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Memorias de una putilla arrastrada (10)

en Grandes Series

MEMORIAS DE UNA PUTILLA ARRASTRADA.- CAPÍTULO DÉCIMO

Apenas cumplimos los dieciocho años, los tres amigos nos fugamos de casa. Bueno, puntualizaré : ellos se escaparon de casa ; yo vivía a mi antojo, tutelada ligeramente por mi tía Leocadia ( que casi era más cabra loca que yo ).

Eran otras Navidades, justo tres años después de lo ocurrido en el baile de fin de año.

Los esperé en la estación de Barcelona, pues debíamos hacer trasbordo para coger el tren directo a París. No los reconocí hasta que estuvieron ante mis narices. Formaban una pareja hermosa. Guapos a rabiar los dos. Ella era un prodigio de finura y glamour, encaramada sobre unos altísimos tacones de aguja imposible. Él , todo un caballerete, la sujetaba del brazo galantemente. Me quedé sin habla.

El chico me tendió la mano, estrechándome la mía con un viril apretón que me la dejó hecha polvo. En su cara lampiña se dibujó una sonrisa de complicidad. Ella se arregló la rubia melena antes de ofrecerme sus pálidas mejillas.

Jenaro y Rosa . Rosa y Jenaro. Al fín, cada cual ostentando la personalidad que realmente quería.

Me contaron que se habían cambiado de ropa en el tren. Estaban felices, felices, felices… También sus nombres se habían adaptado a la nueva vida : Jenaro sería, a partir de entonces, Jena. Y la viril Rosa respondería al nombre de Rosendo.

En principio, mi tía Leocadia me había proporcionado una carta de recomendación para unos amigos suyos. En ella, no decía que yo fuese su sobrina, sino que éramos tres jóvenes españoles – conocidos suyos- que buscaban abrirse camino en París. Aceptaríamos cualquier tipo de trabajo.

La carta surtió efecto. Nos enviaron de inmediato a un pueblecito muy cercano a la ciudad de París. Allí, en una antigua abadía del siglo XVI, en la parte donde vivían las abadesas, con muros de más de un metro de ancho pero con todas las comodidades modernas, una pareja de anticuarios tenía su imperio. Años y años de coleccionar obras de arte, de adquirir objetos y mobiliario de los periodos más exquisitos de la Historia de Francia, habían transformado la vieja Abadía en un verdadero museo. Por doquier te encontrabas jarrones y espejos, vírgenes policromadas y vetustos cuadros con hermosísimas pinturas. Casi nos daba miedo alzar la voz, por si estallaban las cristalerías guardadas en delicadas alacenas.

Los anticuarios eran ya maduritos. Sobre todo Fraterpolo, que chapurreaba el español desde su hermosa juventud, cuando tuvo un amante chileno al que terminó amando como a un hermano. El otro, Olof, no llegamos a saber de donde era; pero sí que estaba como un queso. Aquel hombre, unos años antes, debía haber sido de los que paran el tráfico cuando van por la calle.

En las cocinas , no muy grandes pero muy bien acondicionadas, estaban esperándonos una chica rusa, Gusenka creo que se llamaba, y su novio Rafi, un cubanito de veintidós años, piel canela y cipote juguetón. Estaban muy enamorados. Ella era pequeñita, de pelo rubio y ojos muy azules, ligeramente saltones. Tenía una boquita que incitaba al mordisco inmediato, y unos glúteos que merecían estar eternamente morados de pellizcos. La chica había sido ligera de cascos. Le había gustado – y le seguía gustando – que la visitaran analmente. Si era posible con mucha frecuencia. Era un vicio que traía de calle a su enamorado, el cubanito, al que también le gustaba visitar las puertas traseras más que a un tonto un lápiz ; pero – desde que se habían conocido – se reservan en exclusiva el uno para el otro, o , por lo menos, lo intentaban.

Como ninguno de los tres éramos tontos, aprendimos rápidamente los rudimentos de servir un banquete.

Por las cristaleras de la cocina vimos caer los primeros copos de nieve. Embutidos en nuestros uniformes ajustados, atendíamos las últimas instrucciones de la todopoderosa Gusenka. Los comensales iban a ser dieciocho, y había comida para sesenta personas ( por lo menos ). Según comentó la cocinera, los señores siempre eran muy espléndidos con sus invitados, y , además, aquellas Navidades estaba de visita su antiguo amor, su hermano chileno ( Leonardo , se llamaba ), y para agasajarle querían tirar la casa por la ventana.

El chileno, que ahora vivía en España, era todo un caballero. No era muy alto; pero cuando te miraba con sus ojos pardos lo veías crecer ante ti. Era sesentón, muy bien cuidado y con un cuerpo que ya quisiesen para sí bastantes treintañeros. A mí me cayó muy bien desde que lo ví. Incluso, si no hubiese sido gay, me lo hubiese tirado con mucho gusto.

