamente lo que hacía ( los preparaban muy bien en la Academia ). Luego, se sentó en el bidet ( éste si que estaba en su ángulo de visión ). Patiabierta sobre la blanca loza, mostró a los muebles del salón y a los ojos del Inspector ( desorbitados ) la hermosura de su negro chumino. Chapoteaba en el agua tibia, casi fría, pegando pequeños zarpazos húmedos a su rajita tentadora. Casi se decantó por una rápida pajuela. Pero se sobrepuso y, dando tres o cuatro sentaditas para eliminar las gotas, se levantó para ponerse a trabajar.

Ramirez la miró trasteando por la casa. El se agarraba el cipote a través del bolsillo del pantalón. Aquel día se había levantado hetero , y según sospechaba, le iban a poner a huevo un buen revolcón. De repente, un horrendo retortijón lo dejó paralizado : ¡ la fabada de anoche ¡ pensó él al instante, autocagándose en su padre. Como pudo, llegó al baño, cerrando la puerta para que no oyesen los lamentos de su intestino. Unos eran súplicas, otros, vozarrones que se desgañitaban , empujándose unos a otros. Por fín acabó el suplicio. Ocupó el sitio de la fámula en el bidet, lavando a conciencia su parte posterior. Aprovechó para eliminar los restos de vaselina de la víspera. Abrió la puerta lentamente, simplemente una rendija. Quedó perplejo : ahora no estaba sola la mucama. Una espléndida rubia le ronroneaba algo. Se hizo de rogar la mozuela, pero pronto se rindió a los encantos de la forastera. La mujer retorció los pezones de la morena que, curiosos asomaban por la pechera. Luego, un revoltijo de faldas subidas, de bocas succionando , de vaginas engullendo dedos ensortijados. Ramirez estaba al palo. Las dos hembras lo tenían encendido como un lanzallamas. Si no hubiese sido por que estaban donde estaban y, las dos eran sospechosas, habría cometido un desacato y se hubiese tirado, lanza en ristre, a cazar a las dos tigresas. Como su miembro no podía más, le dio un alegrón, arqueando el cuerpo para no mancharse los pantalones. Cerró los ojos, con la mente poblada de mulatas, rubias y motoristas. Al abrirlos, durante unos segundos, sus ojos se cruzaron en el espejo del salón, con unos extraños ojos color violeta, que lo miraron con desdén. Sin poder hacerse presente, por lo indecente de su aspecto, tardó unos preciosos segundos en salir, tiempo que aprovechó la rubia para esfumarse.

***

El Diputado salió, como otras veces, de tapadillo. Una vez al mes, necesitaba sacar a la superficie sus instintos básicos. Le gustaba la aventura, pero con mesura. Lo tenia todo arreglado con una agencia de chicos de confianza, que le enviaban lo mejor de lo mejor. Aquella vez había pedido que el chapero aparentase ser muy joven, casi adolescente. Naturalmente, debía ser mayor de edad. El encuentro, como siempre, debía aparentar ser casual, le daba más morbo. No tardó mucho en encontrarlo. Estaba en una esquina, simulando abrocharse la zapatilla. Llevaba unos pantalones de deporte muy cortos. Junto a él, un balón de basket. Lo miró desde abajo, con unos inmensos ojos color violeta …

***

 

Su Ilustrísima, no podía más. La tentación había sido más fuerte. Llamó a la agencia y musitó unas palabras que le quemaron la garganta. Dio la dirección. Ajustó el precio. Debían ser dos, si era posible, hermanas. Naturalmente, pagaría el sobreprecio. Si, dentro de una hora.

Dejó el teléfono y comenzó a quitarse la sotana roja, el grueso anillo. Vistió con ropas seglares. Por el telefonillo indicó al conductor que esa tarde no requeriría sus servicios..

El timbre sonó en el discreto apartamento. Su Ilustrísima ató los cordones del batín, dejando bajo él su erecta virilidad que había estado manoseándose. Entraron dos muchachitas, gemelas, muy hermosas, casi niñas. Llevaban melenitas cortas, morenas. La tez muy blanca. La picardía chisporroteaba en sus originales ojos violetas...

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