Entre tanto francés estirado, el más normal parecía él. Había tenido la ocurrencia de preparar saquitos llenos con doce granos de uva cada uno. Poco antes de las doce, abrieron una ventana del salón que daba a la iglesia del pueblo. El, muy digno, les explicó la tradición española de comerse un grano de uva por cada campanada, hasta completar las doce. Se atragantaron todos menos él, que las fue comiendo tranquilamente, como un hidalgo español, dejando a los franchutes a la altura del betún.

Mientras los invitados tomaban su ración de café y música clásica, nosotros, en la cocina, disfrutábamos a más y mejor. Alrededor de una gran mesa de madera de roble, nos sentamos a celebrar nuestra cena de fin de año. Ostras, gambas, caracolas de mar, cordero … Allí había para un regimiento. La bebida corría por nuestras gargantas, por nuestras pecheras y hasta por el suelo: champagne blanc des blancs; un vino blanco fabuloso, un tinto de vignoble…

Gusenka y Rafi , cuchicheaban y lanzaban risotadas. Al final, nos propusieron realizar un orgía en plan casero. No tuvimos nada que objetar. Si acaso – pensamos los tres – serían ellos los que podían quedar sorprendidos.

La cocinera se esperó a que su novio iniciase el ataque. No quería ser ella la primera, por el qué dirán. El cubano se lanzó a morrear a Jena (ro) , que le faltaban manos para tocar el cuerpazo del morenito. El chico , que se pensaba trajinar a una rubia sofisticada, se encontró con el regalo oculto de un cipote ( muy bien disimulado y no muy grande, pero cipote al fín y al cabo ). Dio un respingo el chavalín, al palpar pájaro donde solo pensaba encontrar nido; pero se sobrepuso a la impresión y , dándole la vuelta al travestido Jenaro, le endiñó por su via favorita ( y única ) su gruesa caña de azúcar. Por su parte, a Gusenka le ocurrió lo contrario : al palpar la bragueta de Rosendo ( Rosa hasta entonces ), no encontró exactamente lo que buscaba ; pero mi amiga – que lo tenía previsto todo – había requisado un hermosísimo pepino de la nevera, y lo tenía nadando en agua caliente desde hacía un buen rato. Fue sacarlo de un recipiente para meterlo en otro. La cocinera no pudo quejarse ni un tanto así del cambio de dieta : todo el mundo sabe que es más sana la verdura que la carne.

Yo, que como todos ustedes saben, era frígida desde mi más tierna infancia, disfrutaba viendo a los otros. Si hacía falta, participaría ; pero sin que mi cuerpo notase ni frío ni calor. Y no es broma : si repasan los capítulos anteriores de mis Memorias, en ninguno leerán ni una sola descripción de un orgasmo mío. Y no era por omisión al escribirlos : simplemente inexistencia de ellos.

Volviendo a la orgía : Rosa se pegaba el lote con Gusenka. Al pepino por vía vaginal, le había añadido un nabo por via anal. Para redondear el tema, y visto que la cocinera anhelaba algo de proteinas, buscó – y encontró- un grueso salchichón en la despensa. Tras introducirlo ( lubricado con manteca) en su olvidado sexo, alardeó por la cocina – andando como Gary Cooper – con un buen trozo de embutido asomando de su bajo vientre. Como macho bien armado, se acercó a la despatarrada cocinera y, con un viril golpe de cadera, le metió el producto cárnico hasta los ovarios. Se abrazaron las muchachas, boca con boca, pezón contra pezón, y los dos chochetes unidos por un único salchichón.

El cubano enculaba a Jenaro, que manoseaba su pollita como si hiciese bolillos. Me acerqué a ellos, pues el olor a macho que desprendía el moreno no me incomodaba en absoluto. Con la postura, el chaval dejaba su puerta del Infierno ligeramente desprotegida. Para que no cogiese frío, me posicioné tras él , y , con una graciosa inclinación de mi rubia cabeza, procedí a darle un beso negro en mitad de su culo color canela. Sus pelotas golpeaban mi barbilla como si jugasen al frontón. Estando entretenida en estos avatares , noté unos golpecitos en el hombro. Saqué mi lengua de donde la tenía metida y giré la cabeza : era el caballero chileno ( ligeramente ebrio ) que con su dulce mirada me pedía la vez. No pude decir que no. Le cedí mi sitio. Cuando comenzó a desabrocharse la bragueta, pensé que aquello sería demasiado para el cubano, así que tracé un plan. Rogué a Jenaro que se apartase, cosa que hizo a regañadientes. Ocupé su lugar , aunque yo dándole la cara al moreno mozalbete. El chico, que ya estaba cansado de tanto ano, no le hizo ascos a un buen chumino. Me la metió toda entera. Yo no dije ni ¡ hay!, y eso que hacía tres años que estaba en dique seco. Sujeté bien sujeto al cubano entre mis piernas, dejándolo bien trabado . Simulé acariciar sus duras nalgas, cuando lo que hacía era abrírselas para usufructo del chileno. El caballero, que aunque los prefería rubíos , le gustaba follarse a los morenos, dio el do de pecho metiendo su batuta hasta donde pudo, mientras endulzaba el aire con un canto de La Callas. Rafi no pudo chillar, porque yo le tenía los morros mordidos con mis dientes. Pero si que me retorció los pezones, el muy puñetero.

Jenaro, pululaba a nuestro alrededor procurando mantener su recién nacida pollita con vida. Como lo más caliente que había por allí – y libre – era el trasero del chileno, lo usó como incubadora, quedando formado un lindo trenecito.

En esto , apareció una invitada despistada que buscando retrete se encontró una orgía. Era pequeñita como un tapón de alberca, pero tenía más curvas que una carretera de montaña. Debía ser cantante pop , o algo relativo al mundo de la farándula, porque iba vestida y maquillada como muy estrambótica : el pelo – con extensiones y teñido de colores varios – le llegaba hasta las ancas, opulentas como las de una jaca jerezana; el rostro maquillado de un blanco cadavérico, con unos ojazos resaltados con unas enormes ojeras color violeta; la naricita era un pegotito de carne, de chatilla y respingona que era ; la boca grande y sensual, de labios carnosos pintados de un color imposible ; su cuello y sus hombros eran un alarido de llamada al Conde Drácula, y sus pechos … ¡ Dios, sus pechos! , eran dos globos perfectos, dos almohadones , dos saquitos de harina, dos maravillas de nata batida coronadas con un fresón cada una. Aquellos riquísimos flanes, aquellas delicatessen de gelatina, atrajeron las miradas de todos los presentes, pues los llevaba tan altaneros, tan sobresalientes con la ayuda de un corpiño de raso dorado, que los pezones parecían que te estaban provocando con cada paso de su dueña.

La jodienda comunal quedó en suspenso durante unos segundos. De repente , un aparato de aire acondicionado se puso en marcha lanzando – de improviso – una bocanada de aire caliente. Se formó un remolino bajo la liviana falda de la mujer, levantando las tenues gasas hasta más arriba de su cintura. Se abrieron bocas, cayeron mandíbulas, silbidos, aplausos… Aquello no era un coño : era una obra de arte. Bajo un vientre banco como la leche, imperceptiblemente combado, exquisitamente depilado, lanzaba destellos el chocho más bonito que imaginarse pueda. Llevaba el vello rasurado , pero dejando un par de greñas a las que les habían añadido unas extensiones ( teñidas también de varios colores ) que caian enmarcando los labios vaginales. Los destellos, los producían una amalgama de lentejuelas pegadas a la piel de los labios mayores, los cuales llevaba teñidos de un carmín fosforescente.

La mujer, sorprendida ante todos los "coitus interruptus" de los que era culpable … se despatarró en mitad de la cocina y comenzó a soltar unas tímidas gotitas por entre las lentejuelas. Rosa, sacando medio salchichón de las entrañas de Gusenka, se abalanzó entre las piernas de la intrusa y, postrada de rodillas ante ella, levantó el rostro para recibir – de pleno – el dorado e imparable chorrito.

Fue la señal . La maquinaria del amor se puso en marcha nuevamente. Vergas dentro, lenguas fuera, succión de labios, besos negros, blancos, verdes y amarillos. La torre de Babel de carne siguió hablando con confusión de lenguas : francés, griego, cubano…

Gusenka acercó su concha a la sensual boca de la invitada. Rafi incrustó su gruesa caña de azúcar en el ingenio destellante de la diva pop. Hasta el chileno visitó ( cosa que no hacía desde su lejana adolescencia ) el ano femenino teñido de purpurina oro. Jenaro y yo, algo desplazados, quisimos aportar nuestro granito de arena. Así que , tras descalzar a la pseudo Alaska

de sus torturantes zapatitos de cristal, procedimos a lamerle – uno a uno – los dedos encallecidos de sus pequeños pies.

Se corrió como una loca la homenajeada. Nadie supo si fue debido a nuestros lametones pinrreleros, al enculamiento del chileno, a la follada del cubano, o al gusto salado y marinero de la almeja de Gusenka. El caso es que se vino como una riada, y, al hacerlo, intentó meterle tres dedos de la mano a Rosa en la entrepierna. Pero tuvo que cambiar el rumbo normal por el anal, ya que la hucha de mi amiga estaba llena en esos momentos por el fenomenal salchichón. Y no , precisamente, a rodajas.

Más tarde se sumaron algunos invitados más. Yo no les quise hacer el feo, y como tenía mucho sueño, me puse a cuatro patas sobre la mesa, apoyé la cabeza entre mis brazos y, con el culo en pompa, me dormí, dejando abierto el autoservicio.

Carletto.

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Locura (7)

Locura (5)

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Locura (6)

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Costras

Locura (4)

Locura (3)

Locura (2)

Negocios

Locura (1)

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Adúltera

Segadores

Madre

Cunnilingus

La Promesa

Cloe (4: La bacanal romana)

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Ritos de Iniciación

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Mis Recuerdos (2)

Caricias

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Mis Recuerdos (1)

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